domingo, 28 de agosto de 2011

JUAN BAUTISTA ALBERDI Y LAS BASES



Juan Bautista Alberdi (óleo de S. Nogy).
Las Bases (1856).

                                                                                          Por Olsen A. Ghirardi


Siempre me interesó profundamente el pensamiento de Alberdi; especialmente el pensamiento filosófico, porque advertí inmediatamente en él una profundidad y una extensión insólita. Prontamente llegaría a la conclusión, que me permitiría aseverar que Alberdi fue el máximo receptor de la filosofía europea en la primera mitad del siglo XIX y, quizás, de todo el siglo. Más allá de estos estudios sobre esa arista del pensamiento alberdiano, un día alguien me formuló una pregunta que, primero me dejó pensativo, y, luego, me dejó el acicate que me indujo a encontrar una respuesta. La intuición me decía que esa respuesta ya estaba en mí y que sólo me faltaba fundamentarla. En efecto, la interrogación exigía un estudio de las Bases y algunos otros escritos de Alberdi, al par que una incursión por el Derecho Público Anglosajón. Porque la pregunta en eso consistía: “¿Por qué esa preferencia de Alberdi por el Derecho Público Anglosajón?”. ¿Qué son las Bases? Simplemente, son el fundamento racional expresado por escrito de cada uno de los artículos del proyecto constitucional que aparecería en la segunda edición. Es cierto que ese proyecto no estaba incluido en la primera edición, pero, sin lugar a duda alguna, ya estaba en su mente. Y tan ello es así que entre mayo y julio de ese año 1852 –en tan breve lapso- lo redactó y lo hizo público.
Bastante después vendrá la edición de Bezançon (1856-1858), cuando ya se había dictado la Constitución de 1853, edición en la que el polemista desliza duras críticas a la actitud de Buenos Aires. Pero volvamos a los fundamentos del proyecto constitucional. Alberdi se propone fundamentar todos y cada uno de los artículos de esta Carta Magna, inaugurando un método que salvo la distancia cronológica - y no quiero con esto significar que en este punto haya habido influencia del uno sobre el otro- va a seguir Vélez Sarsfield cuando redactará el Código Civil y al pie de cada artículo colocará sus conocidas notas. Es verdad que se difiere en la forma, pero el propósito es muy semejante: se quiere que cada artículo tenga una fundamentación racional, y, al propio tiempo –en el caso de Alberdi- exista un manual a seguir, con indicaciones precisas, acerca de qué debe hacerse, desde el momento en que se elijan los representantes al Congreso constitucional, con las instrucciones del caso, hasta que se dicte la constitución, y aun después de aprobada, con los consejos acerca de la modalidad de su cumplimiento. Todo ello son las Bases y mucho más.
Alberdi tenía por costumbre, cuando había estudiado y dominado un tema, resumirlo con una expresión brocárdica. Y así calificaba a Francia y a Inglaterra: “La cultura es francesa; la libertad es inglesa”. Si se lee toda la producción escrita antes de 1852 se revela la verdad de este aserto.
Tengo para mí que para comprender de manera cabal a un autor no basta leer lo que él ha escrito; es menester también leer lo que él ha leído. Si cumplimos con esta afirmación, nos sorprenderemos advirtiendo que Alberdi, a los dieciséis años, adolescente aún, había leído a Volney y había recorrido con suma atención las páginas de Las ruinas de Palmira. Lo afirmaba él mismo y lo recordaba, como cuando escribió a los veinticuatro años la Memoria descriptiva sobre Tucumán.
Ahí quedaba deslumbrado por el descubrimiento que efectuaba al hacerse conciencia en él, de la mano de Volney, que existía una ley que regía los destinos de la civilización humana. Y, como lo hemos dicho con anterioridad, volcaba en el título de la segunda edición de las Bases esta convicción cuando escribía: Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, derivados de la ley que preside al desarrollo de la civilización de la América del Sud y del tratado del litoral del 4 de enero de 1831 (Imprenta del Mercurio, julio de 1852). No olvidemos que la primera edición fue fechada el 1 de mayo del mismo año.
Decía que Alberdi afirmaba que la cultura es francesa. En verdad, conocía muy bien la historia de Francia, como así la de Inglaterra. Cuando se lee el Fragmento preliminar al estudio del derecho, concluido el 5 de enero de 1837, cuando no había cumplido aún los veintisiete años, es menester no dejar de leer las notas, especialmente, las notas finales, extensos monólogos que enunciaban las reflexiones que le inspiraban los acontecimientos ocurridos en Francia. Todo el proceso revolucionario, desde 1789 hasta la revolución de julio de 1830, pasaba por su conciencia. Es como si tuviera la intuición de que estos hechos históricos, constituían una serie que aun no había concluido.
En 1852 conocerá la revolución de febrero de 1848; pero en 1837 ya había conocido todos los personajes del período de la Restauración, el intento estabilizador de una transición con los Borbones y la esperanza que despierta Felipe Igualdad, ya derribado Carlos X.
Un movimiento liberador se estaba dando en todos los órdenes. Alberdi era particularmente sensible a los movimientos literarios, filosóficos y políticos, y, sin duda, se conmovió su espíritu, como el de todos los jóvenes argentinos de la época, según lo relataba Vicente Fidel López. La “entrada torrencial” de los autores franceses en el Plata es altamente significativa. Victor Hugo y Saint Beuve, Cousin y Quinet, Delavigne y Dumas, eran leídos con entusiasmo. A su vez, las revistas francesas llevaban el ardor al paroxismo. El prefacio de Cromwell (1827) y el de Hernani (1829), cuyo drama se estrenó en 1830 en París, acuñaban el “principio de la libertad literaria”, y permitían a Víctor Hugo afirmar: “A pueblo nuevo, arte nuevo”. Las antiguas reglas de d¨Aubignac, del siglo XVII, habían fenecido. Desde ese instante la cultura literaria francesa había adoptado la libertad de manera rápida y sencilla, a pesar de que no podía decirse exactamente igual cosa de la libertad política, con los hesitantes vaivenes que experimentaba.
En verdad, los jóvenes de la generación del treinta y siete se bañaban en la cultura francesa y se regocijaban con ello. Alberdi era consciente de todo este proceso y conocía en profundidad su origen y su desarrollo.
