Domingo Faustino Sarmiento. |
Juan Manuel de Rosas. |
Por Juan José Sebreli*
El debate suscitado por el proyecto legislativo sobre el cambio de nombre de un tramo de la avenida Sarmiento por Juan Manuel de Rosas revivió un viejo antagonismo que parecía olvidado. Estos dos nombres resultan emblemáticos para la interpretación de la historia argentina, reducida de manera simplista a las líneas liberal y nacionalista, pero la realidad es más compleja que esta dicotomía tan nítida.
La primera reivindicación de Rosas surgió del propio liberalismo, en la generación del ochenta, con Adolfo Saldías, quien, sin embargo, más que antagonismos buscaba una conciliación entre federales y unitarios.
Los orígenes del radicalismo (sus creadores, Alem, Yrigoyen y Alvear descendían de familias rosistas y en las filas del partido militaban viejos federales, marginados por los liberales) lo predispusieron a la temprana reivindicación de Rosas. Algunos radicales -Ricardo Caballero y Dardo Corvalán Mendilarzu- intentaron hacerlo con campañas públicas; otros -Diego Luis Molinari-, con debates históricos.
El hecho de que los radicales se anticiparan a los nacionalistas en el rescate de Rosas tuvo su compensación cuando, después de la caída de Yrigoyen, algunos nacionalistas, que habían sido acérrimos enemigos de éste, dieron un giro e iniciaron la rehabilitación de Yrigoyen antes que los propios radicales, entonces demasiado abrumados por la derrota. Los hermanos Rodolfo y Julio Irazusta vincularon además la figura de Yrigoyen con la de Rosas, cerrando de ese modo el círculo.
La apropiación de Rosas por los nacionalistas y las comparaciones que establecían con el fascismo, entonces en auge, suavizaron el rosismo temprano de los radicales haciendo que viraran hacia un cauteloso eclecticismo; ésa sería la posición de Emilio Ravignani y de Ricardo Rojas, quienes propugnaban conciliar a Rosas y Sarmiento, lograr la síntesis entre federales y unitarios, aunque con una tenue inclinación hacia los primeros.
Un nuevo avatar sufriría el mito rosista: del caudillo conservador y autoritario, defensor del orden y la jerarquía, restaurador de la tradición colonial, que alababan Carlos Ibarguren y los nacionalistas aristocráticos, se pasó a la interpretación, en clave populista, de Ernesto Palacio y Manuel Gálvez. Este último tomó ese camino en sus exitosas biografías, una denigratoria de Sarmiento, otra apologético de Rosas. En la biografía que escribió sobre Yrigoyen, de algún modo complementaria de la de Rosas, comparaba a éste con el caudillo federal.
La versión populista, destinada a perdurar, de Rosas como líder de masas, antiimperialista y enemigo de la oligarquía, no era más que un mito político sin ningún asidero en la historia real. Rosas nunca se había propuesto atacar los intereses de la burguesía ganadera de la pampa húmeda -a la que pertenecían él mismo y muchos de los participantes de su gobierno- y mantuvo cordiales relaciones con el capital inglés; los comerciantes y diplomáticos británicos eran habitúes de los saraos de Manuelita, la hija del Restaurador de las Leyes. No debe extrañar que Rosas, tras su derrota, haya elegido para refugiarse la embajada inglesa y huido en un barco inglés a la propia Inglaterra, como lugar definitivo de destierro.
Después de 1945, Gálvez, Palacio y los forjistas agregarían a las figuras populistas de Rosas e Yrigoyen, la de Perón, inventando la línea histórica tan exitosa en las siguientes décadas. Tanto Yrigoyen como Perón, sin embargo, habían mantenido un cauteloso silencio con respecto a la controvertida figura de Rosas.
La antinomia Sarmiento-Rosas difícilmente puede ser identificada linealmente con orientaciones de izquierda o de derecha. Tanto el liberalismo conservador como el socialismo democrático de la primera mitad del siglo optaban por Sarmiento contra Rosas, así coincidían el centro derecha y el centro izquierda democráticos. Fueron los populismos -el yrigoyenismo y después el peronismo- los que cambiaron el signo de ambos personajes, mostrando la coincidencia de los nacionalismos, fueran de izquierda o de derecha.
Tras la caída de Perón, la corriente desarrollista, de influencia intelectual, era amante de las síntesis integradoras e intentó superar la dicotomía de federales contra unitarios, Rosas versus Sarmiento, recurriendo, una vez más, a la vieja fórmula ecléctica de algunos historiadores radicales: Rosas más Sarmiento, aunque con una marcada inclinación por el primero.
