sábado, 25 de septiembre de 2010

HÉROES DEL ESPACIO: EL CONQUISTADOR COMO AGENTE PRODUCTOR DEL ESPACIO SOCIAL DE LAS COLONIAS AMERICANAS EN LA HISTORIA GENERAL DE LAS INDIAS

Historia de las Indias de Francisco López de Gómara.


"La historia de Michoacán" (mural de Juan O´Gorman).






HÉROES DEL ESPACIO: EL CONQUISTADOR COMO AGENTE PRODUCTOR DEL ESPACIO SOCIAL DE LAS COLONIAS AMERICANAS EN LA HISTORIA GENERAL DE LAS INDIAS DE FRANCISCO LÓPEZ DE GÓMARA








Por Luis Hernán Castañeda*




Francisco López de Gómara (Gómara, Soria 1511-1566) estuvo, sin duda alguna, entre los historiadores humanistas más influyentes del renacimiento español. Su Historia general de las Indias, impresa por primera vez en 1552 en Zaragoza, forma parte del monumental díptico Hispana Victrix, que también incluye La conquista de México. En conjunto, el proyecto historiográfico de Gómara es de los más ambiciosos y comprensivos del siglo XVI, no sólo porque pretende narrar y explicar los mayores procesos de descubrimiento y conquista realizados por España en el continente americano--los de México, Centroamérica y Perú--, sino también porque entabla un diálogo polémico con las principales líneas del pensamiento europeo del momento en cuanto a la legitimidad de la presencia española en las Indias: las representadas por Bartolomé de Las Casas y por Juan Ginés de Sepúlveda, contricantes en la Junta de Valladolid de 1550-1551.
En materia ideológica, Gómara se alinea con la posición de Sepúlveda, que aboga en el diálogo Démocrates Segundo [1] por la justicia del proyecto imperial español. Es posible caracterizar la escritura de Gómara en general--y en particular el texto que me ocupa, la Historia general--como un esfuerzo por articular un consenso oficial a favor del imperialismo y en contra de sus detractores. Por tal motivo la dimensión propiamente historiográfica del mencionado texto de Gómara está recorrida por un evidente afán laudatorio, que celebra la práctica militar y evangélica de los conquistadores, la inserta dentro de un plan divino providencial y la ensalza como justa y deseable desde una perspectiva ética, además de juzgarla necesaria en un plano pragmático. Para valorar el fuerte componente de celebración pro-española que anima este texto, se puede anotar que en la visión de Gómara, el descubrimiento y la colonización de las Indias implican una superación del expansionismo imperial romano y se presentan como el conjunto de eventos más significativo de la historia de la humanidad desde el nacimiento de Cristo.
La Historia general de las Indias presenta una narración histórica que cubre un arco temporal que empieza con el primer viaje de Colón y que culmina en 1550. En este periodo de poco más de cincuenta años, se llevó a cabo la colonización de México, Centroamérica y Perú, las tres grandes áreas cubiertas por Gómara en Hispania Victrix. El proceso mexicano es materia tratada en La conquista de México, mientras que el despliegue español en el Caribe, Centroamérica y la región andina constituyen el centro de interés de la Historia general. Esta distribución geopolítica determina que la obra esté dividida en dos grandes núcleos espaciales: el primero es el espacio caribeño-centroamericano, que aglutina un amplio número de capítulos; y el segundo núcleo es el espacio de los Andes. Mi objetivo en el presente ensayo es demostrar que, en su tratamiento de ambos núcleos geográficos, el texto de Gómara desarrolla un modelo de producción espacial, según entiende Henri-Lefebvre la noción de producir espacios. [2] En otras palabras, si bien su misión incluye el registro de hechos históricos y la descripción de ámbitos geográficos, estos son objetivos secundarios. El propósito central del historiador es reflexionar sobre las estrategias de producción espacial empleadas para colonizar territorios y disciplinar a sus habitantes.[3]
Estas estrategias movilizan un poder performativo para crear, generar y organizar un espacio social: “The spatial practice of a society secretes that society's space; it propounds and presupposes it, in a dialectical interaction; it produces it slowly and surely as it masters and appropriates it”. (Lefebvre 38). En este sentido, Gómara define su práctica historiográfica como la configuración de un modelo ideal, ideológicamente legítimo, para la producción del espacio social colonial. Este modelo ideal prescribe prácticas de control del espacio que suponen estilos de descubrimiento y de conquista cuya ejecución implica un equilibrio racional entre el uso de la violencia militar y el empleo de la persuasión retórica. El eje de este modelo es el héroe descubridor y conquistador, personaje protagónico en torno al cual se articula la experiencia colonizadora. Esta experiencia puede asumir caras contradictorias: puede conducir a la producción de espacios ordenados y productivos, como son los correspondientes al núcleo espacial caribeño-centroamericano; o puede generar espacios convulsos y desgarrados, como son los que corresponden al Perú afectado por las guerras civiles del siglo XVI. En otras palabras, la contraparte necesaria de la postulación de un modelo ideal de producción espacial es el planteamiento de un anti-modelo, versión negativa que debe ser estudiada para explicar las causas del fracasado intento de establecer un dominio estable en la zona andina. Modelos y antimodelos están regidos por héroes positivos y por antihéroes que los encabezan: el ejemplo más claro del héroe positivo es Hernán Cortes, mientras que la figura más antiheroica corresponde a Gonzalo Pizarro. En las siguientes páginas explicaré cómo la naturaleza del espacio colonial se representa como una consecuencia directa del carácter moral del héroe encargado de liderar las dinámicas colonizadoras. El nivel de moralidad del héroe colonial está determinado, como veremos, por el grado de legitimidad del que goza su manejo de la violencia militar. En cualquier caso, estas figuras individuales, definidas por la tensa relación entre la moralidad y la inmoralidad, funcionan en la Historia general como principios fundamentales de la producción del espacio social de las colonias americanas.
Antes de empezar el estudio de estos procesos, es necesario aclarar que las prácticas de producción espacial realizadas por los conquistadores no se efectuaron sobre una tabula rasa, sino que se desplegaron sobre un espacio social preexistente, indígena y autóctono, que fuera producido por las prácticas espaciales de las culturas precolombinas. Puede hablarse entonces de una “super-imposición” de estructuras espaciales, fenómeno contemplado también por Lefebvre: “Social spaces interpenetrate one another and/or superimpose themselves upon one another” (86). En el caso de las colonias americanas, tal superimposición de espacios implicó también la instalación de un sistema jerárquico que reguló asimétricamente las relaciones entre las estructuras sociales españolas y las estructuras sociales indígenas.
De esta manera es posible caracterizar la Historia general como un instrumento ideológico que forma parte de un proyecto de intervención y modificación de un espacio previamente organizado según parámetros alternativos. Este proyecto se enmarca dentro de un pensamiento expansionista que presenta, como una de sus coordenadas básicas, el problema moral de la legitimidad de la aplicación de la violencia militar como método de conquista y como práctica generadora de espacio social. La violencia fue una realidad ineludible de la conquista. Si bien algunos de los espacios que Gómara recorre fueron subyugados por efecto de la persuasión pacífica, el gran bloque de las colonias americanas cayó bajo el control de los españoles en el contexto de una “guerra” contra los pobladores nativos. El problema que enfrentó a Las Casas y Sepúlveda era determinar la justicia o la injusticia de esta guerra. La violencia aparece entonces como una dimensión clave, una dimensión polémica inscrita en el espacio mismo, que necesita ser contextualizada en un sistema ideológico legitimador. En virtud de este carácter polémico se explica la actitud defensiva y argumentativa de Gómara: desde las primeras páginas del texto, procura resaltar que la materia de su escritura es un proyecto dotado de autoridad religiosa. La primera forma de legitimación es el recurso a la autoridad del Papa, a la que Gómara apela mediante la inserción de la bula de donación en latín (35-38), la Inter Caetera de 1493 por medio de la cual Alejandro VI concede a los reyes católicos la posesión de las tierras correspondientes a las Indias. De este modo, se aclara que los españoles conquistan y colonizan las Indias con el beneplácito del Papa y bajo el entendido de que su misión central es la evangelización de los indios.
Para complementar la autorización religiosa, es necesario justificar con argumentos adicionales los modos en que conquista y colonización son llevados a cabo, modos que por lo general entrañan un componente militar. Para aplacar los cuestionamientos al respecto, Gómara asume los argumentos de Sepúlveda sobre la esclavitud natural para conceptualizar un ejercicio justo de la violencia.[4] Sin embargo, la Historia general es más que un trasunto historiográfico de las famosas tesis del teólogo; Gómara complementa y fortalece estas ideas desplazando la cuestión al terreno de lo pragmático.[5] La violencia aparece así representada como un último recurso, puesto en práctica únicamente ante la resistencia de los indios; es, también un instrumento disciplinador, estrictamente regulado y racional, cuyo uso está prescrito por la autoridad de los reyes. Cabe recordar que, al favor papal se añadió el favor de la corona, expresado en la entrega de la “instrucción real”: un texto que reciben Diego de Nicuesa y Alonso de Ojeda en el capítulo dedicado al Darién (LVII, 83), y que, de acuerdo con el registro de los hechos militares que nos ofrece Gómara, es acatado escrupulosamente por la mayoría de los conquistadores que pueden ser caracterizados como “héroes positivos”.
La “instrucción real” es un documento de una decena de capítulos que incluye el texto del requerimiento. Este, a su vez, presenta un contenido informativo estandarizado, una especie de sermón --se les hace saber a los indios que el Papa, en tanto cabeza de la Iglesia, le ha ordenado a la corona española evangelizar las Indias y sacarlas de su idolatría--, así como también una invitación a que los indios se sometan pacíficamente al poderío y gobierno de los cristianos pues de lo contrario se harán objeto de una guerra justa. En este sentido, Roa-de-la-Carrera sostiene que Gómara privilegia el significado doctrinal del requerimiento por encima de su significado jurídico, opinión que considero errada pues pasa por alto la conexión causal directa entre el fracaso retórico del requerimiento--un fracaso que parece ser esperable o, incluso, esperado--, y la consiguiente aplicación de la violencia militar. (Roa-de-la-Carrera 166).
La violencia se inscribe así dentro de un ritual legal. No se trata de un fenómeno cruel e irracional, como la representa Las Casas--por ejemplo, en la Brevísima relación de la destrucción de las Indias.[6] Fruto de la codicia y la maldad individual de los cristianos, la violencia es representada por el obispo de Chiapas como una fuerza anárquica y destructiva que es ejecutada con premeditación, como un sanguinario fin en sí mismo, y que además de contradecir expresamente los deseos y los intereses económicos de la corona, pervierte y obstaculiza el objetivo de la evangelización. En los capítulos protagonizados por héroes positivos que nos presenta la Historia general, por contraste, la violencia es un instrumento político necesario para la conquista y la colonización: un medio para la instauración del control de los españoles sobre el espacio. Se configura, de este modo, una ética de la violencia que forma parte indispensable del modelo ideal de producción del espacio social de las colonias. Crucial para entender esta ética es saber que se trata de una ética “de emergencia”, que solo debe ser seguida en vista de que los métodos pacíficos, sin el complemento de la guerra, fallan al toparse con el rechazo de los indígenas, enemigos de los españoles que suelen resistirse a ser dominados por sus nuevos señores naturales: “Quisiera Hojeda atraer de paz aquellos indios por cumplir el mandado real y para poblar y vivir seguro; mas ellos, que son bravos y confiados de sí en la guerra, y enemigos de extranjeros, despreciaron su amistad y contratación” (LVII, 84).
El conquistador es el depositario y el agente de la ética de la violencia configurada por Gómara, el héroe individual encargado de ejecutar esta forma racional y productiva de violencia. No obstante, como es natural, todo modelo conlleva rupturas y desviaciones que debe poder incorporar positivamente si es que pretende afianzarse como un modelo eficiente. Tal es el problema que necesita encarar Gómara en su presentación del que viene a ser el primer héroe individual de su historia, protagonista del segmento inaugural del núcleo espacial dado por la zona del Caribe y de América Central (capítulos XIII-XXV, entre las páginas 28 y 45): Cristóbal Colón.
Caracterizar la figura de Colón implica para Gómara enfrentarse a un personaje complejo, que combina un componente heroico con ciertas trazas negativas que no se pueden eludir. Para procesar estos elementos negativos que podrían empañar las hazañas del gran navegante y descubridor, Gómara recurre a estrategias de corrección y de idealización. Para empezar, se encuentra el asunto de la nacionalidad del almirante. Una leyenda difundida en el siglo XVI es la que cuenta la historia de un misterioso piloto que, víctima de una gran tormenta, descubre las Indias por azar y acaba por recalar en casa de Colón, a quien lega una serie de documentos y relaciones que le serán indispensables no sólo para realizar su primer viaje sino para concebir la misma idea de surcar el Atlántico. Gómara recoge esta leyenda y afirma que aquel piloto fue un español, aunque no se sabe si andaluz o vizcaíno (XIII, 28). El que haya sido español redunda en su programa de alabanza nacional, y corrige el hecho inconveniente de que Colón haya sido un genovés. Al margen de él, los restantes miembros del elenco de héroes nacen en España: “...todas las Indias han sido descubiertas y costeadas por españoles, salvo lo que Colón descubrió” (XXXVI, 56). Una vez aclarado este punto, Gómara presenta a Colón como un gobernante justiciero, guardián del orden, defensor de los intereses de la corona y protector de los indios. En su segundo viaje a las Indias, después de averiguar que los treinta y ocho españoles a los que ha dejado apostados en Puerto Real, han cometido faltas y crímenes, “usó de rigor con algunos que habían sido desacatados a sus hermanos Bartolomé y Diego Colón y hecho mal a los indios” (XX, 39). Gómara es explícito respecto de estas faltas: “...supo que los habían muerto a todos los indios, porque les forzaban sus mujeres y les hacían otras muchas demasías” (XX, 39). Sin hacer oídos sordos a estas muestras de violencia ilegítima, se indica claramente que los culpables son los treinta y ocho españoles destacados en Puerto Real, es decir, los subalternos y no el héroe mismo, cuya imagen individual sale indemne. Incluso es factible culpar a los hermanos de Colón, por ejemplo a Bartolomé (XXIII, 42). Significativamente, cuando la violencia es injustificada, ocurre en ausencia del héroe, cuando este se encuentra en España.
Una estrategia adicional es la que sirve para explicar las numerosas muertes de indígenas acaecidas como consecuencia directa del asentamiento de Colón y de los suyos: “Y aun de los indios murieron más de cincuenta mil por hambre; ca no sembraron maíz, pensando que se irían los españoles no habiendo qué comer” (XXII, 41). En este pasaje, la causa de las muertes masivas no se adjudica, como hacía Las Casas, a la acción genocida de los cristianos, sino a una forma de resistencia equivocada y contraproducente de los mismos indígenas. Las muertes son también reinterpretadas en clave religiosa, como un castigo divino por los pecados cometidos por los indios: “Azote debió ser que Dios les dio por sus pecados. Empero grandísima culpa tuvieron de ello los primeros (los españoles), por tratarlos muy mal, acodiciándose más al oro que al prójimo” (XXXIII, 53). El culpar a los españoles de codiciosos aparece, en este punto de la obra, como un adelanto de las más graves acusaciones que se lanzarán en los capítulos dedicados a las guerras civiles del Perú. En todo caso, la codicia aparece en la escritura de Gómara como un desbalance aislado y siempre sancionado, que consiste en privilegiar la motivación material de la empresa por sobre la motivación espiritual, cuando lo ideal es que ambas operen lado a lado dentro de una causalidad providencial. Lo económico y lo religioso son dos facetas concomitantes, inextricablemente ligadas, que aparecen yuxtapuestas, como lo subraya el mismo Gómara:
Dos cosas notaremos aquí: una que con tan poco caudal se hayan acrecentado las rentas de la corona real de Castilla en tanto como le valen las Indias; otra, que en acabándose la conquista de los moros, que había durado más de ochocientos años, se comenzó la de los indios, para que siempre peleasen los españoles con infieles y enemigos de la santa fe de Jesucristo. (XV, 31).