Pero si quisiéramos sorprender su secreto pensamiento, respecto del Derecho Político, sólo sería necesario leer la carta que dirige al estudiante Lucas González. En efecto, desde Valparaíso, fechaba dicha carta el 16 de abril de 1850 y vertía su opinión acerca del plan de estudios de derecho que mejor le convenía seguir en Europa. Aquí citaré solamente lo que nos interesa. Si bien –recuérdese afirmaba que la cultura, en general, por antonomasia, era francesa, sostenía que la Francia de mediados del siglo XIX aun no había hecho la elección sobre si se decidía por el derecho republicano
o el derecho monárquico. Por eso, le decía a Lucas González, que estaba en Turín (Italia): “No gastaría yo tiempo en estudiar derecho político en Francia”. Y, entonces, ya cuando el instante de escribir las Bases se iba acercando, se inclina por el derecho anglosajón y, especialmente, porque en América “el derecho público es un instinto”. Ya sabía que los publicistas no lo habían estudiado en las
aulas sino en la vida misma. Los americanos del norte habían creado –según Alberdi- “la organizaciónmás perfecta que se conozca de la democracia sin tener escuelas ni autores célebres de derecho”.
Y, si bien se mira, conviene también dar un repaso al artículo que escribe examinando las ideas de Félix Frías, cuando afirmaba que el progreso francés recibe su primer impulso del liberalismo y del progreso británicos. Y, a renglón seguido, trata de demostrar que Voltaire nutre su espíritu de Locke, Pope y Newton; Diderot lee a los autores ingleses; D´Alembert, estudia a Bacon (Francis); Rousseau y Montesquieu se regocijan también con Locke y el derecho público inglés; Mirabeau, Condillac y Cabanis estudian a Locke, Hobbes y a otros autores ingleses; y, finalmente, Guizot y Thiers y Jouffroy introducen en Francia la doctrina y la filosofía política inglesa. Y vienen luego las confesiones palmarias cuando decía que tenía “predilección abierta por todo lo que es inglés” y, más aun, cuando aseveraba que “sin la Inglaterra y los Estados Unidos, la libertad desaparecería de este siglo”.
Es evidente que la libertad es inglesa, en el ánimo de Alberdi. Y, decidido a escrutar el sentimiento religioso en su relación con la libertad, se conmovía encontrando que el catolicismo era también adecuado para su florecimiento, aunque no era la única religión para serle propicio.
Por otra parte, si leemos las Bases, encontramos en ellas que Alberdi conocía la historia de Inglaterra tan minuciosamente como la de Francia. En el capítulo XXXIV de la edición que hemos reeditado, al analizar la política conveniente para después de dada la constitución, recordaba que las cartas o leyes fundamentales de Inglaterra tenían sobrada antigüedad y, como ejemplo, citaba el caso del normando Guillermo el Conquistador, quien, luego de derrotar a Harold –rey inglés- en la batalla de Hastings,
en el año 1066, había otorgado la primera carta el año 1077. Además, la famosa Carta Magna, debida a Juan sin Tierra, databa del 19 de junio de 1215.
Es notorio que toda Carta implica una limitación al poder absoluto del soberano. Concedida la carta con la buena voluntad del Rey, o arrancada por los barones y los clérigos reunidos en el verde prado de Runnymede, de cualquier manera que se lo mire, el acto es siempre una garantía de derechos acordados. En el caso, en todo el documento está implícito que una ley (la carta) está por encima de la autoridad real, que no puede violarla.
Y, el propio Alberdi, siguiendo el derrotero de la historia inglesa, no vacilaba en conceder que, entre los siglos XI y XIV, se dieron las normas que fueron la base del derecho público británico. Las comunidades (los hombres más importantes de los burgos) y los shires fueron convocados en un Parlamento realizado en Londres en 1265, que fue el primer Parlamento representativo de la historia de Inglaterra. Los representantes de las comunidades (o communes) estaban autorizados para acceder o negarse a las demandas de dinero del rey (impuestos) y para exponer ante él y el Consejo los males que deseaban ver corregidos. Fue el origen de la Cámara de los Comunes. Desde ahí en adelante estas asambleas fueron convocadas de manera más frecuente. En realidad, esta modalidad no se basaba en una teoría política: era la propia costumbre transformada en hábito y convertida en norma.
Sin embargo, no debe creerse que todo fue, aun en Inglaterra, miel sobre hojuelas. La libertad tuvo períodos vacilantes. Así, el rey Jacobo I, al comenzar el siglo XVII (1608) tuvo una controversia con Edward Coke, quien aseveraba que Dios y la ley estaban por encima de la autoridad del propio rey, lo que, más tarde, no impidió que rodase una cabeza real.
Adelantando el tema, debe decirse aquí que los hombres de la Revolución Americana estaban fuertemente motivados por los escritos de Coke (Coke´s Institutes). En consecuencia, toda constitución, en la inteligencia de Hamilton, debía ser entendida como una limitación a los poderes del gobierno. Pero la interpretación de sus disposiciones correspondía, indefectiblemente, a las Cortes de Justicia. De ahí que el famoso Juez de la Suprema Corte, desde 1801 hasta 1835, John Marshall, solía decir que “la verdadera esencia de la tarea judicial, era determinar la constitucionalidad”.
El siglo XVII marcó todo un hito en la historia política inglesa y, a fines de ese siglo, consumadas las revoluciones que lo caracterizaron, John Locke, el pensador inglés, escribió, en el orden político, su famoso Dos tratados sobre el Gobierno del Gobierno Civil y, en el orden filosófico, su Ensayo sobre el entendimiento humano, obra que inicia otro ciclo y moldea el llamado empirismo inglés de la época moderna.
Esos fueron los fundamentos ingleses que, mutatis mutandi, evocaba Alberdi. Pero, antes de 1852, había llegado a sus manos una obra realmente importante. Se trataba nada menos que la traducción francesa del libro de Joseph Story, que tenía como título Commentaire sur la Constitution Fedérale des Etats-Unis (Paris, Joubert, 1843, 2 tomos, 390+499 páginas). Story la había escrito en 1833, siendo juez de la Suprema Corte de los Estados Unidos (1811-1845), sitial que ocupó gracias al nombramiento que hiciera J. Madison. Fue también profesor en Harvard y tenía un extraordinario prestigio.
