Las modistas (por L. Matthis). |
Carlos III. |
Por Juan Eduardo Leonetti
A MANERA DE INTRODUCCIÓN Y DE AUTOCRÍTICA
El trabajo que sigue fue desarrollado como ponencia para ser expuesta en el XIV Congreso Colombiano de Historia, que se llevó a cabo en la Ciudad de Tunja en agosto de 2008.
Como tributarista latinoamericano, interesado por la Historia de nuestras independencias, me pareció oportuno exponer en tan importante foro la idea de hurgar en el componente tributario de los movimientos revolucionarios que concluyeron con la ruptura de los lazos que unían a nuestros pueblos con la monarquía española.
Se trataba de explicar que imbricado con el componente político latente en algunos patriotas de terminar con el vasallaje, convivía el deseo de no ser expoliado por un sistema fiscal regresivo como el impuesto por el sistema colonial, agudizado con las reformas borbónicas de finales del siglo XVIII.
La implacable crítica del tiempo transcurrido desde que aquellas ideas tomaron forma, me impone la obligación de señalar lo pobre de aquel desarrollo, el que solamente encuentra un responsable en el autor de estas líneas.
Sinceramente, creí que con destacar los hechos producidos en La Revolución de los Comuneros sucedidos en Nueva Granada en 1781, junto con los antecedentes acaecidos en Quito en 1765, y en Perú con la rebelión de Tupac Amaru, estaba suficientemente explicitada la relación impuesto-hecho político.
Confieso no haber puesto de relevancia que fue precisamente en Tunja donde tuvo lugar la primera de las rebeliones fiscales en tierras americanas de las que da cuenta la Historia, cuando el Cabildo de la Ciudad, a partir del 16 de abril de 1592, decidió no acatar el real impuesto de la alcabala.
La desobediencia, expresión de los encomenderos que integraban casi toda la representación en el Cabildo, los que reaccionaron en defensa exclusiva de sus intereses económicos -ya que como veremos los sectores bajos de la población y los indios resultaban exentos de la gabela-, duró hasta agosto de 1594, y muchos pagaron con la cárcel el haberse alzado contra la orden real, a la vez que fueron anatemizados por cierta jerarquía eclesiástica que veía como pecado mortal esa desobediencia.
Si bien es cierto que la causa -se diría excluyente- de estos hechos, así como de algunos otros que se sucedieron poco después en Lima, Quito, Cuzco, y La Paz, era lo gravoso de este impuesto al tráfico comercial, o sea un motivo netamente económico ajeno a reivindicaciones políticas que implicaran romper con la dependencia, lo que hubiera resultado impensable para la época.
Debo reconocer que a estos hechos los tuve en un principio como ajenos a los procesos que iban a suceder dos siglos más tarde, sin advertir que si bien con objetivos acotados a los intereses meramente económicos, exhibían un sustrato que permite tenerlos como antecedentes, remotos quizás, de los hechos que iban eclosionar a comienzos del siglo XIX.
Esta falencia que ostenta mi trabajo puede ser suplida con largueza con la lectura de una obra fundamental para la historia de la dignidad tributaria de nuestros pueblos, como lo es La Rebelión de las Alcabalas del Profesor Doctor Javier Ocampo López, al que tuve el privilegio de conocer en la entrañable Tunja, y a quien me permito dedicarle mi modesto trabajo.
EL IMPUESTO Y EL VASALLAJE
Puede decirse, casi sin ambages, que en el inicio de todos los procesos que culminarían con la independencia de las colonias que la Corona de Castilla tenía en América hubo un componente impositivo.
Esto significa, ni más ni menos que –junto con las ansias de libertad de algunos patriotas, o bien con la necesidad que tenían otros hombres de preservar para la Corona española la hegemonía política en estas tierras ante el avance de Napoleón en la metrópoli– había algo que los unía, algo que tenían en común todas las posiciones, tal como era el oponerse al régimen impositivo instaurado desde los primeros tiempos del dominio real en la colonia.
Es que no hay signo mayor de vasallaje –antonomástico, diría– que el pago del tributo.