A pesar de los intentos de caracterizar positivamente a Colón, Gómara da espacio también a las acusaciones que se le hacen directamente al héroe y que culminan con su prisión por decreto real, prueba concluyente de su mal proceder. En un esfuerzo de imparcialidad, Gómara refiere las versiones incriminatorias de otros españoles (Roldán y sus compañeros), sin asumirlas a título personal, sin tampoco confirmarlas ni negarlas: por ejemplo, la que sindica a Colón como culpable de haber ocultado el descubrimiento de las perlas de la isla de Cubagua, en perjuicio directo de la corona, o la que lo caracteriza como un codicioso y egoísta que maltrata a sus hombres (XXIII, 42). Podría decirse que Gómara no refuta estas versiones, a juzgar por la actitud contrita y patética en que representa a Colón cuando los reyes escuchan su descargo en la corte de Cádiz: “Oyeron piadosamente las disculpas que les dio Cristóbal Colón, revueltas con lágrimas” (XXIII, 42). A pesar de esta admisión de los pecados del personaje, el formato religioso de la confesión y el arrepentimiento actúa para exculparlo. El ciclo de sus hazañas y de sus excesos se cierra con un sumario recuento biográfico que incluye una semblanza y un juicio moral positivo, una absolución final que contempla los errores al tiempo que elige definir la trayectoria global en función de los éxitos. En este segmento, las transgresiones del héroe son disculpadas y minimizadas al ser puestas en el contexto nivelador de una gloria merecida. Efectivamente, sobre Colón se concluye que “hizo cosa de grandísima gloria; y tal, que nunca se olvidará su nombre, ni España le dejará de dar siempre las gracias y alabanza que mereció” (XXV, 44). Las acusaciones que, en las versiones de los antagonistas del almirante, aluden a crímenes, son traducidas a un lenguaje más moderado y concesivo al afirmar que “Tuvo Cristóbal Colón sus ciertas adversidades entre tan buena dicha” (XXV, 44).
Colón es solo el primero de los héroes que reciben un tratamiento semejante. En el capítulo XXXII, “De los gobernadores de La Española”, se da cuenta del destino político de la isla después de la administración colombina. Luego se procede a la alabanza del buen gobierno de Nicolás de Ovando, un personaje más unidimensional que Colón, quien “gobernó la isla siete años cristianísimamente, y pienso guardó mejor que otro ninguno de cuantos antes y después de él han tenido cargos de justicias y guerra en las Indias los mandamientos del rey” (XXXVII, 51). En esta descripción de un personaje intachablemente positivo, se concentran los atributos deseables para el héroe colonizador: acata los preceptos de la religión, actúa con justicia y aplica la violencia de acuerdo con la instrucción del rey. Se encarga de expandir los dominios territoriales mediante la adquisición y construcción de nuevos espacios sociales, a través de un empleo pacificador y fundacional de la guerra; es, entonces, un héroe evangelizador, un agente económico y un motor de la civilización, que transforma espacios bárbaros dominados por la idolatría y la tiranía en espacios organizados y productivos donde impera la ley:
Conquistó la provincia de Higuei, Zabana y Guacaiarima, que era de gente bestial, ca ni tenían casas ni pan. Pacificó la Xaragua con quemar cuarenta indios principales y ahorcar al cacique Guaorocuya y a su tía Anacaon, mujer que fue de Caonabo, hembra absoluta y disoluta en aquella isla. Hizo muchos pueblos de cristianos y envió gran dinero a España para el rey (XXXII, 51).
En la cita también se aprecia otra estrategia de legitimación: el tachar de tirano y sodomita al cacique o líder indígena que gobierna las poblaciones conquistadas resemantiza la violencia de los españoles como una forma de liberación contra formas políticas opresivas e injustas. En este sentido puede leerse, por ejemplo, el segmento dedicado al rey Pacra, al que Vasco Núñez de Balboa somete por la violencia después de haberlo intentado, inútilmente, por la paz (97).[7] Por otra parte, el énfasis en “hacer” muchos pueblos es capital, ya que, como afirma Gómara páginas más adelante, “Quien no poblare, no hará buena conquista, y no conquistando la tierra, no se convertirá la gente; así que la máxima del conquistar ha de ser poblar” (XLVI, 67). Se trata, por cierto, de poblar los espacios conquistados con súbditos españoles, razón por la cual hay que considerar que la construcción del espacio colonial conlleva una reconfiguración demográfica.
Una plasmación bastante lograda del modelo de conquista prescrito por Gómara puede notarse en el actuar de Vasco Núñez de Balboa, descubridor del golfo de San Miguel, que es celebrado sin ambages por su excelencia política como gobernador y, por supuesto, por haber abierto el camino de la exploración del cono sur, “para traer a España tanto oro y riquezas cuantas después acá se han traído del Perú” (LXII, 94). En su proceder se visualiza explícitamente que la violencia no es un fin en sí mismo, sino un medio inevitable cuyo uso, si bien no es idóneo, está ampliamente justificado por la experiencia y las circunstancias. Al enfrentarse a los indígenas, en primer lugar se debe emplear el ruego, la solicitud verbal pacífica para llamarlos a acatar la autoridad real dentro del protocolo del requerimiento:
Vinieron luego muchos indios armados con dos capitanes en son de pelear […] Hízoles un largo sermón, que tocaba su conversión a la fe y bautismo, muy fundado en un solo Dios, criador del cielo y de la tierra y de los hombres, y al cabo dijo cómo el Santo Padre de Roma, vicario de Jesucristo en toda la redondez de la tierra, que tenía mando absoluto sobre las almas y la religión, había dado aquellas tierras al muy poderoso rey de Castilla, su señor, y que iba él a tomar la posesión de ellas; pero que no les echaría de allí si querían ser cristianos y vasallos de tan soberano príncipe, con algún tributo de oro que cada un año le diesen (LXIX, 106).
Sin embargo, el esfuerzo por “rogar con paz” de acuerdo a la instrucción real encuentra una resistencia de parte de los indígenas, que resulta natural: después de todo, son bárbaros sin “letras” ni “policía”. En la mayor parte de los casos, se hará indispensable la acción militar. Sin embargo, hay excepciones a esta regla, como es el caso del rey Corizo, un cacique que pronuncia un discurso de alianza espontánea a la causa de los cristianos (LXIV, 97). No obstante, en general, la violencia española es una reacción necesaria, a la que solamente se debe acudir como solución después de haber recurrido infructuosamente a métodos pacíficos o como venganza por las fechorías de los indios. Por lo demás, aparece representada lacónica y esquemáticamente:
Respondieron que bien podía ser que fuesen hombres de paz, pero que no traían tal aire; que se fuesen luego de su tierra, ca ellos no sufrían cosquillas, ni las demasías que extranjeros con armas suelen hacer en tierras ajenas […] Requirióles otra y muchas veces que lo recibiesen con las condiciones sobredichas, si no, que los mataría o prendería por esclavos para vender. Pelearon, por abreviar, y aunque murieron dos españoles con flechas enherboladas, mataron muchos, saquearon el lugar y cautivaron muchas personas. (LXIX, 106).
El momento culminante en la trayectoria de Balboa es la narración del descubrimiento del Océano Pacífico. Se trata de un episodio cautivante, narrado con gran maestría por Gómara, que dramatiza mejor que ningún otro la coherencia ideal entre el proyecto imperial español en tanto empresa colectiva, y los proyectos individuales de los hombres involucrados en los viajes de descubrimiento y conquista: un “sentido común” que subtiende y organiza la acción. También aparece subrayada la dimensión del héroe como conductor de hombres, como inspirador de grandes gestas y hazañas colectivas, y como orador eximio que gana y conserva el apoyo de sus huestes mediante la palabra que acompaña a la acción. Así lo revela el discurso pronunciado por Balboa en la cima de la “gran sierra” desde donde se vislumbra la extensión virgen del “mar austral” en toda su promesa.[8] Desde este punto de vista privilegiado, Balboa ejemplifica nítidamente el significado de la mirada “apolínea”, concepto acuñado por Denis Cosgrove que Padrón emplea para definir uno de los modos de relacionarse con el espacio que fueron engendrados por la revolución cartográfica del siglo XVI. El discurso de Balboa toma como objeto una extensión marítima y terrestre que aparece como un espacio vacío y desconocido, que será llenado y escrito con los signos de la conquista: producido en tanto espacio aprovechable para la colonización.
El caso de Balboa no es único en el texto. En líneas generales, puede afirmarse que en la Historia general abundan los nombres propios y los personajes particulares. Los descubrimientos y conquistas son llevados a cabo por héroes individuales, capitanes y gobernadores, que presentan diversas facetas: son conductores de expediciones, líderes militares, pero también agentes evangelizadores, responsables de poblar y colonizar, héroes económicos, portavoces y ejecutores directos de los intereses y órdenes de la corona; o bien son rebeldes como Gonzalo Pizarro, que reciben de Gómara una valoración ambigua. Este modelo se asienta en la premisa de que son las proezas de un gran hombre las que producen el devenir histórico. El héroe ideal se encarna en personajes concretos con mayor o menor grado de perfección: como hemos visto, la figura de Cristóbal Colón es más ambigua que la de Vasco Núñez de Balboa. Sin duda la encarnación más perfecta se da en la figura de Hernán Cortés, a quien Gómara retrata en un libro separado (La conquista de México) y dedica su De rebus gestis Ferdinandii Cortesi. En general, el héroe así definido es el agente y ejecutor central del proceso de producción del espacio social de las colonias. En polémica con este modelo, el caso de Francisco Pizarro es más ambivalente y problemático, ya que la estampa del personaje, de origen innoble, rechaza la idealización: “Nació en Trujillo, y echáronlo a la puerta de la iglesia. Mamó una puerca ciertos días, no se hallando quien le quisiese dar leche (...) No sabía mandar fuera de la guerra, y en ella trataba bien a los soldados. Fue grosero, robusto, animoso, valiente y honrado; mas negligente en su salud y vida” (CXLIV, 209).
El retrato del “héroe del espacio” definido en estos términos incluye, como se ha visto en el caso de Colón, una semblanza moral. Como señala Lafaye en su libro Los conquistadores: figuras y escrituras, la exploración moral por medio de la descripción individual de personajes históricos obedece a un ejemplo narrativo clásico: es el procedimiento utilizado por Plutarco en sus Vidas paralelas, modelo que Gómara sigue con el objetivo de retratar al héroe colonial, que en ocasiones puede ser ambiguo y elusivo. El modelo de Plutarco le es particularmente útil porque admite una gran profundidad en la indagación moral del carácter, indagación que en más de una ocasión dará cabida a matices ambivalentes. Esto ocurre con especial énfasis en los capítulos organizados en torno al Perú, donde las sangrientas guerras civiles (1638 -1650) aparecen como una fuerza desestabilizadora del modelo de producción espacial social, pero también como una arena de prueba y consolidación para el mismo. El Perú de la época representa, para la historiografía, un terreno complejo donde los paradigmas trazados por Gómara deben demostrar su flexibilidad y su capacidad para administrar coherencia a una realidad caótica y resistente. El modo en que logran hacerlo es significativamente diferente de su aplicación a los capítulos caribeños y centroamericanos, dominados por la figura de héroes positivos que cumplen con los atributos prescritos y ejecutan ética y racionalmente los actos de violencia asociados a su rol y a su investidura.
Una de las claves de la historiografía renacentista española es la cognoscitiva; otra es la moral, que se desprende de la definición clásica de Cicerón de la historia como “maestra de la vida”. El conocimiento de la historia es un esfuerzo por esclarecer los hechos ocurridos en épocas anteriores al momento de la escritura, pero también por extraer del estudio del pasado un saber de naturaleza propedéutica que pueda orientar las acciones del presente, particularmente en lo que respecta al gobierno y a la administración de la res publica. El interés de Gómara en la historia reciente de los Andes presenta una doble dimensión: por una parte, se pretende ofrecer una narración verdadera de los hechos, pero también una interpretación moral de los mismos--y del carácter de los personajes que los protagonizaron--con la finalidad de explicar las razones que motivaron las convulsiones políticas y de emplear esta comprensión preventivamente, para evitar futuros desórdenes: “y plega a Dios que no duren (las facciones en el Perú) como en Italia güelfos y gibelinos” (CXCI, 277). La necesidad de comprender las causas de los fenómenos y así precaverse contra repeticiones indeseables se hace especialmente perentoria en la delicada área andina, cuyas extraordinarias riquezas materiales--sabido es que Potosí llegó a ser la mina de plata más productiva del mundo en el siglo XVI--la transforman en codiciado botín y por ende en fuente de discordia: “ca el oro ciega el sentido, y es tanto lo del Perú, que pone admiración” (CXCI, 277). El valor moral atribuido al conocimiento historiográfico como guía para el presente no es un rasgo exclusivo del proyecto de Gómara, y puede advertirse en la obra de otros historiadores que escribieron sobre las guerras civiles del Perú.[9]
Los héroes peruanos más importantes son Diego de Almagro y los hermanos Pizarro: Francisco, Fernando y Gonzalo, principalmente; Juan ocupa un rol secundario, a pesar de que se admite que es el más valiente de una familia diestra en las armas (CXC, 276). Pese a que todos ellos se distinguen por su valor en el campo de batalla, ninguno aparece representado como un dechado de virtudes morales. Las semblanzas que les dedica Gómara alternan los rasgos positivos y las fallas de carácter para producir retratos matizados, que se relacionan causalmente con los respectivos destinos de sus dueños. El balance moral positivo con que suelen acabar los recuentos biográficos de los héroes centroamericanos se ve reemplazado por formulaciones menos categóricas y, de alguna forma, más difusas. Es el caso de Fernando Pizarro, valiente guerrero y defensor de la causa de su hermano que acaba siendo víctima de una “condición áspera”, expresada en una belicosidad excesiva y en una crueldad implacable. Esta falla de carácter le acarrea consecuencias negativas individuales, como el ser encarcelado por Almagro en el Cuzco, pero además produce disturbios en el plano público, ya que después de ser liberado de su encierro “hubo grandes y nuevos movimientos” (CXL, 200). En otras palabras, la aspereza individual de un carácter, trasladada al campo de la política, imprime su sello en la historia colectiva del área andina. La personalidad del héroe contribuye a producir un espacio social turbulento, determinado por el enfrentamiento entre españoles enemistados. Vemos así que, en la visión de Gómara, una de las tareas de la historiografía es rastrear los orígenes de los fenómenos históricos de gran escala en las sutiles imperfecciones de los caracteres de sus protagonistas.
El retrato de Diego de Almagro también traza una relación entre el individuo y la historia. Sobre el socio financista de la empresa de conquista liderada por Francisco Pizarro, se lee que “Era esforzado, diligente, amigo de honra y fama; franco, mas con vanagloria, ca quería supiesen todos lo que daba” (CXLI, 203). La vanagloria y el deseo desmedido de fama conviven, en la persona de Almagro, con el esfuerzo y la diligencia. El punto más flaco del personaje, su afán de reconocimiento, es una de las causas iniciales de sus roces y desencuentros con Francisco Pizarro y, por lo tanto, uno de los factores que desencadenan la catástrofe histórica de las guerras, además de la muerte del mismo Almagro después de ser apresado. El accionar político y militar del personaje obedece, en una medida grande, a la configuración moral de su personalidad. Cuando Francisco Pizarro viaja a España con la noticia del descubrimiento del Perú, para luego retornar a Panamá con los cargos de adelantado, capitán general y gobernador, Almagro resiente con amargura la pompa con que se recibe al héroe extremeño y se lamenta por quedar excluido de los títulos y honra de Pizarro (CX, 165). Su sed de prestigio lo lleva a sentirse celoso del reconocimiento ajeno, más que de las recompensas materiales. Es, pues, codicioso de honra, no de hacienda. A pesar de esta valoración negativa del personaje, Gómara realiza grandes esfuerzos por ser imparcial y por no condenarlo unilateralmente como villano ni sindicarlo como causante de las guerras civiles. En la caracterización de los almagristas y los pizarristas se percibe una premisa básica del historiador, la de no adoptar acrítica y abiertamente la postura de ninguno de los bandos implicados en las escaramuzas. .