Por su parte, Paul Odent, abogado de la Corte Real de París, después de haber sido un integrante del Consejo del Rey y de la Corte de Casación de Francia, tradujo la obra diez años después de haber sido editada en lengua inglesa.
Esa traducción circuló por América del Sur, ya que la tuvieron en sus manos Dalmacio Vélez Sarsfield en nuestro país y Alberdi en Chile.
Más tarde, ya después de haber sido sancionada la constitución de 1853, Nicolás Calvo la traduce al español para la “Reforma pacífica de Buenos Aires”, en 1860. De ella se hacen por lo menos tres ediciones y se caracteriza como traducción del comentario abreviado de J. Story por Paul Odent. Su título completo: “Comentario sobre la constitución federal de los Estados Unidos precedido de una revista sobre la historia de las colonias y de los estados antes de la adopción de la constitución". (Esta obra puede ser consultada en la Biblioteca Mayor de nuestra Universidad).
Siguiendo con el punto –y esto ya es una digresión- en la biografía de Rafael García escrita por Henoch Aguiar (Anales, fs. 39 a 191, año II, 1944, cap. IX, “García, abogado, magistrado”) se lee que Rafael García estaba familiarizado con esta traducción. El comentario abreviado es citado como parte de la doctrina que se asienta en fallos, en la segunda mitad del siglo XIX (págs. 146 y 149).
Todo esto demuestra la influencia que Story ha ejercido en el extremo sur de la América del sur. Joseph Story escribió su famoso Comentario cuarenta y seis años después de haberse aprobado la Constitución de los Estados Unidos. En ese plazo, de casi medio siglo, el mecanismo constitucional funcionó a las mil maravillas, quizá –eso sí- con algunas enmiendas. No sólo un comentario; es la historia del nacimiento de un pueblo, de una nación; es el origen y el desarrollo de un ente político, devenido la Unión por antonomasia, con sus maneras de vivir y su idiosincrasia, sus costumbres y sus peculiaridades transformadas en normas fundamentales. Es la experiencia misma de la vida hecha ley de la comunidad. Por eso describe el nacimiento y las vicisitudes de las trece primitivas colonias norteamericanas.
Story manifiesta que la Unión es un resultado y no el comienzo. Por eso, es preciso conocer las dificultades domésticas y políticas de los colonos que fundaron la Nación. A través de ellas podían ser conocidas las costumbres, las opiniones, los juicios y los prejuicios de cada uno de los pueblos, muchos de los cuales –zanjadas judicialmente las controversias- pasaron a constituir la Constitución de la Unión.
Quizá sea necesario decir que el título de la Gran Bretaña sobre las tierras americanas se basaba en el hecho del descubrimiento. La prioridad del descubrimiento confería un derecho exclusivo de la posesión del territorio. Esta circunstancia generó una relación peculiar entre los Estados europeos y los habitantes indígenas. De ahí que el habitante del suelo fuera contemplado como una persona que ocupaba legalmente el territorio y comenzó a gozar del mismo derecho que el ciudadano. Uno de los primeros asentamientos estables se realizó en el territorio que conformaría el Estado de Virginia. Ese establecimiento permanente recibió una carta otorgada por Jacobo I a Thomas Gates y sus asociados. Por ella se otorgaba el poder legislativo y ejecutivo a un consejo, que era designado por la corona. Pero eso no satisfizo a los colonos. Pronto reclamaron los mismos derechos que gozaban en su patria. Para calmar los ánimos, la autoridad inglesa convocó a los representantes de las plantaciones y se permitió, de esa manera, que los colonos ejercieran verdaderas funciones legislativas. Ese fue el origen de la primera legislatura de representantes que funcionó en el norte de América.
Es verdad que el eje del poder osciló y sufrió vaivenes. Finalmente, quedó claro que, en materia civil y eclesiástica, la colonia estaría sometida a las mismas leyes que Inglaterra. Pero, en el orden local, se elegirían representantes de los colonos que, con el gobernador y su consejo, debían formar una asamblea con facultades legislativas.
El segundo asentamiento estable residió en Plymouth y ahí se fundó lo que sería Nueva Inglaterra. En 1628 el rey Carlos concedió una carta a ciertos asociados, que se constituyeron en cuerpo político bajo el nombre de “gobierno y compañía de Massachusetts en Nueva Inglaterra”. La compañía podía reunirse en asamblea general cuatro veces al año. Comenzó a ser costumbre que las asambleas generales admitían a los hombres libres y aprobaban las leyes y ordenanzas para el bien y ventajas de la compañía, siempre que no fuesen contrarias a las leyes inglesas. No hay duda que los poderes fueron extensos y privilegiados. Como dato adicional debe expresarse que la asamblea general, debía reunirse todos los años y se constituía con propietarios de cierta significación. Así se constituían las cortes de justicia, se fijaban las tasas y se aprobaban las leyes y ordenanzas necesarias para la comunidad. Existía la libertad de conciencia, pero no para los papistas.
El descripto –poco más poco menos- fue el proceso que siguieron también las otras colonias inglesas.
Es verdad que hubo vaivenes, semejanzas y diferencias. Hubo desmembramientos y separaciones.
Conviene, sin embargo, dejar aclaradas algunas otras particularidades. El territorio que después sería Pensilvania, tuvo la carta lograda por William Penn, que fue la base de la Constitución adoptada en Filadelfia en 1776. Esta ciudad, la capital, fue la sede del Congreso y ahí se proclamó la independencia y la sede de la convención federal convocada en 1787.
Un párrafo especial merecen las dos Carolinas. Se sostiene que la constitución fue elaborada por el filósofo y político inglés John Locke (1632-1704), que he citado más arriba, cuyas obras fundamentales fueron publicadas entre 1880 y 1890. Dicha constitución fue un verdadero fracaso y fue abrogada en 1693. La obra del filósofo no pudo competir con la experiencia de los colonos que preferían las costumbres transformadas en normas.