Vemos así que el Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española (XXII edición) define hoy al vasallaje, en primera acepción, como el vínculo de dependencia y fidelidad que una persona tenía respecto de otra, contraído mediante ceremonias especiales, como besar la mano el vasallo al que iba a ser su señor.
La segunda acepción se acerca más a lo que aquí sostengo cuando dice Rendimiento o reconocimiento con dependencia a cualquier otro, o de una cosa a otra, para rematar en la tercera acepción precisando Tributo pagado por el vasallo a su señor .
El escolástico Domingo de Soto O.P. , que escribió su obra en Salamanca en pleno Siglo de Oro, al centrar su interés en cinco clases de tributos, estudió esta relación de verdadera alienación al referirse al censo, que se abonaba por cabeza al gobernante, en reconocimiento de vasallaje, aclarando que éste es el tributo acerca del cual los judíos preguntaban a Cristo si era o no era lícito pagarlo al César.
De Soto señalaba, además, como otras gabelas:
El tributo, que se pagaba sobre los frutos de la tierra, destinando lo recaudado a la ayuda del Jefe de Estado y de la Nación.
El vectigal, y también el portazgo, aplicados sobre el transporte de la mercadería para su venta y destinados a la reparación de puentes, muros y otras obras públicas similares.
El peaje, aplicado también sobre la mercadería, pero cuyo destino era la vigilancia de los caminos.
Por último analizaba la alcabala, que gravaba la venta de todas las cosas. El destino de los fondos recaudados por esta exacción era, entre otros, para sufragar los gastos públicos del rey.
Ahora bien, si Fernando VII estaba preso en la metrópoli, era obvio para todos que el vínculo con el Señor que justificaba el tributo estaba al menos suspendido, y por lo tanto era la hora de cuestionar el sistema tributario que desde la época del Descubrimiento –en las que de Soto realizó su análisis– los venía rigiendo.
LOS PRIMEROS GRAVÁMENES EN LA AMÉRICA CASTELLANA
Los primeros gravámenes aplicados en el territorio de la América Hispánica consistían en su mayoría en lo que hoy llamaríamos tributos al consumo y a las transacciones. Se pagaban impuestos al ingresar la mercadería –el mentado almojarifazgo– y al transar con los bienes, tal el caso de la alcabala.
Como un rasgo propio de nuestra historia tributaria debe destacarse la gran cantidad de exenciones otorgadas a los adelantados con el objeto de fomentar la conquista, y las disvaliosas consecuencias que, a la postre, produjo este trato exentivo.
Con el fin de controlar el tráfico internacional se creó en 1503 en Sevilla la Casa de Contratación, donde se depositaban los productos procedentes de las Indias hasta su venta, asignándosele en 1510 funciones fiscales como el cobro de impuestos, el contralor de la mercadería embarcada, y la fiscalización del acervo hereditario de las personas radicadas en Indias.
Esto configuró desde el inicio un burocrático sistema de recaudación y fiscalización tributarias, donde gran parte del total de lo recaudado se desvanecía como por ensalmo en manos de una urdimbre de funcionarios inescrupulosos, respecto del cual hombres preclaros –como el Padre Juan de Mariana S.J.– escribieron páginas que aún hoy mantienen actualidad .
Los mencionados derechos que se imponían al tráfico internacional se veían reforzados en lo interno con los cobros de las aduanas de puertos secos de las provincias mediterráneas, por lo que el precio de las mercaderías se veía incrementado notablemente, y en especial por la prohibición que recayó sobre la comercialización de muchos productos, lo que obligaba a transportarlos desde lugares remotos.
En su “Breve Reseña acerca del Régimen Tributario durante el Período Colonial”, Viviana Cecilia Di Pietromica dice que la alcabala constituye uno de los antecedentes más remotos del impuesto a las ventas, pues consistía en un gravamen aplicado a las operaciones de venta y permuta en todas sus etapas, destacando los caracteres propios del impuesto en cascada con el consiguiente efecto de piramidación, dado que era cobrado en cada etapa sobre el monto total de la transacción, quedando gravado el precio total que incluía el impuesto de todas las etapas anteriores.