Para el pensamiento de los últimos años sesenta y los setenta, esta conciliación resultaba demasiado débil y claudicante y reapareció la línea excluyente nacionalista de Rosas y Peron -Yrigoyen permanecía olvidado- contra los demonizados liberales. José María Rosas y John William Cooke, al frente del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, se encargaron de la peronización del rosismo y consiguieron que el líder federal se convirtiera en un insólito ídolo juvenil junto a Evita y el Che.
Sarmiento, por su parte, había sido estigmatizado como introductor de ideas exóticas, un cosmopolita, “cipayo”, según la jerga… Él, por cierto, no se hubiera sentido agraviado porque formaba parte de una corriente de intelectuales y políticos del siglo XIX, que se extendió hasta comienzos del XX en América latina, la Europa Oriental Y la Rusia zarista, para quienes el europeísmo u occidentalismo no eran mera frivolidad o esnobismo, sino un modo de luchar contra las tradiciones retrógradas, de superar el atraso cultural, social y económico, de integrarse al mundo avanzado y estar a la altura de los tiempos.
Demagogia o educación
Para el nacionalismo de izquierda setentista, Sarmiento había despreciado a las masas y masacrado a los gauchos, y Rosas dejaba de ser el terrateniente conservador para transformarse en el líder de una revolución nacional, apoyado por las masas populares, o un demócrata de “la democracia orgánica”, expresión que denunciaba la influencia del fascismo. Ya Juan Pablo Oliver había definido el rosismo como un “socialismo de Estado” categoría que años después divulgaría José María Rosa.
Las actitudes distintas con que Rosas y Sarmiento enfrentaban a las masas populares marcaban la distancia entre el populismo de derecha y el liberalismo democrático. Rosas las adulaba por razones demagógicas, como el patrón de estancia acostumbrado a tratar paternalmente a los peones. Pero, a la vez, no hacía nada por elevarlas socialmente; por el contrario, cerraba escuelas (como por ejemplo, la que cerró mediante el decreto de 1830 “por ser incompatible con las urgentes atenciones del erario publico y por no corresponder sus ventajas a las erogaciones que causa” para mantener a esos grupos sociales en estado de ignorancia, sumisos Y fáciles de manipular.
Sarmiento, en cambio, podía despreciar a las masas ignorantes, Pero dedicaba sus esfuerzos a educarlas, creando de ese modo las condiciones para una igualdad de oportunidades, base de toda democracia. Con frecuencia señalo la desidia de las clases dominantes respecto de la educación popular y denunció la injusticia que significaba una universidad gratuita para los hijos de las clases altas, mientras que las escuelas públicas, donde sólo iban los pobres, estaban libradas al abandono; tema que, por cierto, no ha perdido vigencia.
Sin retorno
En mi libro Crítica de las ideas políticas argentinas (Sudamericana, 2003), he analizado la búsqueda obsesiva entre intelectuales y políticos argentinos de líneas históricas unívocas e inalterables, cuyo desciframiento mostraría una continuidad y unidad proporcionaría las claves del supuesto “ser nacional”: morenistas y saavedristas, unitarios y federales, porteños y provincianos, radicales y conservadores, antiperonistas y peronistas, liberales y nacionalistas: unos y otros encarnarían visiones absolutas, aunque con distinto signo, negativo o positivo según la posición elegida. Eternamente contrapuestos, estos arquetipos se repetirían, a lo largo de la historia argentina, cambiando tan solo de nombre y de ropaje; se trataría de una historia teológica de lucha entre el Bien y el Mal, que acabaría con la derrota definitiva de éste en el “fin de la historia”. En un deliberado anacronismo se buscaban en el pasado las claves para explicar el presente, pero ese pasado era, a la vez, interpretado según los códigos del presente y se caía, de ese modo, en un círculo vicioso.
En esa cosmovisión atemporal, ahistórica y mágica de la realidad humana, el tiempo irreversible era sustituido por, el mito del eterno retorno. Los acontecimientos históricos se convertían en hierofanías fulgurantes que restituían el pasado en el presente, ceremonias de transfiguración bajo cuyas formas rituales y simbólicas revivía un momento liminar ocurrido en otra época, mientras que los personajes reales se transformaban en representaciones de ideas y símbolos eternos.