En suma, había una regla general que la práctica confirmaba: la ley común era el primer derecho y la herencia de cada habitante de las colonias, que los primeros colonos llevaron con ellos al emigrar, con la reserva de que esas leyes debía aplicarse respetando la situación local, esto es, el ahora y el aquí.
Vuelvo a insistir: no obstante diferencias de organización, las colonias tenían, en cuanto a la forma de gobierno, ciertas semejanzas, pues gozaban de los mismos derechos y privilegios de todo súbdito inglés, pero sus leyes locales no podía oponerse a las leyes inglesas. Esa era, sin duda, una limitación del poder legislativo. Por otra parte, bien vale repetirlo, los colonos tenían el derecho del sufragio para elegir libremente sus representantes, que dictaban sus leyes locales.
Además, las colonias no tenían ninguna relación directa entre ellas y cada una era independiente de las otras. Necesitaban del consentimiento de la corona para constituir uniones y alianzas. Story afirma que, por intereses de defensa mutua, existió algo así como una confederación. ¿Cómo llegaron a constituir la Unión? Pues, ciertos acontecimientos provocados por la ingerencia del Parlamento inglés, que necesitaba fondos, provocaron la reacción cada vez más airadas de las colonias. En 1774 los colonos de Massachusetts convocaron un congreso continental, que se constituyó con representantes del pueblo y que se reunió en Filadelfia. De ello surgió el gobierno revolucionario que subsistió hasta la instalación del gobierno federativo de 1781. En el año 1776 el congreso declaró la independencia. A partir de este momento Story afirma que las colonias ya formaron una nación, que tenía un gobierno central que obraba con el consentimiento general del pueblo de todas las colonias. Pero hubo problemas graves y duros litigios entre ellas que casi, en alguna ocasión, generó una guerra.
La confederación tuvo vida mientras duró la guerra de la independencia. Fue recién en 1787, cuando un congreso reunido en Filadelfia aprobó una constitución nacional. El 4 de marzo de 1789 George Washington fue elegido presidente, de acuerdo a la nueva constitución federal.
Con relación a las normas contenidas en la nueva constitución hubo algunas discrepancias. Jefferson objetó la falta de una declaración de derechos y la ausencia de disposiciones sobre la libertad religiosa y de prensa. Ese problema se subsanó con enmiendas. A esta altura Story se formula una pregunta: ¿cuál fue la naturaleza de la constitución federal? Fue ¿un contrato, una alianza, una transacción, un tratado, una convención? Y su respuesta: “fue el resultado de transacciones en las cuales las consecuencias lógicas de la teoría habían debido ser sacrificadas a los intereses y a los prejuicios de ciertos Estados”. En suma, fue una obra humana y tuvo un doble carácter: gobierno federal en algunos casos; en otros, gobierno sobre los individuos. Pero también se dio algo de capital importancia: el derecho de interpretación de la constitución se reservó expresamente para el poder judicial, sin ninguna limitación en cuanto a la validez de la decisión. Para decirlo con más claridad: El poder judicial de los Estados Unidos es el intérprete definitivo, en última instancia, de todas las dificultades que se presentasen y que tuviesen carácter judicial. Quedaron fijados, por otra parte, los principios fundamentales sobre los cuales se basaba la organización del gobierno. Es decir, existían y coexistían tres grandes poderes: legislativo, ejecutivo y judicial. Los poderes se hallaban divididos y ejercidos separadamente por distintos funcionarios y cada poder constituían un departamento separado. El gobierno es mixto, los poderes no son hereditarios y se ejercen como poderes delegados, siendo los funcionarios elegidos mediante elecciones. En las repúblicas representativas todos los poderes emanan del pueblo y, generalmente, se ejercen por un determinado período, después del cual revierten al pueblo. Story quiere, de manera expresa, destacar que la convención constituyente partió de una primera proposición: “es necesario establecer un gobierno nacional, compuesto de los poderes legislativo, judicial y ejecutivo”. Y esto no era una nueva teoría. El pueblo había abrazado una verdad práctica que servía como base de su organización.
Conjeturo que Alberdi leyó a Joseph Story en la traducción de Paul Odent. Como se dijo con anterioridad, el jurista del norte comenzaba estudiando el origen de las trece colonias norteamericanas. Las instituciones políticas iban naciendo a medida que se desarrollaban los pueblos, conforme sus tradiciones, su tiempo y su lugar. Nada de teorías. La vida misma, la propia experiencia, se plasma en normas y sellaban el origen de las instituciones. Alberdi se encuentra con un país que había declarado la independencia y había puesto un hiato de más de treinta años, aun si tomamos la fecha del año 1820, sin haber logrado dictar una Constitución nacional. Mientras tanto, las demás naciones hispanoamericanas habían dictado sus propias constituciones. En consecuencia, Alberdi –siguiendo un método semejante al de Story- hizo un análisis de todas esas constituciones. Decía que Story tomaba como punto de partida la experiencia, de alguna manera un camino inductivo, al buen estilo inglés, cuando sus filósofos afirmaban que la experiencia nos marca el comienzo de todo conocimiento. El origen, siempre el origen, con un inicio puntual, singular. La conducta política, los actos que se repiten y que se remontan hacia las instituciones, que no son sino conductas cristalizadas. Alberdi, por su parte, tuvo como punto de partida, un apotegma que había aprendido en su adolescencia y que lo reveló en el título que la segunda edición de Valparaíso mostraba: “Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, derivados de la ley que preside al desarrollo de la civilización en la América del Sud”. En el momento inicial, para pensar una constitución, la elección pareciera no ser la experiencia pura sino, por el contrario, una expresión de significado universal. Nos habla, en definitiva, de una ley que rige la evolución de la humanidad. Esa concepción era la de Volney que Alberdi leyera en sus años jóvenes (1826/1827) cuando tuvo en sus manos Las ruinas de Palmira. Volney, que se encuentra citado en la Memoria descriptiva sobre Tucumán (1834). Volney que es recordado en su Autobiografía, en primer término, de una lista de aproximadamente cuarenta autores. Y las leyes que rigen la evolución de los pueblos –decía- son “leyes naturales, regulares en su curso, consecuentes en sus efectos, inmutables en su esencia”. El entusiasmo de Alberdi se agiganta ante todos los pensadores de la evolución progresiva, como Condorcet, Jouffroy, Pierre Leroux y algunos otros. La ley de expansión de los pueblos implica utilizar y explotar el suelo que el desierto conserva para el atraso. Ese desierto debe ser poblado, como paso inicial. Tiene Alberdi, al respecto, párrafos contundentes: “Esta es la ley capital y sumaria del desarrollo de la civilización cristiana y moderna en este continente; lo fue desde su principio, y será la que complete el trabajo que dejó embrionario la Europa española”.