Se la impuso sobre todo lo que no estuviera expresamente exento (el pan, los libros, las armas y los caballos); existiendo por otra parte tasas adicionales para determinados productos o en virtud de quién hubiera sido el comerciante, como sucedía con la llamada alcabala del viento, que recaía sobre los vendedores forasteros. Rigió en América desde 1574 hasta 1811, en que fue suprimida.
El aspecto regresivo de la alcabala se advertía ya por entonces, por el hecho de gravar igual al que nada tenía que a los sectores de mayores ingresos.
Juan Bautista Rivarola Paoli, en su exhaustiva obra “La Real Hacienda. La Fiscalidad Colonial. Siglos XVI al XIX”, señala con precisión que la alcabala recaía sobre el precio de la cosa vendida o sobre el valor de las cosas trocadas.
Los indios, en principio, estaban exentos respecto de los frutos y especies que fabricaban con sus manos, pero no cuando comerciaban con quienes no estaban exentos. O sea que se hacía una diferencia –si bien dentro del territorio colonial–, según quiénes hubieran intervenido en la transacción comercial, para determinar la existencia o no del hecho imponible.
En nuestras tierras la alcabala fue objeto de licitación en reiteradas oportunidades. Se adjudicaba el derecho en subasta pública y al mejor postor, resultando que los adquirentes trataban de resarcirse rápidamente de lo invertido en la licitación a costa de los obligados al pago.
Hacia la mitad del siglo XVIII –acota Rivarola Paoli– había decaído el interés en adquirir la concesión, dada la gran cantidad de exenciones existentes, entre las que se destacaban las de los clérigos, por los artículos que consumían.
Una buena parte de los exentos, no satisfechos con verse favorecidos en sus consumos por no pagar tributos, compraban frutos en provincias distantes, para luego revenderlos a un menor precio que los de plaza, compitiendo deslealmente con los comerciantes que pagaban sus impuestos como correspondía.
A esta enmarañada descripción de tributos, propia de la América colonial española, deben agregarse un sinnúmero de gabelas de las más variadas especies, que se imponían en cada momento histórico según las necesidades de la Corona o de las autoridades locales, por lo general en forma anárquica y dispuesta casi siempre por el método de acierto y error.
Junto al famoso diezmo que debía tributarse al clero –percepción que fue delegada por el papado en la Corona española con la condición de difundir la doctrina cristiana y sostener a la Iglesia en Indias–, estaban los impuestos mineros, que por momentos llegaron al 50% de la producción, junto a ciertas imposiciones sobre los denominados estancos, que alcanzaban con fines exclusivamente fiscales a la pólvora, el azogue, la sal, la pimienta, la venta de papel sellado, la riña de gallos, y los juegos de naipes, destacándose por su importancia recaudatoria la del tabaco, que contó con sucesivas reglamentaciones especiales.
Existían además las anatas, que eran los frutos derivados de un beneficio o empleo durante el primer año; o bien la media anata, que consistía en abonar la mitad de los emolumentos recibidos durante aquel período de inicio.
Contribuían también a engrosar el erario real las penas de cámara, que consistían en el cincuenta por ciento de las sanciones pecuniarias impuestas en juicios; y las lanzas, que se imponían a los nobles en lugar de la antigua obligación de sostener treinta lanceros para el servicio de su majestad, debiendo destinarse en parte a la defensa de las costas.
Se sumaban a este cuadro los derechos de pulpería y composición de pulpería, con lo que se gravaba la mera existencia del local, y la consecuente habilitación del mismo para la venta de determinados artículos, tales como bebidas alcohólicas, carnes, etc.
Dentro de los gravámenes que percutían sobre el sector eclesiástico se destacaba la mesada eclesiástica, que se exigía a quienes desempeñaban cargos y oficios religiosos, los que debían tributar la duodécima parte de sus ingresos anuales.