El deseo de no tomar partido lleva a Gómara a ser parco en el elogio de Francisco Pizarro, héroe que, a pesar de haber descubierto el Perú con todas sus riquezas, apenas se hace merecedor de una alabanza discreta, temperada por las reservas que despiertan su origen innoble y su imprudencia. Se debe recordar que Pizarro demuestra su maestría militar en dos ocasiones centrales: la captura de Atahualpa en Cajamarca y la toma del Cuzco, en las cuales logra superar la desventaja numérica de los españoles frente a los indios. Además, en su encuentro con el soberano norteño, Pizarro ejecuta el ritual del requerimiento del modo previsto por el modelo ideal de conquista, rogando por la paz para sólo luego intervenir con violencia, una vez que el inca ha rechazado la imposición de la ley europea en el emblemático gesto de arrojar al piso la biblia que le ofrecía el padre Valverde (CXIII, 171-171). A pesar de estos méritos, Gómara es singularmente cauto y reservado cuando escribe sobre las hazañas de Pizarro, y tampoco silencia los pormenores de su bajo nacimiento. Indica, por ejemplo, que además de ser bastardo, hecho que indudablemente le resta nobleza, Francisco Pizarro era analfabeto, jugador y poco elegante en el vestir; pese a estas imperfecciones, era “animoso, valiente y honrado” (CXLIV, 209). Si la codicia de fama es el pecado mayor de Almagro, el que finalmente decreta su ruina, la caída del mayor de los Pizarro se debe a su falta de cuidado, a su negligencia cuando le toca proteger su propia vida de los esperables intentos de venganza que realizan contra él los partidarios del ajusticiado Almagro. Sucesivos errores de apreciación que le impiden comprender que existía un complot contra su vida, y actuar para desmontarlo, precipitan la muerte de Francisco Pizarro, como narra Gómara en el capítulo CXLIV. Esta falla de carácter no debe ser interpretada como un defecto menor, porque la prudencia es una de las virtudes más necesarias de todo líder político y militar que desee mantenerse en el poder.
Gómara no idealiza a Pizarro ni tampoco demoniza a Almagro. Por el contrario, procura construir una posición objetiva y trascendente a los intereses particulares de los bandos para así contemplar imparcialmente el panorama histórico. El historiador tiene una aguda conciencia de que el conflicto entre pizarristas y almagristas abunda en negociaciones apasionadas, malentendidos nunca resueltos y hechos a medio comprender, datos oscuros cuyo secreto jamás se podrá conocer; razón por la cual, la agria divisón en bandos antagónicos motivó también enfrentamientos de opinión y versiones contradictorias de la verdad. En esta encrucijada de posturas irreconciliables, de dichos y pareceres contrapuestos, existen espacios de incertidumbre que Gómara expone en tanto tales: finalmente, “como fueron bandos, cada uno habla en favor del suyo” (CXXXIV, 194). Por ejemplo, está el episodio del ingreso forzoso de Almagro en el Cuzco, cuando este se encuentra en poder de Francisco Pizarro. Si bien es innegable que la entrada de Almagro es desleal y se realiza a escondidas del Marqués, también es verdad--como admite Gómara--que, legalmente, la capital inca está localizada dentro de la jurisdicción territorial de Almagro, que tiene derecho sobre ella (CXXXIV, 193-194). Gómara no emite un juicio moral concluyente sobre el obrar de Almagro en este caso. Sus continuos rechazos a los acercamientos de Pizarro, sin duda más conciliador, aparecen representados como síntomas de una posición fuerte, incluso intransigente, pero de ningún modo como las negativas despóticas de un tirano. Otro momento clave se da cuando, después de haber rechazado por “grave” la sentencia que lo obliga a restituir el Cuzco a Pizarro, Almagro sufre una emboscada cuyos entretelones son desconocidos. Gómara especula que el responsable de tenderle la trampa a Almagro puede haber sido Gonzalo Pizarro, pero no se atreve a afirmarlo, como también deja en duda si el líder de los Pizarro supo o no de esta emboscada: “nadie creo que lo supo”, sentencia. (CXXXIX, 199). Más tarde, cuando llega al Perú una provisión real ordenando que cada cual permanezca estacionado en el territorio donde se encuentra, a pesar de estar violando la jurisdicción del otro, tanto Pizarro como Almagro ofrecen una interpretación personal de la voluntad del monarca. Almagro, que se halla en ese momento en el Cuzco, replica que no se moverá de allí, mientras que Pizarro declara que movilizará sus tropas contra la ciudad imperial, ya que Almagro se la ha arrebatado por fuerza (CXL, 200). Ambas lecturas de la situación política son presentadas y valoradas equilibradamente por Gómara. Por tal motivo, es lícito afirmar que tanto Francisco Pizarro como Diego de Almagro operan en esta primera fase de las guerras civiles peruanas como agentes productores de un espacio social fracturado, violento y ambiguo, en medio del cual el problema de la justicia y la legitimidad queda diferido, como materia difícil de desentrañar. Sin embargo, el mismo proceso histórico será el encargado de solucionar los conflictos internos y reponer la paz y el orden en las sacudidas provincias andinas.
A pesar de sus luchas y rencores, ni Almagro ni Pizarro osan cuestionar la autoridad del monarca español ni se rebelan abiertamente contra sus designios. Es diferente el caso de Gonzalo Pizarro, líder de la rebelión de los encomenderos, que se alza contra las Leyes Nuevas para proteger los intereses particulares de la clase a la cual pertenece, y que ve sus fueros cuestionados por la legislación promovida por Bartolomé de Las Casas. El tratamiento de Gómara es, en este punto particular, moderado en la condena y también inclusivo de la perspectiva de los conquistadores. En efecto, como señala Roa-de-la-Carrera, el desacuerdo entre estos y la corona aparece representado como el síntoma de una frágil compatibilidad entre los intereses propios de las colonias y las demandas de la península, precariedad que hacía difícil articular una noción sustentable de “bien común” (64, 132). Gómara pretende mantener la imparcialidad. Afirma, por un lado, que las Leyes Nuevas son promulgadas con el justo y necesario propósito de ordenar y pacificar los Andes, pero concede que son ordenanzas rigurosas cuya dureza hace explicable el descontento generado entre los encomenderos (CLI, 218-219). A la vez, asume el punto de vista jurídico de estos que oponen un conjunto de objeciones y consideraciones razonables para evitar acatarlas (CLIII, 220-221).
Lo cierto es que las Leyes Nuevas generan un grave descontento y una resistencia generalizada. Los encomenderos las interpretan como un injusto arrebatamiento de las tierras y de los indios cuya propiedad les ha sido legítimamente otorgada por el rey, argumentos de los cuales Gómara hace eco por extenso (CLVII, 225). Gonzalo Pizarro se presenta, así, como el vocero individual de una oleada de descontento social que barre el Perú, y que localiza en este personaje a su representante, a su sinécdoque. Se trata de un descontento social que termina por degenerar en proclamas radicales de autonomía, que implican incluso desestimar la autoridad del rey y nombrar a Pizarro soberano supremo de la tierra: “y todos, en fin, decían cómo aquella tierra era suya y la podían repartir entre sí, pues la habían ganado a su costa, derramando en la conquista su propia sangre” (CLXXIII, 253). A pesar de ser un rebelde y un traidor a la corona, Gómara menciona, en el capítulo dedicado a su muerte por degollamiento, que Gonzalo Pizarro es “hombre que nunca fue vencido en batalla que diese, y dio muchas” (CLXXXVI, 271). La condena al personaje está matizada por la alabanza de su coraje en la guerra, virtud heroica por excelencia, y por el hecho innegable de que, a pesar de sus excesos y de sus insubordinaciones, Pizarro recoge protestas vigentes y urgentes del mundo social andino y obra en consonancia con las voluntades de un importante sector del Perú del siglo XVI[10] que persigue autosustentarse económicamente mediante estructuras como la de la encomienda que constituye su principal fuente de ingresos (Roa-de-la-Carrera 227). Por otro lado, Jacques Lafaye también ha señalado que la oposición a los designios reales es comprensible y esperable, ya que, desde sus inicios, la empresa de conquista opera como un conjunto de expediciones privadas, económicamente autosuficientes, que no reciben apoyo de la corona para poder realizarse: más bien dependen de los recursos solventados por financistas privados, como es el caso de Diego de Almagro (35). Lafaye parte de esta premisa para postular que Gómara se alza como el defensor de los derechos de los conquistadores; sin embargo, no debe olvidarse tampoco que estos, si bien deben sufrir los rigores de unas leyes drásticas, y reaccionan comprensiblemente contra ellas, también son presa de la codicia, pecado que el oro del Perú despierta en pechos de españoles y de indios por igual, como sentencia Gómara en los dos capítulos de las “consideraciones” (CXC y CXCI, 276-277).
En esta breve pareja de capítulos, Gómara enumera los españoles con cargos políticos que han muerto en el Perú y se pregunta por las causas de tan impresionante mortandad: “De cuantos españoles han gobernado el Perú no ha escapado ninguno, sino es Gasca, de ser por ello muerto o preso, que no se debe poner en olvido” (CXC, 276). Estas consideraciones, severo balance de una historia enrevesada y sanguinaria, contienen la clave para interpretar, en tanto fenómeno historiográfico de larga duración, los desórdenes causados por las guerras civiles del Perú. Se trata, como lo prescribía la preceptiva histórica de la época, de una clave moral, pero también espacial. De acuerdo con ella, las guerras civiles no pueden ser explicadas aisladamente. Las rivalidades entre Huáscar y Atahualpa por el control del Tahuantinsuyo se insertan en el mismo marco, descrito como un desafortunado entrelazamiento de factores materiales objetivos y motivaciones morales subjetivas: “Atribuyen los indios, y aun muchos españoles estas muertes y guerras a la constelación de la tierra y riqueza; yo lo echo a la malicia y avaricia de los hombres” (CXC, 276). Lo material está dado por las características del espacio natural andino. Su generosa dotación de metales preciosos constituyó, desde tiempos prehispánicos, una potencial fuente de conflictos y un imán para la codicia. Lo moral está dado, precisamente, por la respuesta humana a las tentaciones del espacio, sea bajo la forma de la codicia de fama de Almagro, queriendo hacerse con la posesión del Cuzco, o bajo la forma de la rebelión de los encomenderos, quienes “han seguido siempre al que pensaban que les daría más y presto” (CXCI, 277), es decir a Gonzalo Pizarro, y “han dejado al rey porque no les tenía de dar” (CXC, 277). En general, son los pecados de malicia, avaricia, codicia, ira y envidia los que, despertados y fomentados por un medio pletórico de tentaciones, explican las guerras civiles entre españoles y los conflictos entre los mismos indios. En otras palabras, los defectos de carácter, las fallas de personalidad que Gómara reparte generosamente entre el elenco de héroes y antihéroes peruanos producen una violencia anómala, desvirtuada, que se aleja de la violencia funcional de la guerra justa contra los indios y genera guerras injustas y fraticidas entre miembros de una misma nación, embarcados en un mismo proyecto imperial. La lección moral que se puede extraer de los capítulos peruanos de la Historia general es clara: el correcto servicio a los intereses de la corona pasa por un refrenamiento de las pasiones negativas. De lo contrario, el castigo para los culpables los alcanza por efecto de sus propios pecados, como una consecuencia lógica de sus faltas: “...pues el tiempo y sus pecados los castigaron después, ca todos ellos acabaron mal, como en el proceso de su historia veréis”. (CXVIII, 178).
Considero que el problema propuesto por la realidad peruana al modelo explicativo de la Historia general se encuentra estrechamente relacionado a un punto nodal, el ejercicio de la violencia. La anomalía experimentada en el Perú, la desviación del modelo ideal de descubrimiento y conquista, construye un espacio social convulso, políticamente desorganizado, económicamente improductivo, reacio a encuadrarse en las expectativas de la corona, contrario en todo sentido al espacio social ideal de una colonia regulada. El problema al que se enfrenta Gómara puede ser definido como una alteración radical en la orientación y en el propósito de la ejecución de la violencia. Las alteraciones que explican las guerras civiles son la consecuencia de vicios morales que pervierten la actuación del héroe colonial y redireccionan su violencia hacia los suyos, hacia otros españoles, generando disputas intestinas, cuando lo adecuado es que esta se dirija contra los indios rebeldes. Naturalmente, las disputas son facilitadas por el hecho de que el sistema colonial peruano es bicéfalo en tiempos de guerra civil y, por lo tanto, se revela proclive a generar choques de poder entre las fuerzas existentes (Lafaye 71). Ahora bien, estas desviaciones de la norma, encarnadas en figuras ambivalentes como la de Gonzalo Pizarro, no deslegitiman el modelo ideal de producción espacial esbozado por Gómara, sino que más bien someten a prueba su capacidad para trazar retratos de gran complejidad moral cuya finalidad es historiográfica y didáctica en un sentido ciceroniano clásico: funcionan como contraejemplos, como guías de prevención para el futuro, para alimentar la prudencia y sabiduría de los líderes de las repúblicas y evitar que los mismos conflictos se repitan.
En cuanto a la exploración moral de caracteres negativos, Gómara parece apartarse de un principio básico de la historiografía renacentista resaltado por Fox Morcillo en su Diálogo sobre la enseñanza de la historia: “y ya que la finalidad de leer historia es la recta ordenación de la vida humana, no sólo se ha de invitar a los hombres con buenos ejemplos a actuar correctamente, sino también parece más útil callar lo depravado y vicioso para que no dañe y de alguna manera aconseje a los más inexpertos” (217). Gómara se aleja de la preceptiva al poner en escena un conjunto de contraejemplos morales sin silenciar su contenido moral negativo, pero la finalidad implícita en ello es, en conclusión, la de facilitar la actuación correcta y la recta ordenación de la vida humana, en consonancia con la ortodoxia historiográfica de su tiempo.[11]
Lefebvre afirmaba que los espacios producidos por sociedades determinadas suponían una materialización de su ser social a través del ejercicio de determinadas prácticas (101). La idea de que existe una correspondencia entre los modos de organización social de las colectividades humanas y las realidades espaciales que estas producen, conduce a la conclusión de que, a formas sociales diferentes, corresponderán espacios disímiles. Según la visión historiográfica que ofrece Gómara, el ser social de los territorios caribeños y centroamericanos colonizados durante el siglo XVI, difiere sustancialmente del que predomina en el Perú. En primer el ámbito geográfico, los héroes coloniales suelen actuar, con ciertas excepciones, como agentes de una violencia funcional y productiva, autorizada por la religión y patrocinada por la corona, cuya consecuencia es la producción de un espacio social políticamente organizado, económicamente rentable, pacificado de rebeliones indígenas, y liberado del yugo de las idolatrías y prácticas inmorales propias de los bárbaros que habitaban aquellas tierras. Por el contrario, en el medio andino, los españoles que protagonizan las dinámicas de producción espacial no son héroes idealizados, sino sujetos moralmente ambiguos, dotados de virtudes guerreras así como de vicios de carácter, que ejercen una violencia endogámica y caótica, cuya consecuencia es la producción de un espacio social sujeto a constantes vaivenes políticos, sometido a feroces movimientos de insubordinación social, y expuesto a desórdenes de toda índole que dañan la productividad económica y comprometen las ganancias de la corona española. Las profundas diferencias entre estos dos espacios sociales apunta, a mi entender, a una estrategia historiográfica de doble propósito: por una parte, el núcleo espacial caribeño-centroamericano plantea un modelo idealizado de descubrimiento y conquista, asentado sobre el accionar de héroes moralmente incuestionables; mientras que, por contrapartida, el núcleo espacial peruano postula el reverso, el anti-modelo, el contra-ejemplo moral, con una finalidad preventiva ulterior. Esta estrategia dicotómica le permitió a Gómara, a su vez, cumplir con los requisitos de su ambicioso proyecto historiográfico, que exigía realizar un esfuerzo de legitimación de las acciones militares de los españoles en territorios americanos, al mismo tiempo que demandaba construir un aparato moral-propedéutico que proveyera, mediante la comprensión de los disturbios del pasado, un modelo de acción para el futuro. Para satisfacer ambos requisitos, el de legitimación y el de prevención, fue necesario generar textualmente un referente histórico-geográfico cuya complejidad pudiera acoger tanto al modelo como al anti-modelo. La clara bipartición espacial y moral de la Historia general de las Indias responde a esta doble necesidad.