Con esto el camino quedaba marcado. De esa ley capital debían derivarse todas las que signaban el “ahora” y el “aquí” de nuestros pueblos. Sugestivamente Alberdi pasa revista a todas las constituciones latinoamericanas. Su crítica principal se cierra –como es muy conocido-- en las restricciones a la inmigración –especialmente, debido a cuestiones religiosas- y a la naturalización de los extranjeros.
Pero Alberdi se regocija con la Constitución de California de 1849 cuando afirma que estableció un gobierno de “tolerancia y de progreso” porque legisla para el habitante, sin distinciones de ninguna naturaleza. "Los californianos reconocieron al habitante los privilegios y prerrogativas del ciudadano en lo que hace a la libertad civil, a seguridad personal, a inviolabilidad de la propiedad, de la correspondencia y papeles, del hogar, del tránsito, del trabajo, etc.”. Aun más: se le reconocen también los derechos de adquisición hereditaria y la seguridad del valor de los contratos.
Elogia también Alberdi el fácil ingreso del extranjero a la Cámara de Senadores y de Diputados y la posibilidad de los matrimonios mixtos (casamientos con extranjeros).
Alberdi tiene una teoría. Las restricciones de las constituciones hispanoamericanas se justificaban cuando las naciones luchaban por su independencia porque era la hora de la espada. En 1852 ésta ha concluido. Recuérdese que la batalla de Ayacucho se había dado en 1824. El fin, el objetivo primordial ha cambiado y cuando se pregunta “¿cuál es el fin de las constituciones de hoy?”, la respuesta es obvia: “Ellas deben propender a organizar y constituir los grandes medios prácticos de sacar a la América emancipada del estado oscuro y subalterno en que se encuentra”. ¿Y cuáles son los grandes medios prácticos? Pues, simplemente: la inmigración libre, la libertad de comercio, los ferrocarriles, la industria sin trabas, la navegación de los ríos. Desde ahí Alberdi infiere las demás normas que coadyuvan al fin en el que todas confluyen. Quizá queda una decisión fundamental: la forma de gobierno que el país necesita. Si recordamos el título que lleva la segunda edición, advertiremos que concluye con la siguiente expresión: “y del tratado del litoral del 4 de enero de 1831”, fórmula que se consolidará con el acuerdo de San Nicolás del 31 de mayo de 1852. Como se ve, el constitucionalista no desdeña tampoco la experiencia. Si bien parte de un principio general, burilado por la filosofía europea, para el “ahora” y el “aquí” la experiencia es una fiel brújula confiable. Por eso, la forma de gobierno surge de la necesidad local y no es una simple imitación de legislaciones extranjeras. La federación mixta es la indicada, pues se debe buscar la “fusión parlamentaria en el seno de un sistema mixto que abrace y concilie las libertades de cada provincia y las prerrogativas de la nación”.
Y, como para que no queden dudas concluye: “La soberanía local –derrocado el Virrey- tomó entonces el lugar de la soberanía general acéfala; y no es otro, en resumen, el origen inmediato del federalismo o localismo republicano en las provincias del Río de la Plata”.
Alberdi se cura en salud y afirma que su solución no es una copia servil. El sistema mixto es practicable “por la división del cuerpo legislativo general en dos cámaras”: una, representa a las provincias, es decir, la soberanía local; la otra, representa al pueblo de toda la República, sin tener en cuenta las localidades, como si todas las provincias formasen un solo Estado Argentino.
Si observamos bien los objetivos que tuvieron Alberdi y Story no son idénticos; el primero, escribía para el futuro, cuyo fin inmediato era dar una Carta Magna a una nación y se propuso fundamentar cada norma con las razones que tenía para proponerla; el segundo, escribió el proceso histórico que condujo a los Estatutos Unidos a dejar constituida la Unión bajo el cielo de una sola norma fundamental.
Es probable –y es la creencia que aquí se enuncia- que Story haya influido en Alberdi más de lo que se ha pensado hasta ahora y de lo que a primera vista se evidencia. La breve relación y el análisis que Alberdi hizo de cada constitución de las naciones hispanoamericanas, aparece inspirado por Story, en cuanto señala el camino histórico que siguió cada una de las trece colonias, núcleo inicial del país del Norte. Además, nuestro conciudadano sigue muy de cerca a Story cuando éste hace la defensa de la necesidad de constituir la unión de las provincias mediante una constitución general y un gobierno central. Pero, no obstante ser ello de capital importancia, el otro fin inmediatamente buscado por Alberdi, es el de poblar el desierto. Para lograr ese anhelo, es menester que la constitución establezca derechos y garantías de progreso. ¿Cuál es el sujeto, el destinatario de ese objetivo? Simplemente, el ciudadano. El habitante. Las provincias, las trece colonias norteamericanas lo había señalado. La constitución de California lo había confirmado. Alberdi desde el mismo preámbulo se dirige al habitante, a toda persona que ocupara el suelo. De ahí que fijara los derechos naturales de sus habitantes. Todo el cuerpo constitucional otorga derechos, más que a los ciudadanos, a los habitantes del país, sin distingos. Y la conclusión se impone: Las declaraciones derechos y garantías comprenden a todos los habitantes, a todos los que están pisando el suelo argentino.