EL CONTRABANDO COMO PRÁCTICA CULTURAL TRIBUTARIA
Generalmente los barcos venidos de España con licencia del rey traían a las colonias americanas autoridades civiles, religiosos, militares y la mercadería indispensable para el mantenimiento de las poblaciones.
La mercadería debía ser detallada en los denominados registros, que consistían en listas que especificaban lo transportado, quiénes eran sus propietarios y una estimación del valor en tránsito. Los productos eran despachados desde la metrópoli en contenedores cerrados. Esta documentación respaldaba el comercio legal y permitía el pago de las obligaciones fiscales, en particular del almojarifazgo.
Se intentaba concentrar en los puertos cabeceras de los virreinatos el ingreso y egreso de productos con una finalidad no solamente recaudatoria, sino también de protección de todas las manufacturas originarias de España, pretendiendo evitar –con el control y el puerto único– el ingreso de productos provenientes de otros países, que afectaran las primitivas factorías de la metrópoli.
Pero como a toda prohibición suele seguir una violación más o menos acentuada de ella, el contrabando fue la muestra más cabal de la imposibilidad del debido control colonial sobre estas tierras.
Era definido como la contravención de alguna cosa que está prohibida por bando –y de allí su nombre, contra-bando–. Así, la mercadería de contrabando era aquella que, estando prohibida su introducción por provenir de países enemigos con los que el comercio estaba cerrado, era igualmente ingresada en estos reinos.
El precio encarecido de los productos provenientes de Lima, hacía que por el Río de la Plata se introdujera y se despachara gran cantidad de mercaderías, pese a la prohibición existente. Buenos Aires, entonces, se convirtió en el eje desde el cual entraban productos procedentes de países con una industria más avanzada que la española, como la inglesa, siendo altamente ilustrativo lo señalado respecto del contrabando por José María Rosa en su obra “Porteños Ricos y Trinitarios Pobres”, de aparición póstuma.
Por un lado, era común el arribo de barcos extranjeros que, amparados por los accidentes geográficos costeros y las numerosas islas existentes frente a la actual República Oriental del Uruguay, permanecían en el río hasta vender sus productos a los comerciantes locales o a naves españolas, utilizando para el traslado de los bienes embarcaciones menores.
En otras oportunidades, un barco no autorizado declaraba tener una avería; permitida su permanencia a los fines de la reparación, vendía una parte de sus productos de contrabando, y si era denunciado, la mercadería era decomisada y vendida en subasta, adquiriéndola los comerciantes vinculados a los contrabandistas. Eran las llamadas arribadas fraudulentas.
Otras veces la mercancía –en muchos casos esclavos, cuya importación estuvo por lo general prohibida en las colonias castellanas durante el siglo XVII– era registrada en los libros oficiales, pero al no estar autorizado su ingreso se decomisaba, procediéndose al remate en almoneda, adjudicándosela a los que eran sus verdaderos dueños, valiéndose para ello de testaferros .
LAS REFORMAS CARLISTAS Y LAS PRIMERAS REBELIONES FISCALES
Para paliar esta situación y asegurar la intangibilidad de los reales créditos fiscales, Carlos III encara una serie de reformas de corte mercantilista que cobran cuerpo sustancialmente después de que éste ordenara en 1767 el extrañamiento de los jesuitas, como dio en llamarse a la expulsión lisa y llana de la Compañía de Jesús de su obra misionera en todos los confines del imperio español.
En 1778 se dictó el Reglamento de Libre Cambio, o de Comercio Libre, el cual, como bien apunta Margarita González en una prolija reseña de las rentas de la Corona de Castilla en Nueva Granada, contrariamente a lo que podríamos pensar, éste no significaba la apertura ilimitada del comercio y menos la introducción de la libertad comercial que el país conoció luego a partir de la segunda mitad del siglo XIX.
De libre comercio aquello tenía sólo el nombre; junto a las reformas que se declamaban como liberales, y que se escamoteaban por absolutistas, se impuso la obligación para los comerciantes de exhibir ante las autoridades sus registros de ingresos y ganancias para convertirlos en la base de una nueva exacción fiscal proveniente del patrimonio individual.