Notas:


[1] Trabajo con la edición bilingüe anotada y traducida del latín original por Angel Losada: Demócrates segundo o de las justas causas de la guerra contra los indios. Madrid: Consejo superior de investigaciones filosóficas, Instituto Francisco de Vitoria1, 1951.
[2] Hay que aclarar que este modelo ideal no es de carácter descriptivo sino performativo. La Historia general no opera como una determinada representación del espacio, ni como una descripción de realidades espaciales extratextuales; por el contrario, el texto mismo actúa como una fuerza productora que colabora en la generación de referentes: “We may be sure that representations of space have a practical impact, that they intervene in and modify spatial textures which are informed by effective knowledge and ideology” (Lefebvre 42). El hecho de que se trate de un texto historiográfico no disminuye esta capacidad de intervención. Como señala Ricardo Padrón, la producción espacial de América tuvo entre sus artífices a la escritura historiográfica, que se encargó de generar--en otras palabras, de “mapear”--el nuevo espacio donde se desarrolló la dinámica de la sociedad colonial: “Historical narratives make their contribution not only by characterizing the other or by emplotting the historical relationship between self and other but, more fundamentally, by mapping the regions in which their stories unfold” (21).
[3] Para Lefebvre, el término “estrategia” guarda una estrecha relación con la producción espacial, y engloba una multiplicidad de prácticas que no excluyen la violencia: “The term “strategy” connotes a great variety of products and actions: it combines peace with war, the arms trade with deterrence in the event of crisis, and the use of resources from peripheral spaces with the use of riches from industrial, urban, state-dominated centres” (84).
[4] Así lo formula Sepúlveda: “Hay además otras causas que justifican las guerras, no de tanta aplicación y tan frecuentes; no obstante, son tenidas por muy justas y se fundan en el Derecho natural y divino. Una de ellas, la más aplicable a esos bárbaros vulgarmente llamados indios, de cuya defensa pareces haberte encargado, es la siguiente: que aquellos cuya condición natural es de tal deban obedecer a otros, si rehúsan su imperio y no queda otro recurso, sean dominados por las armas; pues tal guerra es justa según opinión de los más eminentes filósofos” (19).
[5] Gómara es capaz de ingresar en esta discusión sobre la base de su autoridad como historiador. Por otra parte, una estrategia que encontramos en la Historia general para validar el conocimiento consiste en la ficcionalización de múltiples yos protagonistas--pero no narradores, ya que todos obedecen a la voz omnisciente del autor implícito--. En un sentido alternativo y oblicuo, la presencia de estos yos refuerza el argumento de Anthony Pagden sobre la autoridad autóptica, que se concentra en la relevancia del individuo y de su testimonio para dar cuenta de una realidad sin precedentes textuales.
[6] Es posible contrastar el modelo de conquista y evangelización ofrecido por Gómara con el modelo antagónico de Las Casas. En La brevísimia relación, especialmente en "Del Reino de Yucatán", vemos ejemplos de este otro modelo basado en la prédica y en la paz. De acuerdo con él, los agentes del proceso deben ser los frailes y este debe ser enteramente pacífico. Las Casas pretende mostrar que la conquista violenta es innecesaria puesto que la respuesta de los indios a la presencia de los frailes es, invariablemente, de bienvenida y acogimiento; las relaciones amistosas y productivas entre frailes e indios sólo se rompen por la intrusión maligna de los conquistadores, culpables de ejecutar una violencia injusta y además prescindible con la única finalidad de lucrar. Para Gómara, por el contrario, el método de predicación pacífico es una técnica ingenua y utópica, anacrónica y fracasada. La conquista militar es necesaria por razones pragmáticas, pese a que la forma ideal--mas impracticable-- sería la pacífica: “Muchos que favorecieron la intención de aquellos frailes conocen ahora que por aquella vía mal se pueden atraer los indios a nuestra amistad ni a nuestra santa fe; aunque si pudiese ser, mejor sería” (XLV, 66).
[7] Roa-de-la-Carrera analiza así esta escena: “Gómara did not object to Balboa’s violent behaviour when he tortured and sicced his dogs on the Indians under the pretext of punishing their sodomy but with the real intent of getting their gold” (208). Precisamente, Gómara no objeta las prácticas violentas de Balboa porque estas prácticas son un producto de la escritura de Gómara. Además, la diferenciación entre “pretexto” e “intención” para explicar los vínculos entre la dimensión material y la dimensión espiritual-moral de la conquista, conlleva a una simplificación que desestima los matices más interesantes de la dialéctica realmente existente entre estos dos planos.
[8] “Veis allí, amigos míos, lo que mucho deseábamos. Demos gracias a Dios, que tanto bien y honra nos ha guardado y dado. Pidámosle por merced nos ayude y guíe a conquistar esta tierra y nueva mar que descubrimos y que nunca jamás cristiano la vio, para predicar en ella el santo Evangelio y bautismo, y vosotros sed lo que soléis, y seguidme; que con favor de Cristo seréis los más ricos españoles que a Indias han pasado, haréis el mayor servicio a vuestro rey que nunca vasallo hizo a señor, y habréis la honra y prez de cuanto aquí se descubriere, conquistare y convirtiere a nuestra fe católica”. (LXII, 93-94).
[9] Es notorio el caso de Pedro Cieza de León, quien en la primera parte de su Crónica del Perú explora las formas de control, los sistemas de organización social y las redes de comunicación desarrollados por el Tahuantinsuyo con el claro propósito de identificar en la experiencia inca ciertos modelos reutilizables para la construcción de un espacio andino organizado en la segunda mitad del siglo XVI, como propone Sabine MacCormack en su libro On the Wings of Time: Rome, the Incas, Spain and Perú.
[10] En general, creo que la caracterización que se ofrece de los conquistadores peruanos es compleja y no se puede reducir únicamente a su faceta negativa. La incitación a la violencia política propia de un medio rico en metales, sumada al hecho de que los conquistadores peruanos aparecen dotados de virtudes épicas, torna inexacta y unilateral la opinión que mantiene al respecto Roa-de-la-Carrera: la de que estos carecen de elementos heroicos por completo, y que lejos de concebirse a sí mismos como apóstoles de la fe, son seres amorales que sólo responden a una motivación económica (Roa-de-la-Carrera 211).
[11] El proyecto de producción de espacio social que se encuentra en Gómara es coherente con el carácter del género historiográfico en el siglo XVI español. Para Fox Morcillo en su Diálogo sobre la enseñanza de la historia, la historia es exposición verdadera de los hechos graves y elevados, pero también adornada, es decir, rígidamente codificada en términos de estilo y de forma, para así alcanzar un grado de perfección que aspire a la duración inmortal (213). En su ornamentalidad, la concepción historiográfica del siglo XVI marca distancias frente a la historiografía positivista moderna, afanada en la persecución de una verdad única que se creía existente más allá de los puntos de vista discursivos que pretenden registrarla. Gómara es consciente de las mediaciones y limitaciones del conocimiento histórico. Se inscribe, en virtud de esta conciencia, en la práctica de los historiadores humanistas que Glen Carman ha definido como una disciplina autorreflexiva (37), que opera bajo una modalidad argumentativa en la cual la narratio incorpora, para poder validarse en tanto conocimiento, un discurso ideológico implícito de intencionalidad persuasiva (44). En este sentido, la historiografía renacentista persigue la producción retórica de una verdad que se compagina con el proyecto de producción espacial en virtud de su dimensión performativa.