Con la democratización y el retorno de los restos de Rosas -que transcurrió, salvo para una minoría de adeptos, en medio de la mayor indiferencia- parecía que esta forma de concebir el pasado estaba definitivamente muerta. Sin embargo, la tentación de sustituir la historia real por el mito es irresistible, y algunos legisladores peronistas han vuelto a caer en ella.
Estos, sin duda, aducirán que quieren superar los antagonismos para lograr la “Unidad Nacional”, pero la nación no es un todo orgánico por encima de los grupos humanos, las clases sociales y los individuos que la componen. Esta concepción seria precisamente la de los movimientismos autoritarios y corporativos, en las antípodas de la democracia y del sistema de los partidos. El consenso que, efectivamente, debe lograrse para que una sociedad sea gobernable no significa la desaparición de las contradicciones, de la diversidad, ni de la disolución de los opuestos en una dudosa armonía. El conflicto no es un obstáculo por superar; por el contrario, en toda forma de sociabilidad, en toda interrelación humana, intervienen por igual el conflicto y el consenso, la competencia y la cooperación. El acuerdo político resuelve pacíficamente el conflicto pero no lo suprime, porque las partes que acuerdan deben conservar su autonomía y su singularidad.
Sarmiento y Rosas fueron enemigos, tuvieron proyectos antagónicos de la sociedad argentina y no es posible unirlos hoy en una falsa síntesis póstuma, neutralizándolos al ubicarlos, uno al lado del otro, en la vitrina del museo o en los carteles de las calles, convertidos en objetos culturales, despojados de todo su polémico contenido político. Recordar, por el contrario, las diferencias insalvables entre ambos no significa caer en el mito del eterno retorno antes criticado. En una situación bien actual y distinta de la de aquellos personajes, optar por uno y rechazar al otro es mostrar la incoherencia que representa, para una sociedad en busca de una dificultosa democratización, celebrar una dictadura que, como lo vio Karl Vossler cuando leyó el Facundo en 1932, preanunciaba el totalitarismo fascista.
Sarmiento y Rosas no encarnan arquetipos de una ontología nacional inmutable; el término “civilización”, opuesto a “barbarie”, podrá parecer anticuado, pero en su momento trataba de representar valores que hoy siguen tan vigentes y controvertidos como entonces -democracia, libertad, justicia, modernidad-, cuyo alcance es universal y trasciende, por lo tanto, los estrechos límites de lugares y épocas.
* La Nación, 20 de abril de 2003.
El debate suscitado por el proyecto legislativo sobre el cambio de nombre de un tramo de la avenida Sarmiento por Juan Manuel de Rosas revivió un viejo antagonismo que parecía olvidado. Estos dos nombres resultan emblemáticos para la interpretación de la historia argentina, reducida de manera simplista a las líneas liberal y nacionalista, pero la realidad es más compleja que esta dicotomía tan nítida.
La primera reivindicación de Rosas surgió del propio liberalismo, en la generación del ochenta, con Adolfo Saldías, quien, sin embargo, más que antagonismos buscaba una conciliación entre federales y unitarios.
Los orígenes del radicalismo (sus creadores, Alem, Yrigoyen y Alvear descendían de familias rosistas y en las filas del partido militaban viejos federales, marginados por los liberales) lo predispusieron a la temprana reivindicación de Rosas. Algunos radicales -Ricardo Caballero y Dardo Corvalán Mendilarzu- intentaron hacerlo con campañas públicas; otros -Diego Luis Molinari-, con debates históricos.
El hecho de que los radicales se anticiparan a los nacionalistas en el rescate de Rosas tuvo su compensación cuando, después de la caída de Yrigoyen, algunos nacionalistas, que habían sido acérrimos enemigos de éste, dieron un giro e iniciaron la rehabilitación de Yrigoyen antes que los propios radicales, entonces demasiado abrumados por la derrota. Los hermanos Rodolfo y Julio Irazusta vincularon además la figura de Yrigoyen con la de Rosas, cerrando de ese modo el círculo.
La apropiación de Rosas por los nacionalistas y las comparaciones que establecían con el fascismo, entonces en auge, suavizaron el rosismo temprano de los radicales haciendo que viraran hacia un cauteloso eclecticismo; ésa sería la posición de Emilio Ravignani y de Ricardo Rojas, quienes propugnaban conciliar a Rosas y Sarmiento, lograr la síntesis entre federales y unitarios, aunque con una tenue inclinación hacia los primeros.