José Manuel Restrepo en su monumental obra “Historia de la Revolución de la República de Colombia”, escrita en 1827, refiere algunas insurgencias aisladas que en el virreinato de Nueva Granada precedieron y sobrevinieron al dictado de las reformas recién aludidas.
Así, menciona el levantamiento de los indios de las provincias de Quito que hicieron de tiempo en tiempo algunos movimientos revoltosos, asesinando a los colectores de tributos, de diezmos, o de otras contribuciones; destacándose la revolución de la plebe que sobrevino en 1765, y los acontecimientos que acaecieron luego de la expulsión de los jesuitas en 1767, como reacción a tal medida.
La vinculación de esta expulsión con la política fiscal del aparato colonial español fue motivo de una comunicación titulada “La expulsión de los jesuitas y la política fiscal en la América Hispana”, presentada en las XII Jornadas Internacionales sobre las Misiones Jesuíticas, que se realizaron en Buenos Aires en septiembre de 2008.
Los movimientos insurgentes proliferaron en estas tierras americanas como consecuencia de las políticas implementadas por la Casa de Borbón desde la metrópoli, repercutiendo con mayor o menor intensidad a lo largo y a lo ancho de todos los territorios ocupados por el colonizador, mereciendo destacarse –por lo difundido e investigado– lo acaecido en el Perú con la rebelión de Tupac Amaru, aplacada con la ejecución del caudillo reformista el 18 de mayo de 1781.
UN HECHO EMBLEMÁTICO: LA REVOLUCIÓN DE LOS COMUNEROS
Este estado de cosas iba a desembocar –en ese año de 1781– en un hecho emblemático de la historia de la afirmación de la dignidad fiscal en tierras hispanoamericanas, como lo fue –sin lugar a dudas– la llamada Revolución de los Comuneros.
Fue aquí, en tierras de la Nueva Granada, donde se asistió a una singular protesta de todos los estamentos de la sociedad, con un único objetivo aglutinante: oponerse a las reformas fiscales encaradas por Carlos III.
Manuel Lucena Salmoral, en una obra fundamental sobre este tema –su estudio preliminar de “El Memorial de Don Salvador Plata”–, describe con precisión los alcances de aquel movimiento integrado por muy diversos grupos con el objetivo de derribar un sistema oneroso de impuestos.
Uno de estos grupos –acota– era el de los terratenientes, en el que militaba Don Salvador Plata … otro era el de los mestizos … otro era el de los indios … Estos grupos caminaron unidos circunstancialmente hasta Zipaquirá, donde se creyó logrado el propósito de tirar por alto el sistema fiscal vigente, y se dio por concluido el matrimonio por conveniencia, disolviéndose el movimiento a continuación. Si los mestizos hubieran dado un paso adelante pidiendo ¡Igualdad!, los adinerados criollos hubieran gritado ¡Libertad!, y los indios hubieran reclamado ¡Tierra! … otros hubieran sido los tiempos de la revolución en Hispanoamérica.
Esta protesta que podríamos llamar multisectorial, tuvo a mal traer a los personeros del régimen. El citado memorial refiere que los enfrentamientos armados que provocaron las reformas carlistas recogieron el apoyo para los rebeldes de algunos de los propios funcionarios fiscales y hasta de los militares que el virrey mandó para sofocar la sublevación.
Así, dice el texto citado que don José Martín París, militar español al servicio del rey, quien sería luego Contador Principal del Real Ramo de Tabaco en Santafé de Bogotá y patriota de la independencia colombiana, fue uno de los que, al menos con su inacción a la hora de reprimir, fomentaron la expansión de la sedición.
El grito general –dice Restrepo– se dirigía a que se quitaran los pechos y las nuevas contribuciones con que los pueblos eran vejados y empobrecidos; mas al hacer su revolución, en cada uno de los lugares, protestaban que de ningún modo querían romper los vínculos a la nación española, ni el vasallaje que habían jurado al rey católico. No hubo, pues, espíritu alguno ni ideas de independencia.