Obras citadas:


Carman, Glen. Rhetorical Conquests. Cortés, Gómara and Renaissance Imperialism. West Lafayette: Purdue University Press, 2006.
Cosgrove, Denis. Apollo’s Eye: a Cartographic Genealogy of the Earth in the Western Imagination. Baltimore: Johns Hopkins University Press, 2001.
Fox Morcillo, Sebastián. De historiae institutione dialogus. Sevilla: Servicio de publicaciones de la Universidad Alcalá de Henares, 1999. Traducción de Antonio Cornejo Ocaña.
Lafaye, Jacques. Los conquistadores: figuras y escrituras. México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1999.
Las Casas, Bartolomé de. Brevísima relación de la destrucción de las Indias. Madrid: Sarpe, 1985.
Lefebvre, Henri. The Production of Space. Trans. Donald Nicholson-Smith. Oxford, OX, UK; Cambridge, Mass., USA : Blackwell, 1991.
López de Gómara, Francisco. Historia general de las Indias. Ed. Gurría Lacroix, Jorge.
24 Nov. 2008. 1 Dec. 2008. Ed. digital de la Biblioteca Ayacucho. http://www.bibliotecayacucho.gob.ve/fba/index.php?id=97&backPID=87&begin_at=104&tt_products=110
Padrón, Ricardo. The Spacious Word: Cartography, Literature, and Empire in early Modern Spain. Chicago: University of Chicago Press, 2004.
Pagden, Anthony. “Ius et Factum: Text and Experience in the Writings of Bartolomé de Las Casas”. Representations 33 (Invierno de 1991): 147-62.
Roa-de-la-Carrera, Cristián. Histories of Infamy: Francisco López de Gómara and the Ethics of Spanish Imperialism. Trans. Scott Sessions. Boulder: The University of Colorado Press, 2005.
Sepúlveda, Juan Ginés de. Demócrates segundo o de las justas causas de la guerra contra los indios. Ed. Losada, Ángel. Madrid: Consejo superior de investigaciones filosóficas, Instituto Francisco de Vitoria1, 1951.


Carlos V (por Tiziano).




*Delaware Review of Latin American Studies, Vol. 11, n° 1, June 30, 2010.
http://www.udel.edu/

jueves, 16 de septiembre de 2010

NUEVA ESPAÑA VERSUS MÉXICO: HISTORIOGRAFÍA Y PROPUESTAS DE DISCUSIÓN SOBRE LA GUERRA DE INDEPENDENCIA Y EL LIBERALISMO DOCEAÑISTA

Miguel Hidalgo y Costilla.


Agustín de Iturbide.


Fernando VII (por F. Goya).








Por Manuel Chust y José Antonio Serrano*






Próximos a los Bicentenarios, es pertinente preguntarnos ¿qué se celebrará? En México la independencia se conmemora cuando fracasó –1810– y pasa casi desapercibida u omitida cuando triunfó –1821–. Hasta principios de los años sesenta del siglo XX, el sistema educativo mexicano cumplió con el cometido para el que fue diseñado, elaborar toda una teoría nacionalista por la que los artífices de la gesta nacional fueron en primer lugar Hidalgo, el cura párroco de Dolores, y en segundo lugar Morelos, el eclesiástico michoacano. Nada nuevo en el universo de la construcción de los Héroes de las independencias latinoamericanas, tal y como planteamos en otros estudios. Nacionalismo exultante, hegemónico y dominante que laminó durante décadas cualquier otra interpretación distinta a las gestas heroicas de los grandes hombres de las independencias y que construyó en torno al panteón de Héroes su historia que reveló como Nacional. Como ya hemos planteado, esta lectura se caracterizó por aglutinar hábilmente a historiadores de un amplio abanico ideológico, es más, para el caso mexicano fue asumida pronto por una izquierda afanosa de ver en los movimientos de Hidalgo y Morelos la consumación de un ser nacional popular, multirracial, indigenista, levantisco, contestatario, que reunía la verdadera esencia de lo que se construyó como el ser histórico nacional mexicano. Ésa fue la verdadera independencia mexicana, los verdaderos valores que el criollismo liberal no dejó triunfar en 1810 para imponerse una década después con planteamientos autoritarios y oligárquicos que recordaban más al Antiguo Régimen que a la construcción de uno nuevo. Ésa fue la primera traición al pueblo mexicano, según esta historiografía. Traición en la que también estaba implicada la forma de gobierno monárquico y no republicano. No obstante esta lectura historiográfica que traspasaba –no lo olvidemos- los límites de la denostada y vilipendiada, ahora, Historia de Bronce o Historia Patria, empezó a ser superada en la década de los sesenta por un fenómeno cultural y académico en toda América Latina del que México no fue una excepción: el aumento de centros universitarios, la proliferación en ellos de licenciaturas no sólo en ciencias sociales y humanas sino también –y esto es lo relevante- en historia, la consiguiente aparición de una serie de generaciones de historiadores que se acercaron a sus investigaciones provistos de un aparato metodológico y conceptual crítico con las fuentes y desde la exhumación de acervos documentales, la formación también de grupos de historiadores mexicanos en Europa, especialmente en la Francia de los Annales, en la Inglaterra de la Historia Social, así como en las universidades de los Estados Unidos que, al socaire de la Revolución cubana y en plena Guerra Fría, despertó en potentes fundaciones un interés creciente e inusitado por formar en sus centros a los mejores y más brillantes estudiantes latinoamericanos al dotarlos con becas para desarrollar sus trabajos. Esta siembra multiconceptual obtuvo su cosecha en la historiografía mexicana. En pocos años estas generaciones de historiadores soterraron vorazmente y desde distintas metodologías la Historia Patria al tiempo que construían desde esa misma formación intelectual –lo cual no será gratuito- toda una nueva construcción interpretativa del período 1808-1821 y de su continuidad en 1821-1835. Período histórico en donde, a nuestro parecer, el triunfo de la independencia conllevó además el del Estado-nación mexicano.




