domingo, 28 de abril de 2013

"EL REVISIONISMO ACTUAL NO REVISA EL PASADO: PRETENDE REESCRIBIRLO A SU MEDIDA"

Manuel Dorrego.

Por Fabián Bosoer


El buen conocimiento de la historia rechaza el estereotipo y la simplificación. Tampoco concibe la existencia de “una” verdad histórica sino aproximaciones a ésta a partir del cúmulo de estudios e investigaciones serias, honestas y rigurosas que aportan riqueza, desde los más diversos registros y perspectivas, a esa policromía de miradas sobre nuestro pasado. Son premisas básicas y evidentes pero se hace necesario recordarlas cada vez que se pretende establecer una historia oficial, con sus cánones de discusión, sus temáticas y relatos, sus consagrados y condenados, además de sus funcionarios vigilantes, mientras se desconoce o desdeña la rica producción historiográfica que se ha producido y se produce en nuestro país. En esos “combates por la historia”, de carácter ético antes que ideológico, interviene Marcela Ternavasio desde su lugar de historiadora de la UBA, profesora de la Universidad Nacional de Rosario e investigadora del CONICET. Es profesora titular de Historia Argentina en la Facultad de Humanidades y Artes de la UNR y autora, entre otros, de los libros Gobernar la revolución, 1810-1816; La correspondencia de Juan Manuel de Rosas y La revolución del voto, 1810-1852. Dirigió un volumen sobre Historia de la Provincia de Buenos Aires que acaba de publicar Edhasa.

¿El peso de la provincia de Buenos Aires en la política nacional es consecuencia del modo en que se organizó nuestro país?

Hay una gran identificación -y confusión- entre la historia de la Nación argentina y la de la provincia de Buenos Aires, como si se hubiera tratado de un mismo y único proceso. Esto está sostenido por ciertos lugares comunes muy difundidos, entre ellos el del centralismo porteño, cuando en realidad esa relación entre la construcción de la provincia de Buenos Aires y la del Estado nación fue muy conflictiva, cruzada y surcada por muchas tensiones. Esto se revela ya en las primeras décadas del siglo XIX, cuando la provincia se constituye como un Estado autónomo independiente, como el resto de las Provincias Unidas. El punto clave es que estaban desunidas, pero eso no significa que, en esa autonomía de cada una de las provincias, no haya existido una vocación por construir una unidad mayor.

¿Qué es lo que impidió esa construcción confederal? 

Si no se concreta antes, en gran parte, es precisamente porque lo que estaba en juego era cuál iba a ser el papel de Buenos Aires. Buenos Aires fue siempre la provincia más autónoma, la que impuso las reglas y los criterios para definir qué parte debía tener en ese Estado nacional. Entre otras cosas, porque era la provincia que podía sobrevivir como un Estado autónomo, porque tenía una geografía muy favorable y su autonomía le permitía tener, entre otras cosas, el puerto de ultramar, las condiciones para lanzarse a una expansión productiva, con sus tierras, el ganado y su inserción en el mercado internacional; porque tenía un capital cultural, una ciudad abierta al mundo y a las nuevas ideas; porque tenía las condiciones políticas para hacerlo. Esto le permite a Buenos Aires, desde 1820 en adelante, ocupar un papel central en ese proceso y, a la vez, poder darse el lujo de establecer las pautas para la futura organización nacional. 

¿Entonces triunfa el centralismo bonaerense? 

La relación entre centralismo y provincia de Buenos Aires es complicada. De hecho, es el mismo partido unitario, centralista, el que en 1825 propone una ley de capitalización, donde le cercena a la provincia una franja mucho más amplia que la que se le quita en 1880, cuando se da la federalización de Buenos Aires, que iba de San Fernando a Ensenada. Básicamente son las provincias las que se van a oponer a esta ley de capitalización, por la cual después van a luchar hasta 1880. Uno podría decir, casi provocativamente, que la construcción del Estado nación se hizo “contra Buenos Aires” y culminó con una guerra, en 1880, para lograr imponer esa federalización. 

¿Ni los unitarios eran tan centralistas ni los federales tan federalistas? 

Estas luchas se van fraguando con modulaciones y ondulaciones entre el 1820 y el 1880, pero lo que efectivamente dividió aguas, en la primera mitad del siglo XIX, es la cuestión del federalismo y el centralismo. Un centralismo que adopta el nombre de “unitarismo” recién en el tercer congreso constituyente de 1824. Allí, lo que dejan como herencia la crisis de la monarquía y la primera década revolucionaria, es precisamente cómo dirimir la distribución de poder y las futuras formas de gobierno. Es decir, ¿cuál va a ser el nuevo sujeto de imputación de la soberanía? ¿Una nación única e indivisible de carácter centralista o un Estado que adoptase una forma de gobierno federal? Este federalismo es una reivindicación de los pueblos, ciudades, luego provincias, que disputan un lugar en esa organización, con ciertas autonomías y poderes, y si fracasaron los tres primeros congresos constituyentes fue, en gran parte, por esta disputa. 

¿Es Rosas quien divide las aguas? 