Joseph Story.

Si se leen el Fragmento y el Discurso, ambos de 1837, se adquiere la convicción de que las ideas fundamentales ya estaban en su mente en aquel entonces, pues decía: “El desarrollo es el fin, la ley de toda la humanidad: pero esta ley también tiene sus leyes. Todos los pueblos se desarrollan necesariamente, pero cada uno se desarrolla a su modo: porque el desenvolvimiento se opera según ciertas leyes constantes, en una íntima subordinación a las condiciones de tiempo y espacio. Y como estas condiciones no se reproducen jamás de una manera idéntica, se sigue que no hay dos pueblos que se desenvuelvan de un mismo modo. Este modo individual de progreso constituye la civilización de cada pueblo, pues, tiene y debe tener su civilización propia, que ha de tomarla en la combinación de la ley universal del desenvolvimiento humano, con sus condiciones individuales de tiempo y espacio”. El joven filósofo pensó quince años antes lo que el constitucionalista escribiría después. Para concluir, debe decirse que Odent condujo a Alberdi a un encuentro con Story. Pero el conocimiento de Story sazonó lo que la cultura filosófica y política de Alberdi lleva en sus alforjas desde su adolescencia y su juventud. Al jurista de cuarenta y un años se sumaba el filósofo de veintiséis para producir el pedestal que constituyó nuestro país.