1. ¿QUÉ REVOLUCIÓN? LA MEXICANA… DE 1910


Y junto al nacionalismo, otro acontecimiento mayúsculo del México del siglo XX se convirtió en un poderoso haz de luz que en gran parte condicionó las lecturas historiográficas del siglo diecinueve mexicano, un auténtico sismo que influyó durante décadas de manera muy notable en la “visión” que se tenía o se tiene sobre el siglo XIX mexicano. Ese factor poderosísimo se llama Revolución Mexicana. O, deberíamos decir, La Revolución Mexicana, en mayúsculas. Durante muchas décadas, para un amplio espectro de las ciencias sociales y humanas, la Revolución Mexicana se vio como el estereotipo de la “verdadera” Revolución en la Historia de México. Se trasladó y fundó un “modelo” de revolución. Es “la” Revolución, dado que se produjeron cambios en el sistema económico y en la estructura del Estado, el cual tras ella se vio reforzado y fortalecido y convertido en un Estado nacional. Revolución en el amplio sentido del concepto porque estableció incuestionables logros sociales, fue producto de movilizaciones político-económicas de las clases populares y alcanzó magnitudes colosales de cambios internos y repercusiones internacionales. Se ha considerado, se sigue considerando, con razón, que fue el período más importante de la historia de México: en cuanto al volumen historiográfico que ha generado y que sigue generando, en cuanto a la cantidad de revistas especializadas y de investigación que surgieron dedicadas a su estudio, por el número de instituciones y centros especializados en la investigación, por las publicaciones, proyectos de investigación, etc. Acontecimiento que ha influido tan notablemente en México como en Francia la Revolución francesa.
Desde el mirador de la Revolución Mexicana se interpretó y analizó un Ochocientos en donde prevalecerían las características de un pasado presidido por la “anarquía”, golpes de estado incesantes, debilidad o inexistencia del Estado, guerras intestinas, enfrentamientos, falsos liberales y liberales falsos, caudillos, “caudillotes”, etc. Un siglo diecinueve que se interpretó también desde un pasado colonial cartesiano, burocratizado, sistematizado y con elementos vertebradores y de unión como la Corona y la Monarquía. Y es más, como si el Antiguo Régimen no hubiera sufrido también una evolución, desgaste y agotamiento desde el siglo XVI al XIX. Etapa decimonónica que estuvo culminada con otro periodo de restablecimiento del “orden” que fue el Porfiriato.
Bajo este “prisma revolucionario” de la Revolución Mexicana a partir de la década de los treinta se examinaron otros procesos históricos, otras situaciones revolucionarias acontecidas, claro está, en el siglo XIX. Desde esta dimensión revolucionaria mexicana, se establecieron las características que tendría que tener una revolución para ser considerada como tal. Es decir, se consolidó un “modelo” revolucionario.
La conclusión es que, desde esta perspectiva, se sometió a una dura e irreal prueba anacrónica al siglo XIX. El resultado durante muchas décadas fue que el siglo XIX, hasta el Porfiriato, fue no sólo un “caos” incomprensible, sino también décadas de invertebración del Estado, mosaico de atomización del poder que explicaba el caudillismo para finalmente desterrar cualquier propuesta de analizar rigurosamente un período de cambio revolucionario que palidecía ante los estudios y conclusiones que había producido la Revolución Mexicana. Es más, el periodo, creemos que revolucionario en muchos aspectos, de Benito Juárez fue calificado de “la Reforma” es decir, de reformista ya que no llegaba a alcanzar los parámetros verdaderamente revolucionarios de 1910. Cada vez más, la Revolución Mexicana se volvió un proceso histórico que no sólo irradiaba hacia el presente político sino oscurecía el pasado decimonónico al volverse un arquetipo revolucionario excluyente y hegemónico. En definitiva, para gran parte de la historiografía mexicana hasta los años ochenta, en 1910 se alcanzó el triunfo revolucionario “verdadero” y, por lo tanto, no hubo “otra” revolución. Como si las “revoluciones” no tuvieran apellidos que adjetivaran su carácter. Concepto Revolución que etimológicamente quiere decir cambio, pero cambio ¿de qué?, o respecto ¿a qué? Pero no se trata aquí de realizar una historia de los conceptos, que está de moda, sino los conceptos en la Historia. Además, para muchos historiadores, nacionales o extranjeros, que veían desde la atalaya de la Revolución Mexicana, la estudiaran o simplemente la contemplaran, el siglo XIX les parecía y lo interpretaron como tal, como una prolongación de la época postcolonial [1], donde se podían apreciar las enormes continuidades del colonialismo español enquistadas en un Estado débil, pusilánime que decía ser liberal pero que en realidad no era más que la continuidad de la época tardo-colonial que mantenía a la mayor parte de la población –sobre todo se hacía hincapié en la vertiente étnica y racial- en la más absoluta pobreza, degradación y exclusión. Incluso agravando su situación socio-económica dado que a las comunidades indígenas se les habían arrebatado sus tierras en “desalmadas” desamortizaciones que transformaban las tierras de comunidad en propiedad privada. Y no sólo para México, en Europa también se instaló esta interpretación respecto a los campesinos [2]. Desde estos parámetros, el análisis de la insurgencia de Hidalgo y Morelos se interpretó desde una caracterización revolucionaria popular pero también desde la asunción del fracaso debido a, especialmente, la “traición” por parte del liberalismo –criollo insurgente o gaditano- contra la vertiente marcadamente popular y étnica de la insurgencia. Porque… ¿qué otra revolución si no la de 1910 había triunfado en la historia mexicana? Es por ello que en algunas de sus explicaciones, la Revolución
Mexicana se interpretó como el verdadero final de la colonia, la verdadera y definitiva ruptura con las raíces coloniales y postcoloniales, de las cuales el Porfiriato era su última y más refinada expresión. Es más, el propio François-Xavier Guerra realizó su tesis de doctorado interpretando el final del Antiguo Régimen en el Porfiriato y analizando la… Revolución Mexicana [3].
Y vale la pena destacar que la Revolución Mexicana, como acontecimiento, proceso histórico y compendio de estudios sobre ella, vino a poner en evidencia los límites sociales, económicos y políticos del liberalismo para la mayor parte de la población mexicana. Las interpretaciones históricas descendían a la realidad política y social. Descendían y trascendían. Nada nuevo podríamos pensar, pero hay que significarlo y decirlo. Tras su triunfo como Revolución y tras el triunfo como Revolución Institucionalizada, el liberalismo se analizó desde un prisma teórico, sociológico, politológico, económico, etc. Pero no histórico, es decir, históricamente determinado. Liberalismo sí pero… ¿cuándo?, ¿dónde? Porque si bien el concepto puede ser el mismo, su evolución no lo es, como intentaremos explicar más adelante, lo cual no significa necesariamente, ni mucho menos, que estos autores se identifiquen políticamente con este rescate. Liberalismo que quedó a la altura de los años treinta del siglo XIX como un proyecto fracasado, desprestigiado, antipopular, propio de un proyecto político de una elite con perspectivas y sueños “europeos” y no mexicanos. A diferencia de la que era la Revolución que consolidaba cada vez más un apellido nacional –mexicana- que institucionalizaba un nacionalismo revolucionario. Revolución, y nos repetimos, desde el punto de interpretación político, historiográfico e histórico que incluyó y amalgamó a casi toda la izquierda mexicana hasta el punto de que el Partido Comunista Mexicano estuvo apoyando la política del PRM-PRI hasta la década de los cincuenta del siglo XX. En síntesis, buena parte de la historiografía progresista mexicana sostuvo, y así se interpretó, una concepción peyorativa del “liberalismo” como “algo” –teoría, ideología, Estado- que había creado la propiedad privada, mantenido la hegemonía de los grandes propietarios, arrebatando o “robándoles” las tierras a las comunidades indígenas, manipulando, traicionando y engañando a la población, manteniendo un carácter antiindígena y evidenciando un sistema no democrático, alienado y aliado con el imperialismo norteamericano.
Interpretación del liberalismo que convivió paralela a otras de diferentes procedencias como la católica-jurídica, la Historia Patria, la indigenista o la dependentista. En suma, unas perspectivas historiográficas que fueron permeadas por el nacionalismo, la Revolución Mexicana y el fracaso del liberalismo decimonónico. Desde estas perspectivas, y no desde la de la Historia Oficial o Historia Patria, la insurgencia mexicana se analizó como los antecedentes revolucionarios “verdaderos” dado que mantenía unas características –diferentes a la mayor parte de la insurgencia hispanoamericana- de movilización popular, con altos componentes étnicos y raciales. Es más, a diferencia de Suramérica, las clases populares en México no sólo no se habían unido a los realistas sino que habían encabezado y movilizado la insurgencia contra la “opresión” del régimen colonial español, incluyendo valores revolucionarios como la justicia social, la ocupación y reparto de tierras, la abolición de la esclavitud, etc. Historiadores que veían en la insurgencia de Hidalgo y Morelos los principios de un movimiento de Liberación Nacional, como los acontecidos en los años 50 y 60 surgidos en América Latina, pero también en Asia y África tras la resaca anticolonial después de la II Guerra Mundial. Y, otra de las guindas, un movimiento insurgente que además de popular, antiespañol, antirrealista contenía un alto grado de religiosidad “nacional”, autóctona a diferencia del “liberalismo”. Y en esta visión e interpretación dicotómica, el otro antagonista, los “españoles”, dejaron de ser “peninsulares” para adquirir una nacionalidad confrontadora y antagonista con la naciente mexicana. Españoles que pronto adquirieron una categoría más política que la mera geográfica y de nacimiento: “realistas”. Categoría que venía a ser más precisa para la insurgencia y para el triunfante Estado mexicano en los años veinte en cuanto a que englobaba a todos aquellos que no se decantaron por la independencia, es decir, aquellos que pertenecían a la oligarquía novohispana y que “traicionaron” a los “mexicanos” por no encuadrarse en la liberación nacional. La lectura se hizo así más global, el realismo o monarquismo era la forma a combatir por el republicanismo, el “buen gobierno” contra el “mal gobierno”. Insurgentes patriotas frente a realistas traidores, aquellos que lo eran por su nacimiento o por sus vinculaciones y enriquecimiento gracias al colonialismo y a sus instituciones de Antiguo Régimen en la Nueva España y, por tanto, reaccionarios, oligarcas, monárquicos y conservadores. En este sentido entendemos más la aversión historiográfica hacia Agustín de Iturbide, que llega hasta el siglo XXI, y que es tal que incluso, salvo excepciones, trasciende a tan alto nivel que cubre con su manto apriorístico a un periodo histórico que cada vez nos parece más importante, 1821-1823, para explicar el Estado-nación mexicano surgido precisamente a partir de esas fechas [4]. A partir de aquí se van a establecer una serie de silogismos que llegan hasta nuestros días. Interesante porque nos ayuda a comprender una parte, no toda, de la agria aversión que parte de la historiografía considera ya no sólo la primera mitad del siglo sino cualquier propuesta de situar en el periodo 1808-1835, los límites de una revolución liberal.