LA GESTACIÓN DE LA INDEPENDENCIA Y LA CUESTIÓN TRIBUTARIA
Mientras esto pasaba en 1781 en Nueva Granada, un cuarto de siglo después de aplacada la asonada –en junio de 1806– la bandera inglesa flameó sobre el fuerte de Buenos Aires, y con ella llegaron las medidas de libre comercio que, en interés de Su Majestad británica y en nombre de ella, impuso William Carr Beresford, quien mantuvo los impuestos vigentes en lo interno, por el bien general de la ciudad, para culminar liberando casi por completo el comercio del puerto de Buenos Aires, objetivo fundamental de la política inglesa en estas tierras.
Paradojalmente, algunos de los patriotas que expulsaron al invasor inglés, en ese hecho fundacional de la historia argentina que fue la Reconquista de Buenos Aires, acaecida el 12 de agosto de 1806, albergaban la esperanza de ver concretadas estas libertades, que en gran medida constituyen el fundamento económico del Ideario de Mayo; y diría también –si se me permite– del Julio colombiano de 1810.
Si bien leemos en el acta de la Independencia de Colombia que se había resuelto no abdicar los derechos imprescriptibles de la soberanía del pueblo a otra persona que a la de su augusto y desgraciado monarca Don Fernando VII, se le agregaba a renglón seguido una condición de imposible cumplimiento –como bien apunta Sergio Elías Ortiz en “Génesis de la Revolución del 20 de Julio de 1810”– cual era que el lejano rey venga a reinar entre nosotros.
Era necesario para los hombres de la Revolución –dice Ortiz– hacer figurar en alguna forma al “amado Fernando” en sus declaraciones públicas, como un trampantojo para calmar los recelos de los funcionarios peninsulares y atemperar la opinión de las masas para luego hacerlas entrar por otras concepciones estatales.
Pero en la intimidad, tanto en Nueva Granada como en Buenos Aires los patriotas querían la independencia absoluta de la metrópoli. Así, en la obra “La Independencia de Colombia” de Gómez Hoyos y González, leemos la carta que Camilo Torres le envió a su tío el oidor de Quito, don Ignacio Tenorio, el 29 de mayo de 1810: ... Pero si Fernando VII no existe para nosotros, si su monarquía se ha disuelto; si se han roto los lazos que nos unían con la metrópoli ¿por qué quiere usted que nuestras deliberaciones, nuestras juntas, nuestros congresos y el sabio gobierno que elijamos se hagan a nombre de un duende o un fantasma?
La razón estaba en la gravedad de los cambios y en la necesidad de entrar poco a poco con las nuevas ideas. En ellas la regulación de las cargas impositivas seguía siendo un elemento aglutinador de las voluntades libres.
Así, en el acta capitular del Cabildo Abierto de Buenos Aires del 25 de mayo de 1810 puede leerse en su punto noveno Que la Junta no podrá imponer contribuciones y gravámenes al pueblo o sus vecinos, sin previa consulta y conformidad del Excmo. Cabildo; mientras que en el acta de Bogotá del 20 de julio del mismo año se dice que la Junta iba a tener el Gobierno Supremo de este Reino, interinamente, mientras la misma Junta forma la Constitución que afiance la felicidad pública.
Aquello que se gestó como protesta fiscal en 1781 en Nueva Granada en medio de las sectoriales quejas que brotaban por doquier, fue –como dijimos al comienzo de esta ponencia– el germen de los movimientos independentistas que, junto a la libertad de comercio y a la independencia política, reclamaban por ese derecho fundamental que radica en que el gestor de la cosa pública, sea monarquía o república, no pretenda apropiarse de una cuota de esfuerzo personal del ciudadano o súbdito, mayor que lo que el bien común requiere, ya que no otra cosa es el impuesto injusto, reclamando para sí, como signo inequívoco del final del vasallaje, la asunción de la soberanía tributaria.