Fuente:

www.acaderc.org.ar (28/8/2010)

domingo, 21 de agosto de 2011

ROSAS Y LA SUMA DEL PODER PÚBLICO

Causa criminal contra los asesinos de Facundo Quiroga.

Juan Manuel de Rosas.
Por Sandro Olaza Pallero




El 7 de marzo de 1835, después de un período en el que se sucedieron como gobernadores de Buenos Aires Juan Ramón Balcarce, Juan José Viamonte y Manuel Vicente Maza, y tras negarse en varias oportunidades, Juan Manuel de Rosas aceptaba el cargo como gobernador y capitán general concedido por la Legislatura de la provincia de Buenos Aires, con la suma del poder público, no obstante de que en principio tenía un límite de cinco años. Esta medida fue ratificada por un plebiscito popular urbano y comenzaba así su segundo mandato, que duraría 17 años.
La suma del poder público significaba conferirle a Rosas los tres poderes del Estado: Ejecutivo, Legislativo y Judicial.

“Art. 1º Queda nombrado gobernador y capitán general de la Provincia por el término de cinco años, el brigadier general Don Juan Manuel de Rosas.
Art. 2 Se deposita toda la suma del poder público de la Provincia en la persona del brigadier general Don Juan Manuel de Rosas sin más restricciones que las siguientes:
1. Que deberá conservar, defender y proteger la Religión Católica Apostólica Romana.
2. Que deberá sostener y defender la causa nacional de la Federación que han proclamado todos los pueblos de la República.
3. El ejercicio de este poder extraordinario durará todo el tiempo que a juicio del gobierno electo fuese necesario.”