2. CRISIS DEL PARADIGMA: REVOLUCIÓN MEXICANA Y REINTERPRETACIÓN DEL LIBERALISMO


Estas interpretaciones del liberalismo de la primera mitad del siglo XIX comenzaron a cambiar a fines de los cincuenta. En 1957 Nettie Lee Benson [5] publicó su estudio sobre el Federalismo mexicano y sus orígenes gaditanos demostrando el entronque común entre el Doceañismo y el Estado federal a partir, especialmente, de las diputaciones provinciales.
Toda una novedad que irrumpe en el panorama historiográfico mexicano porque estas premisas, liberalismo-republicanismo federal, eran una de las bases de las explicaciones de la historiografía conservadora y católica sobre la creación del Estado-nación mexicano. Sin embargo la investigadora norteamericana no era “sospechosa” ni mucho menos de ambas, es más hizo gala en sus estudios de un aparato crítico envidiable que era más difícil de objetar que las meras conclusiones ideológicas- políticas, menos empíricas y más jurídicas. Benson se anticipó a su época diez años. Su estudio abrió un nuevo frente que se creía cerrado al mantener una premisa innovadora: el liberalismo podía haber tenido en el siglo XIX, durante momentos coyunturales, una capacidad importante de cambio.
Cambio que había provocado, bien desde el evolucionismo bien desde las transformaciones, la ruptura cualitativa con el Antiguo Régimen que devino en un nuevo Estado, el federal. La diferencia notoria en estos planteamientos es que estos autores sostenían que estas transformaciones se habían producido mediante instituciones y procesos electorales creados en las Cortes de Cádiz. Cortes que de “españolas” pasaban a su concepción de “hispanas” y en donde los diputados novohispanos tuvieron,
no sólo una participación muy importante, sino que además trascendieron con sus propuestas a los decretos y a los artículos de la Constitución. Al tiempo que fueron capaces incluso en los años veinte de establecerlos en el México independiente, al menos hasta 1826 con la creación de las constituciones de los estados [6]. Y junto con Benson, Charles Hale es otro de los clásicos que planteó una de las novedosas vías de reinterpretación de la independencia y de los años siguientes, acerca del “liberalismo” y de los periodos liberales como fases de la historia desacralizando sus anatemas post-revolucionarios [7]. Su propuesta afinada y significativa: el liberalismo de José María Luis Mora. Un político y un pensamiento que se acerca a lo que en los años noventa y principios del siglo XXI será la contraofensiva del “republicanismo clásico”. Un liberalismo crítico con el Antiguo Régimen, que prima el Estado frente al individuo, antagónico con el corporativismo, e incluso, con signos de laicismo. Mas los libros de Netie Lee Benson y Charles Hale no lograron llamar la atención de los historiadores del siglo XIX acerca de lo oportuno y deseable que era estudiar el liberalismo antes de la reforma. Es significativo que su obra clásica sobre la Diputación Provincial se haya reeditado en español sólo hace unos años, en 1994. El estudio del liberalismo cobró relevancia a partir de los años ochenta del siglo pasado debido a varios acontecimientos, entre los que apuntamos en primer lugar los relacionados con la suerte del paradigma “Revolución Mexicana”. Tres hechos trascendentales en la historia de México y en la historia universal van a cambiar el rumbo en la perspectiva de las interpretaciones de la Revolución mexicana y, con ella, de los orígenes del Estado-nación mexicano. En primer lugar, el cuestionamiento de los logros de la revolución de 1910. En la década de los años cuarenta, Daniel Cosío Villegas y Jesús Silva Herzog [8], y con ellos otros más, escriben de manera crítica sobre el sentido histórico de 1910, al punto de que se cuestionan si la revolución ha muerto. Es en este contexto, o mejor dicho alimentado por este contexto intelectual, cuando Cosío Villegas establece el seminario de Historia Moderna de México y publica, en 1955, el primer volumen sobre la Reforma liberal de Juárez. Cosío rescata el liberalismo pero no el de la primera mitad del siglo XIX sino el de Benito Juárez. Y además con una raigambre modernizadora que la hará fracasar el Porfiriato y, atención, la propia Revolución Mexicana. Es obvio que los tiempos historiográficos en estos años sesenta están cambiando. Juárez y su “liberalismo” fueron
rescatados frente no sólo al porfirismo sino también a la Revolución Mexicana. Y si en la década de los cuarenta y cincuenta los intelectuales se preguntaban si la Revolución Mexicana había muerto, después de 1968, después de la matanza de Tlatelolco, el acta de defunción fue expedida y gritada. La Revolución “institucionalizada” era cuestionada por autoritaria, ademocrática y, ahora, represiva. Al mismo tiempo su discurso anti-liberal empezaba también a ser puesto en duda. 1968 significó, en ese sentido, un cuestionamiento general del PRI, de los logros de la Revolución, de la Revolución que se ha institucionalizado. Censura que también se evidencia en las casi primeras críticas por parte de intelectuales prestigiosos como Octavio Paz y Enrique Krauze.
En tercer lugar, el panorama mundial de la izquierda también estaba cambiando. Hubo una revolución a fines de los años cincuenta que también sacudió al mundo, y especialmente, a América Latina: la Revolución Cubana, una revolución socialista. En la isla caribeña acaeció sí una revolución, pero sobre todo socialista. Y este hecho histórico repercutió en la historiografía mexicana, en particular sobre el México posterior a 1910. En América Latina sucedieron en el siglo XX dos revoluciones, y a partir de 1960, la importante como paradigma de investigación y como bandera política de la inmensa mayoría de los intelectuales de izquierda fue la cubana. Fue inevitable que los historiadores de la Revolución Mexicana la compararan, explícita o implícitamente, con la caribeña. Y en la comparación la desventaja estaba en contra de la Revolución Mexicana. A ésta, los llamados historiadores revisionistas, es decir, la generación post-Cuba y post-68, la estudiaron con ojos críticos buscando sus debilidades, las cuales rápidamente encontraron. De ser la “primera revolución social del siglo XX” pasó a ser “La Gran Rebelión”, según Ramón Eduardo Ruiz [9]; la “Revolución interrumpida”, en palabras de Adolfo Gilly [10] o una “Revolución burguesa”, al entender de Arnaldo Córdova [11]. Y en lo que respecta a este estudio, vale la pena destacar que estos cuestionamientos de los historiadores revisionistas hicieron tambalear el paradigma de la Revolución Mexicana, es decir, el eje articulador de la historia moderna y contemporánea de México.
Sin duda, el “deslave” del paradigma de la Revolución Mexicana fue importante, mas sólo fue hasta la década de los noventa del siglo pasado que el tema del liberalismo de la primera mitad del siglo XIX logró otros vuelos y recibió una atención creciente. Varios hechos son claves en este proceso de reconversión, rescate y revisión del proceso histórico e historiográfico que estamos analizando. Los noventa no se describen y definen por el impacto revolucionario socialista de Cuba, sino todo lo contrario: la caída del Muro de Berlín, el derrumbe del sistema socialista en Europa y sus repercusiones en el mundo. El liberalismo empieza a resurgir como propuesta viable de futuro, al cual no es ajena la historiografía. En el caso de México, los intelectuales de izquierda comienzan su interés por las instituciones liberales antes la caída del Muro, y evidentemente, todo estaba en relación con las elecciones de 1988 con la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas. Un ejemplo al respecto: la revista Memoria. Revista de política y cultura, dirigida por Arnoldo Martínez Verdugo, líder histórico del extinto Partido Comunista Mexicano y dirigente de los partidos Socialista Unificado de México y Mexicano Socialista, se convierte en un foro donde se discute la importancia del apoyo a las instituciones democráticas, la importancia de las elecciones y del voto, la representación parlamentaria e, incluso, la relación entre el liberalismo y el pensamiento socialista. Los noventa en México también son los años del Tratado de Libre Comercio (TLC), de la rebelión de Chiapas y del subcomandante Marcos, del crack económico y del “liberalismo social” de Salinas. El cóctel es explosivo. Y también es significativa y actúa como termómetro, la reedición de un libro que había quedado medio enterrado y casi desapercibido como explicación de los años cruciales de gestación del Estado-nación mexicano: el mencionado y citado ya de Nettie Lee Benson que se vuelve a reeditar en 1994 por El Colegio de México. El tema, el periodo, su propuesta, cobran especial relevancia en la década de los noventa. Los estudios sobre el origen hispano del México decimonónico empiezan no sólo a proliferar sino también a tener eco y resonancia en sectores muy dispares de la historiografía mexicana. Porque dispares son las propuestas de presentar la construcción del Estado-nación mexicano. Ya las hemos comentado, insistimos en ello: desde las propuestas jurídicas continuadoras de la tradición jurídica-conservadora y católica de Manuel Ferrer Muñoz [12], José Barragán [13], José Luís Soberanes [14], etc., hasta los estudios, en ocasiones pioneros, de Jaime E. Rodríguez [15], Virginia Guedea [16], Christon Archer [17] y Juan Ortiz [18], en donde la insurgencia novohispana está puesta en relación con las propuestas gaditanas tanto en la península como en Nueva España, desde el punto de vista electoral, constitucional, parlamentario o armado. Así la crisis de los sistemas autoritarios y la consiguiente puesta en marcha de la transición política favorecen una nueva visión del pasado liberal. Así sucedió en México, pero también en España. A partir de los años setenta, en los últimos tiempos de la dictadura franquista, comenzó una carrera vertiginosa de estudios del liberalismo decimonónico. Liberalismo de la primera mitad del siglo XIX -Cádiz, sus Cortes, su Constitución, sus decretos, el Trienio Liberal, la época isabelina, las desamortizaciones, el carlismo, etc.– que fue mitificado como un periodo histórico, escaso y corto, pero en donde se había intentado un proyecto parlamentario de Estado abortado por la nobleza y parte de la burguesía conservadora. Hubo un interés por el estudio del liberalismo en cuanto a “libertades” individuales, de reunión, de asociación, de expresión, de prensa, etc. [19]. Todas ellas aparecieron como fórmulas no sólo deseables sino a conquistar porque la coyuntura política era de dictadura fascista, represión y exilio. Incluso los partidos mayoritarios de la izquierda como el PSOE o el PCE condicionaron buena parte de sus estrategias, de sus programas, de sus pactos y de su proceder durante la Transición política a un consenso en pos de mantener y conseguir como casi fin último la democracia, renunciando incluso a su ideario republicano en lo político, marxista en lo teórico en el caso del PSOE y leninista en el caso del PCE. Fue en ese contexto y no en otro, donde tuvieron mucho éxito autores como Miguel Artola [20] y editoriales como Alfaguara con títulos tan sugestivos como La burguesía revolucionaria. A los que se unieron obras de otros historiadores con prestigio y enfrentados al régimen franquista como las de Josep Fontana [21], Álvarez Junco [22], Enric Sebastiá [23], Bartolomé Clavero [24], Jordi Maluquer de Motes [25] o Manuel Tuñón de Lara [26] entre otros, que contribuyeron a plantear un debate sobre el cariz revolucionario de la burguesía española y el alumbramiento de un Estado-nación liberal y revolucionario hasta 1875. Es por ello que el concepto liberalismo, como vertiente histórica, tuvo para la historiografía española en esos años un carácter netamente progresista, a diferencia de México, pues con estos temas del liberalismo “revolucionario” se enfrentaba al régimen franquista, a la Dictadura, y por lo tanto una parte de la historiografía se fue al “rescate” de las cenizas parlamentarias y constitucionales del siglo XIX, a los aspectos “revolucionarios” frente a la Monarquía absoluta que cada vez más podía identificarse con el antiguo régimen franquista tal y como se le denominó durante los años de la Transición y primeros de los ochenta.




3. FRANÇOIS XAVIER GUERRA, EL REPUBLICANISMO “CLÁSICO” Y
LA HISTORIOGRAFÍA SOBRE EL LIBERALISMO



En los años noventa del siglo XX no sólo cobró realce la importancia historiográfica sobre el liberalismo de la primera mitad del siglo XIX, sino también se abrieron dos líneas de investigación que cuestionan la importancia y el impacto en todos los órdenes del México decimonónico que llegó a tener esta teoría política. Sin duda la primera y más importante de esta línea de investigación tiene nombre y apellido: François- Xavier Guerra y su Modernidad e independencia27, trabajo en el que se trazó una interpretación que tuvo un peso enorme en la historiografía iberoamericana. Su tesis fue que la Independencia iberoamericana fue producto de un cambio cultural que provocó prácticas políticas del Antiguo Régimen que los liberales adaptaron a los nuevos tiempos mediante un vocabulario nuevo y atractivo. Desde esta forma fue el Antiguo Régimen quien se acabó adaptando a las nuevas prácticas políticas incorporando un lenguaje novedoso pero con “prácticas” de Antiguo Régimen, por lo que el sentido corporativo de la sociedad se mantuvo. La conclusión era evidente: el individualismo posesivo de los clásicos anglosajones no se impuso en América tras la independencia. Para Guerra fue innegable el cambio político, ideológico, desde una ruptura cultural sin que ello produjera una revolución social. Llegó la Modernidad y con ella se omitieron los cambios en los aspectos económico-sociales. Guerra, por lo tanto, también se alineó, si bien de una forma particular y desde concepciones culturales, con las tesis que establecían las continuidades del Antiguo Régimen durante el siglo XIX, en última instancia. Mas no hay que identificarlo con la vieja idea dependentista de, entre otros, André Gunder Frank [28], teoría que tuvo un amplio arraigo entre la comunidad de historiadores, antropólogos y politólogos latinoamericanos y latinoamericanistas. Pero este arraigo académico es probable que haya sido una de las razones por las que tiene tanto eco la propuesta de Guerra entre historiadores que se habían instalado en esa concepción de los setenta. Para Guerra el liberalismo no influyó en Hispanoamérica porque existía una cultura poco permeable a éste basada en las comunidades de naturales o corporaciones, en las sólidas por más de trescientos años instituciones de Antiguo Régimen y en los “imaginarios” o representaciones que había creado como referentes de la sociedad. Es por ello que el mundo católico hispano se movía con unos parámetros propios de la lógica corporativa más que del individualismo. Parámetros a los que el liberalismo lo único que pudo hacer fue adaptarse y, como mucho, cambiar el significado de las palabras, conceptos e instituciones. El verdadero envite de Guerra y su interpretación era contra la Historia Social. En su historiografía queda eclipsado el ser social, sus confrontaciones de clase, el conflicto, sus contradicciones, es más, también lo individual, para dar paso a las pervivencias de una interesante, en cuanto a nueva propuesta metodológica, mistificadora visión de lo “antiguo” y lo “moderno”. El republicanismo clásico, otra línea de investigación historiográfica construida especialmente desde la ciencia política, cuestionó la relevancia y, sobre todo, las limitaciones y fallos de la teoría liberal en la construcción del Estado-nación mexicano. Un importante libro por la amplia consulta que generó y genera ayudó a preparar el terreno a favor de las publicaciones y escritos desde esa línea de investigación. Nos referimos a Ciudadanos imaginarios de Fernando Escalante, quien sostenía, con sus propias palabras, que “en el pensamiento político mexicano del siglo (diecinueve) dominan indudablemente algunos de los temas básicos de la tradición liberal… Sin embargo, dichas ideas aparecen entreveradas con otras, mezcladas con unas prácticas y unas estrategias políticas que no son sólo distintas, sino opuestas a ellas” [29]. Su conclusión era que el liberalismo era imposible en México. En el año 2000 se publicó En pos de la quimera. Reflexiones sobre el experimento constitucional atlántico, al que siguieron una serie de artículos y libros [30] que adoptaban en gran parte los postulados de la teoría del republicanismo clásico de autores anglosajones, sobre todo de John Pocock y Quentin Skinner. Siguiendo una estrategia ya ensayada en Estados Unidos en la década de los sesenta cuando se publica el libro de Bernard Baylin [31], José Antonio Aguilar Rivera se centra en las fallas intrínsecas del diseño institucional del liberalismo. Las formas tradicionales o de Antiguo Régimen, como plantean Escalante y Guerra, no eran razones suficientes para explicar la “imposibilidad” del liberalismo; esta teoría política no sólo había generado ciudadanos imaginados; peor aún, sus erróneas quimeras habían causado la inestabilidad política del Estado nacional mexicano. El resultado es concluyente: el republicanismo mexicano no triunfó en México, porque no le dejó el liberalismo decimonónico de la primera mitad de siglo, de ahí las múltiples carencias del estado mexicano decimonónico.