Como colofón quiero destacar que aquel militar español que actuó como tal ante la rebelión fiscal de 1781, don José Martín París, devenido en 1810 como Administrador de Tabacos, formó parte de esa pléyade de patriotas que asumiría el primer gobierno patrio granadino, integrando la comisión de Hacienda de la Junta; pagando un lustro más tarde con su libertad y su patrimonio la afrenta infligida al régimen colonial, en ocasión de la intentona contrarrevolucionaria que entró a sangre y fuego en las antiguas posesiones y que sólo cedería años más tarde con el triunfo definitivo del Ejército Libertador, en cuyas filas actuaron cinco de los hijos del revolucionario recaudador.
Debe también señalarse en este final que algunos hombres de Mayo y de Julio, imbuidos por un ideario de libertades abstractas, embistieron contra el vetusto y absolutista andamiaje tributario pergeñado por la Corona castellana, al fragor de declaraciones de derechos que a veces olvidaron las realidades a las que iban dirigidas.
Pasaron por alto aquel axioma que dice que los derechos fundamentales no lo son por estar consagrados en cartas, constituciones o tratados, sino que figuran mencionados en éstos justamente porque son derechos inherentes a la propia naturaleza humana, imprescriptibles e inalienables, sin necesidad de que sean declarados para que existan.
Para terminar, y a propósito de esto, evoco ahora al padre de la Constitución Argentina, el Doctor Juan Bautista Alberdi. Su obra “Sistema Económico y Rentístico de la Confederación Argentina” constituye un elemento de análisis de primer orden para nuestra materia.
Enumera allí la larga lista de impuestos que regían en la colonia, acotando que todo ese aparato de contribuciones rendía un producto miserable al tesoro español en las provincias argentinas, que, como las de Chile, costaban más a la metrópoli que su rendimiento; precisando a renglón seguido que sólo la libertad fecunda y enriquece las arcas del fisco.
Describe Alberdi con preocupación lo errático de nuestro sistema rentístico como consecuencia de las medidas iniciales del primer gobierno patrio, donde se suprimieron, como contrarios al sistema republicano, la alcabala, los diezmos, la mita, los estancos –entre otros–, reemplazándolos por una larga lista que enumera, y que lo lleva a cuestionarse si en la política económica de entonces, al menos en la de las Provincias Unidas del Río de la Plata, prevalecieron la cordura y el anhelo sincero de servir a la causa de la libertad.
Por eso para la Constitución Argentina postuló expresamente sólo las contribuciones de aduanas y de correos, refiriéndose luego en forma indeterminada a las demás contribuciones que equitativa y proporcionalmente a la población imponga el Congreso.
Recomienda Alberdi prudencia en lo que hace a la supresión o creación de tributos, ya que después de los cambios en la religión y en el idioma tradicional del pueblo, ninguno es más delicado que el cambio en el sistema de contribuciones.
CONCLUSIONES
Analizados así los hechos, ya en las puertas de nuestros Bicentenarios patrios, cabe recapacitar sobre el camino recorrido en este tiempo para consolidar aquello que fue tan solo un inicio, un punto de partida en el camino de la libertad.
Cabrá plantearse acerca del destino que nuestros gobiernos -patrios desde hace doscientos años- supieron darle a la recaudación fiscal, la que se nutre del esfuerzo de todos y de cada uno de los habitantes de nuestras naciones organizadas hoy bajo la forma de Estados de Derecho.
Para que los efectos de la ruptura de aquel vasallaje que nos unía a la corona española se materialice cada día en las realidades concretas deben aprovecharse las lecciones que nos da el pasado, sin acudir a recetas mágicas que pudieron haber sido ensayadas en otras coyunturas históricas y no en el mundo globalizado en que nos toca vivir.
Esto será tarea de todos, y le cabe al historiador del campo tributario sopesar las experiencias de antaño con las realidades siempre contingentes de hoy, a fin de que quien proyecte los planes a largo plazo, no caiga en la tentación de contentarse con meras expresiones de deseos. Algo así como aventar el riesgo de ilusionarse en la cima.
Buenos Aires, noviembre de 2009
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Juan Bautista Alberdi. |
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Excelente articulo del Dr. Leonetti, gran profesional, funcionario ejemplar y cristiano ejemplar.
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