Tropa de carretas. |
Juan Felipe Ibarra. |
El Capitán se dispone a partir y lleva apuro (por finalizar su viaje lleva apuro).
La revolución contra el caudillo Juan Felipe Ibarra ha fracasado y ahora el Capitán debe emprender este viaje. Muchos fueron los brazos que en el Polvorín lancearon al Coronel Pancho Ibarra, el hermano del caudillo; pero el Capitán asumió, él solo, la responsabilidad por su muerte: que se salven los que quedan, que se libren del fusilamiento, que se libren -sobre todo- del enchalecamiento (el espantoso suplicio del retobo de cuero).
Ahora el Capitán debe partir... Después de todo, el recorrido, aunque incómodo, será corto (apenas más largo que el paseo que acostumbra hacer, con su familia, los domingos de invierno, gozando del sol tibio y admirando el rosado de los lapachos en flor).
Invitado a entrar en su transporte, el Capitán lo hace, inclinando mucho la cabeza y acomodando el cuerpo para el viaje. Se introduce con aire decidido, sin ceremonias ni adioses: esta vez lleva apuro.
Cuando adivina que todo está listo, imparte al Sargento que lo conducirá, con voz marcial, la orden de partida (aunque no cree ser oído). Está en paz con Dios, pero, como le enseñara su madre desde niño -y él continuó haciéndolo siempre, al partir en un viaje o antes de una batalla-, reza un Padre nuestro; esta vez le agrega un Pésame (“perdona que esta vez no me golpee el pecho”).
El caballo arranca al paso.
Con los primeros zangoloteos del viaje, se le da por pensar en su mujer y en sus dos pequeños hijos y una ternura honda deviene en sollozos. (Se repone enseguida: cuando llegue a destino, nadie encontrará huellas de llanto en su rostro). Ya lo tiene decidido: el mayor será, como él, militar. El segundo se doctorará en Córdoba, como el abuelo.
Por el traqueteo, el Capitán se siente algo mareado; además, lo sofoca el polvo blancuzco de la calle, que se cuela por los intersticios.
El caballo se pone al trote lento.
La oscuridad y el encierro le impiden ver la edificación chata que rodea a la Plaza Mayor. Curiosamente, lo persigue una idea ¿devolvió al Teniente Goncebat los diez reales que éste le prestó una noche de juego? El enfadoso movimiento no le permite recordar (parecería que el jinete que lo conduce se complaciera en hacer bailar al pasajero, pero imposible asomarse y recomendarle más cuidado). El pensamiento vuelve: y si no fuera así ¿no debió encomendar que se los pagaran?. Cree haber saldado esa deuda, honestamente cree haberlo hecho, quizá aquella noche en que le tocó una racha buena, en la fonda del andaluz; le hubiera gustado aclararlo antes del viaje. (Además, si logra distraerse un poco, el viaje se le hará más corto y soportará mejor sus incomodidades).
A pesar del encierro y los tumbos, en la oscuridad cree oír una voz solitaria vivar su nombre (por fin un “viva” entre tantos “muera”).
El caballo emprende un galope corto. (Las calles de tierra apisonada son tan desparejas que, por momentos, le parece viajar rodando de cabeza).
Ya recuerda con claridad: pagó su deuda al Teniente (hasta recuerda quiénes fueron testigos). Ahora sólo espera que se salven los que quedan, que se libren del fusilamiento, que se libren -sobre todo- del enchalecamiento (el espantoso suplicio del retobo de cuero).
El Capitán lleva apuro, por finalizar su viaje lleva apuro. Intuye que está pasando frente a la Iglesia matriz (le impiden persignarse la postura y el apuro).
A los brincos, rueda y rueda el Capitán (la cabeza entre las rodillas, los brazos muy pegados al cuerpo...) Al llegar a la esquina de la Acequia Real pierde el control de los esfínteres; la razón, a la media cuadra (sólo entonces comienzan a escucharse, muy apagados, esos gritos como aullidos).
Cuando el Sargento Sofanor Barraza regresa al cuartel de Ibarra, una vez terminada su vuelta alrededor de la plaza, dos milicianos cortan los tientos de la pelota de cuero que aquel arrastró, botando y rebotando, atada con un lazo a la cincha de su caballo. En su interior, el Capitán Santiago Herrera, retobado en cuclillas, es un pedazo de carne sanguinolenta, del que acaba de huir la vida, espantada.
El Capitán ya no tiene apuro.
Con el potro de su pueblo ya dócil entre las piernas, el caudillo se alboroza: “Pancho, te estoy vengando” (y el rostro de Don Juan Felipe Ibarra es una esfinge).
* De “Ciudad con duende” (Cuentos de la muy noble ciudad de Santiago del Estero). Segundo Premio Federal en Letras (C.F.I., 2001).
¡Qué bárbaro!, es la primera vez que sé de eso del retobo de cuero.
ResponderEliminarSaludos.