4. LIBERALISMO O ¿LIBERALISMOS? LIBERALISMO
HISTÓRICAMENTE DETERMINADO



En la última parte de este artículo presentamos los supuestos y considerandos historiográficos y metodológicos que han guiado nuestras investigaciones sobre el liberalismo en la primera mitad del siglo XIX32, así como varios tópicos que consideramos se deben de tener muy en cuenta para investigar este tema. En primer lugar, es necesario conocer el funcionamiento del Antiguo Régimen de la Nueva España del siglo XVIII para después evaluar históricamente el impacto del liberalismo en México. En esto coincidimos con François-Xavier Guerra, Antonio Annino o Beatriz Rojas. Pero diferimos de ellos en que nosotros ponemos el acento analítico en las tensiones sociales e institucionales que marcaron de forma determinante la sociedad corporativa novohispana. En efecto, para finales del siglo XVIII y en la primera década del XIX, el funcionamiento institucional del Antiguo Régimen estaba marcado por múltiples tensiones [33]. Los orígenes de éstas eran multivariables e iban desde la presión de los grupos económicos, como los comerciantes de Veracruz y Guadalajara, los integrantes de los gremios, pasando por la desigual estructura racial, con indios, pardos y mulatos hasta la demanda de los pueblos sujetos por incorporarse a la jerarquía territorial. Mas la constatación de estas tensiones, si bien es muy importante ya que frecuentemente se olvidan, no es suficiente para comprender cabalmente la fortaleza o debilidad del Antiguo Régimen. En otras palabras, todo sistema político e institucional vive en un equilibrio inestable. Por consiguiente lo que también se debe de investigar es la capacidad que tiene ese sistema para canalizar institucionalmente las tensiones de los grupos sociales, para dar una mínima satisfacción o salida a estas confrontaciones y a los diversos intereses sociales y económicos e, incluso, para cooptar o reprimir a los desafectos a las bases de funcionamiento de ese sistema político e institucional. En este sentido, se podría decir que el Antiguo Régimen en la Nueva España, en muchos aspectos sociales, económicos, políticos y culturales fue un sistema muy antiguo y anquilosado, mientras que en otros, pocos, logró canalizar satisfactoriamente las tensiones. Es decir, para 1807 el Antiguo Régimen en Veracruz, por ejemplo, no gozaba de buena salud. Sólo a partir de estas dinámicas sociales y de la incapacidad de la sociedad corporativa para resolverlas, se puede entender el impacto del liberalismo entre los grupos sociales mexicanos de la primera mitad del ochocientos. En segundo lugar, es pertinente abandonar el concepto global de liberalismo por el de “liberalismos”. Para el caso español, el concepto del término liberal varió, obviamente, a lo largo de su historia. Varió no sólo su ideología, sino también su propuesta política por las diferentes coyunturas, por las diferentes fuerzas sociales que les apoyaron, se sumaron, se opusieron y se desengañaron. En el siglo XIX el liberalismo doceañista pasó de ser considerado revolucionario por cuanto antagonista del Antiguo Régimen y de Napoleón durante el periodo 1810-1814, a ser mitificado tras la restauración absolutista de 1814, para empezar a ser considerado moderado en los años veinte cuando sectores más populares y radicales del liberalismo exigían medidas contundentes y rápidas para consumar la revolución liberal a partir de 1821 frente al Antiguo Régimen. Los denominados “integrantes de la baja democracia” consideraron ancladas y moderadas las propuestas en los años veinte de los denominados en estos años como “doceañistas” y con ello señalados casi como moderados. Y el concepto de “liberalismos”, a partir de su evolución y cambio debido a coyunturas y procesos históricos concretos, también lo hemos delimitado poniéndole nombre y apellido: liberalismo gaditano. Desarrollado ya en otros estudios, tan sólo nos limitamos en esta ocasión a señalar sus señas de identidad y consecuencias. Las Cortes de Cádiz establecieron los fundamentos para la mayor parte de los territorios iberoamericanos de un Estado-nación, con un ejército nacional, una Hacienda nacional, una soberanía nacional, una Constitución que limitó las competencias del rey, unas Cortes con elecciones con sufragio universal indirecto, la creación de una serie de derechos que establecieron la ciudadanía rompiendo con la estructura privilegiada del Antiguo Régimen y con la categoría de súbditos, la división de poderes, el arrebatamiento del poder jurisdiccional a la nobleza y al rey, la abolición de los señoríos incluido el patrimonio del rey, etc. Señas de identidad que supusieron un
cambio jurídico cualitativo capaz de transformar las estructuras de la sociedad de Antiguo Régimen. Y por último, hay que tener muy en cuenta que la guerra de independencia, la lucha entre realistas e insurgentes, transformó parte de las estructuras de organización básicas del Antiguo Régimen, y lo importante es que estos cambios facilitaron que la legislación gaditana contara con el apoyo de varios grupos sociales y de las propias autoridades. En otras palabras, la guerra abonó el camino para que tuviera
arraigo social, político e institucional el liberalismo de las Cortes gaditanas; o parafraseando a Clausewitz, la guerra si fue la política por otros medios. La guerra civil lo primero que transformó fue la materia básica de las guerras: las fuerzas militares. Si bien las autoridades novohispanas intentaron en un primer momento, es decir, después de septiembre de 1810, conservar la estructura del ejército y de las milicias provinciales coloniales, que se basaban en las diferencias étnicas y de privilegios [34], los militares realistas pronto crearon una nueva organización armada con el fin de hacer frente a los insurgentes. Estos nuevos cuerpos militares diferían radicalmente de las milicias coloniales: eran convocados a las armas todos los “ciudadanos” sin distinciones de raza o privilegio; sus mandos, en algunos casos, fueron elegidos por los propios milicianos; sus oficiales no tenían que cumplir con determinadas características corporativas y forales, sino sólo con “el coraje de su persona”, y se crearon las milicias de patriotas en cada uno de las poblaciones del virreinato de la Nueva España. Esta nueva organización militar, establecida durante la lucha entre realistas e insurgentes, será la base a partir de la cual se crearán las milicias nacionales de la legislación gaditana. Las autoridades militares novohispanas apoyaron con entusiasmo una de las instituciones de la Constitución de 1812: los ayuntamientos gaditanos [35]. Esta fue una estrategia de guerra que, como se tiene bien documentado, fue impulsada por los militares realistas con el fin de dotar de “libertad civil” a grupos sociales y raciales que habían exigido infructuosamente su integración a la sociedad corporativa colonial. En efecto, las castas y pardos, los indios de pueblos sujetos y los vecinos principales de poblaciones había exigido que se les dotara de su propio cabildo, sin que hubieran recibido respuesta favorable por parte de la Corona. La guerra vino a dar cumplimiento a esas demandas. Las autoridades respaldaron la “revolución municipal” [36] de la legislación gaditana con el fin de evitar la incorporación de esos grupos a los insurgentes. La guerra facilitó que la igualdad impositiva, otro de los elementos centrales del nuevo proyecto de sociedad del liberalismo gaditano, comenzara a funcionar en la Nueva España. La lucha contra los insurgentes y las constantes penurias de la Real Hacienda obligaron a las autoridades a cobrar, entre 1812 y 1814, y a seguir cobrando, entre 1814 y 1821, los impuestos directos establecidos por las Cortes de Cádiz, que tenían como principal objetivo social y político abolir los privilegios y exenciones ante los gravámenes. Durante la lucha entre insurgentes y realistas, la población novohispana se acostumbró, a pesar suyo, a estas exacciones, y también las instituciones fiscales, llámese burocracia real, ayuntamientos y juntas de arbitrios, se adaptaron a la recaudación de las contribuciones directas de las Cortes de Cádiz. Esta fue otra herencia de la guerra que contribuyó a transformar la real hacienda en la hacienda pública del liberalismo gaditano. Y se podrían enumerar otros cambios más que generó el liberalismo gaditano
en gran parte debido a la lucha entre realistas e insurgentes. Lo que queremos dejar asentado es que la crisis del Antiguo Régimen y los cambios generados por la guerra de independencia es una de las premisas principales para entender los propios resultados de la lucha entre insurgentes y realistas entre 1810 y 1821. En segundo lugar estaría el influjo que alcanzó la legislación gaditana en la Nueva España, primero, y después en el México de la primera mitad del siglo XIX. Esta tríada, crisis de la sociedad corporativa, guerra y liberalismo gaditano, nos ha permitido, primero, identificar y después, analizar los cambios que heredó el México de la primera mitad del siglo XIX. En otras palabras, estudiar esa tríada nos ha permitido sostener que el liberalismo gaditano en México provocó cambios revolucionarios que transformaron aspectos fundamentales de las estructuras sociales, políticas, institucionales y económicas de la sociedad corporativa. Al contrario de los historiadores que sostienen en el siglo XIX predominaron las continuidades, que lo que funcionó fue un estado postcolonial, que las herencias coloniales moldearon el Ochocientos mexicano, que el Antiguo Régimen llegó hasta 1880, como sostuvo en sus tesis de estado el profesor Guerra, nuestra línea de investigación nos ha permitido identificar las transformaciones que suscitó la fuerte vinculación entre la guerra, el liberalismo y la crisis de Antiguo Régimen. Mientras que los primeros coinciden en que las “continuidades” fueron las que marcaron y en gran parte determinaron el desarrollo y el propio funcionamiento de los “cambios”, nosotros consideramos que el acento debe de ser puesto en las transformaciones, y en particular, en las “rupturas” muchas de las cuales determinaron un antes y un después. Cambios y continuidades no es un juego de palabras [37], sino que implican dos perspectivas historiográficas que difieren en puntos teóricos fundamentales. E intentamos cerrar estas páginas con el primer tema que abordamos. De las revoluciones, ¿sólo la de 1910? Para nosotros la respuesta es no. En el siglo XIX se produjo una revolución, y el adjetivo es fundamental, es liberal. Una revolución liberal y no una Reforma. Un cambio fundamental que inicia con los cambios revolucionarios generados por el liberalismo gaditano y la guerra de independencia. Proponemos que esta sea la perspectiva historiográfica con la que se investigue el Ochocientos mexicano.




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[1] Entre otros, pero sin duda alcanzó una notoria trascendencia el libro de STEIN y STEIN, 1984.
[2] MAYER, 1984.
[3] GUERRA, 1988.
[4] FRASQUET, 2004. VÁZQUEZ (coord.), 2003.
[5] BENSON, 1955.
[6] Uno de los historiadores, discípulo de Benson, que proyectó su tesis más allá de México ha sido
Jaime E. RODRÍGUEZ O., RODRÍGUEZ, 1996.
[7] HALE, 1972.
[8] Los textos de Cosío Villegas y de Silva Herzog están recogidos en ROSS (ed.), 1972.
[9] RUIZ, 1984.
[10] GILLY, 1971.
[11] CÓRDOVA, 1977.
[12] FERRER, 1993.
[13] BARRAGÁN, 1978.
[14] SOBERANES, (ed.), 1992.
[15] RODRÍGUEZ, 1980, 1992a y 1992b.
[16] GUEDEA, 1992 y 1994.
[17] Una edición de sus principales artículos en ARCHER, en prensa.
[18] ORTIZ, 1997.
[19] Es amplísima la bibliografía sobre la revolución burguesa en España, pero como índice de esta controversia desde punto de vista contrapuestos consultar: PÉREZ, 1980. pp. 91-138. RUIZ TORRES, 1994. PIQUERAS, 1996 y 2000.
[20] ARTOLA, 1973.
[21] FONTANA, 1971.
[22] ÁLVAREZ, 1985.
[23] SEBASTIÁ, 1971, 2001.
[24] CLAVERO, 1974.
[25] MALUQUER DE MOTES, 1977.
[26] TUNÓN, 1975.
[27] GUERRA, 1992 y 1993.
[28] FRANK. 1975. FRANK, PUIGGRÓS y LACLAU, 1969.
[29] ESCALANTE, 1999, p. 13. ESCALANTE, 1995. Véase también la traducción de ESCALANTE de SKINNER,
1998.
[30] AGUILAR, 2000 y 2001. AGUILAR Y ROJAS (coord.), 2002. ÁVILA, 2002 y 2004.
[31] Sobre dicha estrategia consultar OVEJERO, MARTÍ y GARGARELLA, en “Introducción”, 2004.
[32] CHUST, 1987 y 1999. CHUST y FRASQUET (eds.), 2004, CHUST y MÍNGUEZ (eds.), 2003, MÍNGUEZ y
CHUST (eds.), 2004; CHUST (ed.), 2006. SERRANO, 2002 y (en prensa). TERÁN y SERRANO (eds.), 2002, y ORTIZ
y SERRANO (eds.), 2007.
[33] CHUST y SERRANO, en prensa.
[34] ORTIZ, 1997.
[35] ANNINO, 1995, pp. 177–226. DOMÍNGUEZ, 2004; DUCEY, 2001, pp. 525-550; ESCOBAR, 1994, 1996,
pp. 1-26 y 1997, pp. 294-316; GUARISCO, 2000; GÜÉMEZ, 2006; GUZMÁN, 1997; HERNÁNDEZ, 1993.
[36] CHUST y SERRANO (coords.), 2007, pp. 19-54.
[37] LEMPÉRIÉRE, 2006, p. 56.


Revista Complutense de Historia de América, vol. 32, Madrid, Publicaciones Universidad Complutense de Madrid, 2007.
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