Un nuevo avatar sufriría el mito rosista: del caudillo conservador y autoritario, defensor del orden y la jerarquía, restaurador de la tradición colonial, que alababan Carlos Ibarguren y los nacionalistas aristocráticos, se pasó a la interpretación, en clave populista, de Ernesto Palacio y Manuel Gálvez. Este último tomó ese camino en sus exitosas biografías, una denigratoria de Sarmiento, otra apologético de Rosas. En la biografía que escribió sobre Yrigoyen, de algún modo complementaria de la de Rosas, comparaba a éste con el caudillo federal.
La versión populista, destinada a perdurar, de Rosas como líder de masas, antiimperialista y enemigo de la oligarquía, no era más que un mito político sin ningún asidero en la historia real. Rosas nunca se había propuesto atacar los intereses de la burguesía ganadera de la pampa húmeda -a la que pertenecían él mismo y muchos de los participantes de su gobierno- y mantuvo cordiales relaciones con el capital inglés; los comerciantes y diplomáticos británicos eran habitúes de los saraos de Manuelita, la hija del Restaurador de las Leyes. No debe extrañar que Rosas, tras su derrota, haya elegido para refugiarse la embajada inglesa y huido en un barco inglés a la propia Inglaterra, como lugar definitivo de destierro.
Después de 1945, Gálvez, Palacio y los forjistas agregarían a las figuras populistas de Rosas e Yrigoyen, la de Perón, inventando la línea histórica tan exitosa en las siguientes décadas. Tanto Yrigoyen como Perón, sin embargo, habían mantenido un cauteloso silencio con respecto a la controvertida figura de Rosas.
La antinomia Sarmiento-Rosas difícilmente puede ser identificada linealmente con orientaciones de izquierda o de derecha. Tanto el liberalismo conservador como el socialismo democrático de la primera mitad del siglo optaban por Sarmiento contra Rosas, así coincidían el centro derecha y el centro izquierda democráticos. Fueron los populismos -el yrigoyenismo y después el peronismo- los que cambiaron el signo de ambos personajes, mostrando la coincidencia de los nacionalismos, fueran de izquierda o de derecha.
Tras la caída de Perón, la corriente desarrollista, de influencia intelectual, era amante de las síntesis integradoras e intentó superar la dicotomía de federales contra unitarios, Rosas versus Sarmiento, recurriendo, una vez más, a la vieja fórmula ecléctica de algunos historiadores radicales: Rosas más Sarmiento, aunque con una marcada inclinación por el primero.
Para el pensamiento de los últimos años sesenta y los setenta, esta conciliación resultaba demasiado débil y claudicante y reapareció la línea excluyente nacionalista de Rosas y Peron -Yrigoyen permanecía olvidado- contra los demonizados liberales. José María Rosas y John William Cooke, al frente del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, se encargaron de la peronización del rosismo y consiguieron que el líder federal se convirtiera en un insólito ídolo juvenil junto a Evita y el Che.
Sarmiento, por su parte, había sido estigmatizado como introductor de ideas exóticas, un cosmopolita, “cipayo”, según la jerga… Él, por cierto, no se hubiera sentido agraviado porque formaba parte de una corriente de intelectuales y políticos del siglo XIX, que se extendió hasta comienzos del XX en América latina, la Europa Oriental Y la Rusia zarista, para quienes el europeísmo u occidentalismo no eran mera frivolidad o esnobismo, sino un modo de luchar contra las tradiciones retrógradas, de superar el atraso cultural, social y económico, de integrarse al mundo avanzado y estar a la altura de los tiempos.
Demagogia o educación
Para el nacionalismo de izquierda setentista, Sarmiento había despreciado a las masas y masacrado a los gauchos, y Rosas dejaba de ser el terrateniente conservador para transformarse en el líder de una revolución nacional, apoyado por las masas populares, o un demócrata de “la democracia orgánica”, expresión que denunciaba la influencia del fascismo. Ya Juan Pablo Oliver había definido el rosismo como un “socialismo de Estado” categoría que años después divulgaría José María Rosa.
Las actitudes distintas con que Rosas y Sarmiento enfrentaban a las masas populares marcaban la distancia entre el populismo de derecha y el liberalismo democrático. Rosas las adulaba por razones demagógicas, como el patrón de estancia acostumbrado a tratar paternalmente a los peones. Pero, a la vez, no hacía nada por elevarlas socialmente; por el contrario, cerraba escuelas (como por ejemplo, la que cerró mediante el decreto de 1830 “por ser incompatible con las urgentes atenciones del erario publico y por no corresponder sus ventajas a las erogaciones que causa” para mantener a esos grupos sociales en estado de ignorancia, sumisos Y fáciles de manipular.