Precisamente, a partir de 1829, cuando asume Juan Manuel De Rosas su primer gobierno en la provincia de Buenos Aires, se advierte un deslizamiento del uso político de los vocablos “unitario” y “federal”. Dejan de ocupar un lugar en la disputa entre las formas de gobierno, para pasar a ser dos términos que, en la disputa semántica de la política de aquellos años, están revelando hasta qué punto podía hacerse de ellos un uso político muy eficaz, como el que hizo Rosas, para dividir el cuerpo político. Rosas lo faccionaliza al máximo y por lo tanto los conceptos de unitario y federal pasan a utilizarse para dirimir esa disputa. De hecho, la forma de gobierno no se vuelve a discutir, Rosas va a ser el principal responsable de frenar toda tentativa de una organización nacional y reunir un nuevo congreso constituyente. 

¿Por qué lo hizo? 

La división entre unitarios y federales le permitió colocar al unitario como el enemigo de esa unidad federal. Así se naturaliza la idea de que lo federal es bueno y lo centralista es ontológicamente malo; se desplaza al unitario del plano de la legitimidad política. Entonces, de allí en más, lo unitario y lo federal deja de tener el viejo contenido de disputa en torno a cuál será el sujeto de imputación soberano y la futura organización del país, para ser un instrumento político en manos del rosismo y establecer las fronteras entre amigo o enemigo, entre los que estaban autorizados a formar parte de ese espacio político y los que no. 

¿Sigue vigente esa distinción entre unitarios y federales en los postulados revisionistas? 

Hoy se reactualizan las viejas disputas entre unitarios y federales; aparecen los panteones, entre ellos el revisionista, con Juan Manuel de Rosas a la cabeza como el gran campeón del federalismo, a partir de la construcción de una república federal y una confederación federal, donde el federalismo pasa a ser una idea indiscutible. Es decir, no se somete a discusión ni a revisión qué forma debía adoptar ese federalismo. Lo que tenemos en realidad es una forma institucionalmente confederal, con provincias autónomas, pero donde la provincia más importante, que es Buenos Aires, puede (a partir de un rosismo que hace del federalismo esta reivindicación, no en términos de forma de gobierno sino de lucha facciosa) imponer un sistema. Dentro de la provincia de Buenos Aires este sistema va ser de carácter unanimista y plebiscitario y, hacia afuera, gracias al pacto federal, le otorga a Buenos Aires las relaciones exteriores y los mecanismos para intervenir en las provincias. Todo esto acompañado con amenazas de coacción, el envío de ejércitos si era necesario, pero también con la convicción de que a través de mecanismos de consenso se podía lograr esta suerte de unanimidad federal en toda la confederación. Rosas logra hacer con el federalismo una gran bandera política, que le da mucho poder. 

¿Cuánto de esto se constituyó en una práctica política común en el siglo XX y hasta nuestros días? 

La Constitución de 1853, entre otras cosas, establece un punto fundamental para diferenciarse del rosismo y evitar los riesgos que un régimen unanimista podía acarrear al prohibir explícitamente el otorgamiento de facultades extraordinarias. Líderes con vocación plebiscitaria tuvimos siempre. Yrigoyen la tuvo; obviamente, Perón. Ahora, va adoptando distintos formatos y variantes en las prácticas políticas e institucionales, pero sin duda que esta reivindicación de una soberanía popular, que a través de la aritmética del voto busca refrendar determinadas políticas de Estado, está muy presente en nuestra historia y sigue vigente en nuestros días, aunque revista un carácter de novedad. Es una idea muy vieja, diría pre-constitucional. 

¿Hay algo de eso en la reivindicación revisionista que hace el kirchnerismo? 

El Gobierno tiene una vocación pocas veces vista por hacer un uso político del pasado, por reivindicar una línea específica de ese pasado. Lo está mostrando en las últimas iniciativas públicas, desde la conformación del Instituto Dorrego y lo que está ocurriendo ahora con los cambios en el Museo Histórico Nacional y otros espacios, como el Museo del Cabildo. Se pretende imponer una línea muy anacrónica, que reivindica un determinado panteón y ciertos personajes. Es una línea que no es nada nueva y se fue construyendo a partir de los años 30, con ese revisionismo histórico. Aquello que nació como una disputa ideológica frente al liberalismo hoy sorprende a gran parte de la ciudadanía y a los historiadores como una operación de reivindicar una línea que no revisa el pasado sino que pretende escribirlo a su medida. 

¿No alienta el debate esta confrontación de perspectivas? 

El Bicentenario fue un momento de oportunidad para enriquecer el gran debate en torno a nuestra historia; un debate donde se disputan las memorias históricas y las distintas interpretaciones. La sensación que tengo es que, lejos de abrir ese debate, lo que se hace es cerrarlo y tratar de imponer nuevamente a la historia como el gran tribunal que dirime entre buenos y malos. Faccionaliza el espacio historiográfico y es muy eficaz para sostener la división entre los distintos sectores ideológicos de nuestro país, pero le hace un flaco tributo a ese pasado, con toda la riqueza que éste tiene.
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