Sarmiento, en cambio, podía despreciar a las masas ignorantes, Pero dedicaba sus esfuerzos a educarlas, creando de ese modo las condiciones para una igualdad de oportunidades, base de toda democracia. Con frecuencia señalo la desidia de las clases dominantes respecto de la educación popular y denunció la injusticia que significaba una universidad gratuita para los hijos de las clases altas, mientras que las escuelas públicas, donde sólo iban los pobres, estaban libradas al abandono; tema que, por cierto, no ha perdido vigencia.
Sin retorno
En mi libro Crítica de las ideas políticas argentinas (Sudamericana, 2003), he analizado la búsqueda obsesiva entre intelectuales y políticos argentinos de líneas históricas unívocas e inalterables, cuyo desciframiento mostraría una continuidad y unidad proporcionaría las claves del supuesto “ser nacional”: morenistas y saavedristas, unitarios y federales, porteños y provincianos, radicales y conservadores, antiperonistas y peronistas, liberales y nacionalistas: unos y otros encarnarían visiones absolutas, aunque con distinto signo, negativo o positivo según la posición elegida. Eternamente contrapuestos, estos arquetipos se repetirían, a lo largo de la historia argentina, cambiando tan solo de nombre y de ropaje; se trataría de una historia teológica de lucha entre el Bien y el Mal, que acabaría con la derrota definitiva de éste en el “fin de la historia”. En un deliberado anacronismo se buscaban en el pasado las claves para explicar el presente, pero ese pasado era, a la vez, interpretado según los códigos del presente y se caía, de ese modo, en un círculo vicioso.
En esa cosmovisión atemporal, ahistórica y mágica de la realidad humana, el tiempo irreversible era sustituido por, el mito del eterno retorno. Los acontecimientos históricos se convertían en hierofanías fulgurantes que restituían el pasado en el presente, ceremonias de transfiguración bajo cuyas formas rituales y simbólicas revivía un momento liminar ocurrido en otra época, mientras que los personajes reales se transformaban en representaciones de ideas y símbolos eternos.
Con la democratización y el retorno de los restos de Rosas -que transcurrió, salvo para una minoría de adeptos, en medio de la mayor indiferencia- parecía que esta forma de concebir el pasado estaba definitivamente muerta. Sin embargo, la tentación de sustituir la historia real por el mito es irresistible, y algunos legisladores peronistas han vuelto a caer en ella.
Estos, sin duda, aducirán que quieren superar los antagonismos para lograr la “Unidad Nacional”, pero la nación no es un todo orgánico por encima de los grupos humanos, las clases sociales y los individuos que la componen. Esta concepción seria precisamente la de los movimientismos autoritarios y corporativos, en las antípodas de la democracia y del sistema de los partidos. El consenso que, efectivamente, debe lograrse para que una sociedad sea gobernable no significa la desaparición de las contradicciones, de la diversidad, ni de la disolución de los opuestos en una dudosa armonía. El conflicto no es un obstáculo por superar; por el contrario, en toda forma de sociabilidad, en toda interrelación humana, intervienen por igual el conflicto y el consenso, la competencia y la cooperación. El acuerdo político resuelve pacíficamente el conflicto pero no lo suprime, porque las partes que acuerdan deben conservar su autonomía y su singularidad.
Sarmiento y Rosas fueron enemigos, tuvieron proyectos antagónicos de la sociedad argentina y no es posible unirlos hoy en una falsa síntesis póstuma, neutralizándolos al ubicarlos, uno al lado del otro, en la vitrina del museo o en los carteles de las calles, convertidos en objetos culturales, despojados de todo su polémico contenido político. Recordar, por el contrario, las diferencias insalvables entre ambos no significa caer en el mito del eterno retorno antes criticado. En una situación bien actual y distinta de la de aquellos personajes, optar por uno y rechazar al otro es mostrar la incoherencia que representa, para una sociedad en busca de una dificultosa democratización, celebrar una dictadura que, como lo vio Karl Vossler cuando leyó el Facundo en 1932, preanunciaba el totalitarismo fascista.
Sarmiento y Rosas no encarnan arquetipos de una ontología nacional inmutable; el término “civilización”, opuesto a “barbarie”, podrá parecer anticuado, pero en su momento trataba de representar valores que hoy siguen tan vigentes y controvertidos como entonces -democracia, libertad, justicia, modernidad-, cuyo alcance es universal y trasciende, por lo tanto, los estrechos límites de lugares y épocas.
Juan José Sebreli. |
* La Nación, 20 de abril de 2003.
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