         Esta ampliación de las funciones generales ejercidas por Rosas fue un proceso gradual, que evidencia el paulatino aumento de su poder efectivo. Sostiene Ricardo Zorraquín Becú: "Interpretando con amplitud las atribuciones delegadas por las provincias o pidiendo nuevas facultades, Rosas ejerció de hecho una magistratura nacional que tuvo a su cargo no solo el manejo de las relaciones exteriores, sino también las guerras internacionales y civiles, el ejercicio del patronato, los asuntos de orden eclesiástico más importantes, las causas judiciales de interés común, la situación política de cada provincia y todas las cuestiones que según el Pacto Federal de 1831 correspondían a la Comisión Representativa. Al unificar progresivamente a la República se convirtió en su verdadero conductor, tanto que en los últimos años de su gobierno casi todas las provincias le dieron el título de Jefe Supremo de la Confederación Argentina".
       Destaca Abelardo Levaggi que casi todos los gobernadores, fueran unitarios o federales, civiles o militares, recibieron facultades extraordinarias y, algunos, la suma del poder público: "La diferencia consistió en que la delegación de facultades extraordinarias se limitaba a funciones legislativas (que las había tenido el gobernador indiano), mientras que la suma del poder público abarcaba, además, funciones judiciales (de cuyo ejercicio había, asimismo, antecedentes indianos, si bien sujeto a control por la vía de la apelación)."
Víctor Tau Anzoátegui se pregunta si el gobierno de Rosas ¿era dictadura o tiranía? Para llegar a una conclusión, habría que distinguir en lo que se refiere al origen y al ejercicio del poder a través de las sucesivas reelecciones: “En lo que se refiere al primer aspecto –origen del poder- no existía una usurpación, sino un nombramiento legítimo, ratificado por un acto popular. Las sucesivas reelecciones con las mismas atribuciones, por parte de la Legislatura –sin más ratificaciones populares- significaban el medio legítimo y formal para ello, aunque debe tenerse en cuenta la poca representatividad que alcanzaba a tener aquel cuerpo, enquistado y burocratizado dentro del régimen. De ahí que en 1835 y aún en las siguientes reelecciones, si miramos a través del prisma del origen del poder, concluiremos que estamos en presencia de una dictadura”.
Por su parte, Enrique M. Barba afirma que con la llegada de Rosas al poder se produjo la quiebra y liquidación definitiva del federalismo: “Que cada uno juzgue acerca de la bondad del régimen rosista como mejor le acomode a sus ideas políticas o a su modo de enfocar la historia nacional, pero no creo que pueda llamarse federalismo ese sistema que desembocó hacia 1850 y 1851, en la designación de Rosas, por parte de los gobernadores de provincias, como jefe absoluto de la Confederación, con facultades extraordinarias y la suma del poder público”.         
            El representante Francisco A. Whright en el debate sobre la entrega de la suma del poder público a Rosas el 3 de marzo de 1835 manifestó su apoyo a este proyecto: "Habiendo tenido el honor de ser miembro de la Comisión, que acaba de dictaminar sobre los proyectos presentados por el señor Garrigós, corresponde  en este momento de la discusión expresar los puntos de conformidad en que he estado con la Comisión, y en los que he disentido de ellos. He estado de acuerdo con ella en la base del proyecto, reducida a elegir al ciudadano, general don Juan Manuel Rosas, con las facultades extraordinarias, que hacen necesarios los sucesos del país...Desengáñense los ilusos: libertad, bien público, garantías sociales y otras palabras que propalan mañosamente los titulados liberales, no son para ellos sino palabras huecas, de que se valen los incautos, y ocultan a los ojos del vulgo profano los tremendos fines que se han propuesto. Sí: ellos quieren precipitar al país en una crisis espantosa. Buenos Aires está plagado de logias, que perteneciendo antes a diversos partidos, han verificado su fusión no hace muchos días; y en la actualidad todos estos elementos de destrucción y de muerte se agitan en un mismo fin, y preparan una época horrorosa de sangre y crímenes, cuya sola idea es capaz de aterrar la imaginación".
Ricardo Levene afirma que en el período de formativo de la suma del poder público, el año 1834 señala el extraordinario prestigio político y militar de Rosas, adquirido bajo la influencia de dos grandes acontecimientos: la Revolución de los Restauradores y la Campaña del Desierto. El medio propicio le fue creando el ídolo del pueblo. Dice Levene:"Ya en carta de 3 de mayo [1835] Rosas reveló su manera de ser violenta y su modo de proceder, ante el hecho extraordinario del asesinato de Quiroga y su comitiva. "El sacudimiento será espantoso y la sangre argentina correrá en porciones", dijo. He aquí el inventario de los hechos criminales, que hizo Rosas en esa carta,  para explicar la política a seguir: "El Señor Dorrego fué fusilado en Navarro por los unitarios. El General Villafañe, compañero del General Quiroga, lo fué en su tránsito de Chile para Mendoza por los mismos. El General Latorre lo ha sido a lanza después de rendido y preso en la cárcel de Salta, sin darle un minuto de término para que se dispusiera, lo mismo que al Coronel Aguilera que corrió igual suerte. El General Quiroga fué degollado en su tránsito de regreso para ésta el 16 del pasado último febrero, 18 leguas antes de llegar a Córdoba. Esta misma suerte corrió el Coronel José Santos Ortiz y toda la comitiva en número de 16..." Agrega: "¡Qué tal! ¿He conocido o no el verdadero estado de la tierra?". Y refiriéndose a los diputados que negaban la necesidad de delegar las facultades extraordinarias o la Suma del Poder Público, exclama: "pero ni esto ha de ser bastante para los hombres de las luces y de los principios. ¡Miserables! Y yo insensato que me metí con semejantes botarates". Termina con la amenaza de que ya lo verían ahora y que la sangre argentina correría "en porciones"."  
Tomás Guido no fue partidario de la suma del poder público, pero sí de robustecer el poder, opinión compartida por José de San Martín. Destacaba Guido en su voto que "debían quedar en pie las garantías legales para la vida y propiedades de sus habitantes". El diputado Tomás de Anchorena tenía la íntima conciencia de que la idea de la suma del poder como debía gobernar Rosas, era "una idea fomentada por los enemigos de la causa de la Federación, pues los enemigos de ese Héroe de nuestra causa, no teniendo medios para oscurecer sus glorias y sus grandes servicios, han tratado de establecer el hecho de que él es un absolutista, un arbitrario, que no quiere gobernar sino por ese medio". Los enemigos de la Federación en sus logias y clubes secretos, sostenían esa afirmación y el propio Rosas: "Alguna vez él mismo se apercibió de esta verdad y alguna vez él mismo temió que no le convenía". Los diputados Garrigós e Irigoyen respondieron a Anchorena que fundamentaban la concesión de la suma del poder público en la lenidad en la acción ejecutiva del gobierno y de que la delegación de la suma de este poder no empañaría la gloria del        Héroe.
             Afirma Levene que la Junta de Representantes acababa de sellar su propia disminución. Hasta entonces había sido un órgano vibrante de la voluntad popular -aún bajo el régimen de las facultades extraordinarias-, cualquiera sea el juicio que merecieran sus deliberaciones entre las cuales nunca faltó una voz libre e independiente por las leyes que dictó, no pocas de ellas sujetas a reclamos imperiosos del momento: "Pero a partir de la delegación de la Suma del Poder Público y de la resolución adoptada a insinuación del propio Rosas, de que no se ocuparía sino de los asuntos sometidos a su decisión, se reunieron sus miembros para considerar el presupuesto y con el fin de guardar "las formas constitucionales", como dijo el ministro de Hacienda, o al tratarse la creación del Tribunal Extraordinario, a iniciativa del Gobernador, que ocupó las famosas sesiones de todo el año 1838 dedicadas a considerar el Poder Judicial, y para deliberar y resolver sobre el bloqueo francés o el bloqueo anglo-francés, pero siempre a la espera de los proyectos o mensajes del P. E. La propia Junta de Representantes, al contestar el mensaje de 1837 del gobernador Rosas, le decía a éste que había sido elevado a la suprema dirección de los negocios públicos "sin más trabas que su conciencia", pero "que se había sometido voluntariamente a todas las que prescriben las leyes de los Estados mejor constituidos"...La diferencia entre las facultades extraordinarias y la Suma del Poder Público, es la que separa la dictadura del poder absoluto".
En marzo de 1847, Esteban Echeverría en carta a Pedro De Angelis señalaba que la federación de Rosas era todo lo opuesto de lo que habían gestado los caudillos, desde Artigas hasta Dorrego. Ni las facultades extraordinarias ni la suma del poder público, ni la aniquilación de todo espíritu de localidad significaban federación. Tampoco eran federación los pactos, que definió como meras “alianzas transitorias…que nada estatuyen sobre el régimen interior, sobre lo que constituye intrínsicamente y regula la vida nacional”.
    

Bibliografía:

Barba, Enrique M., “Orígenes y crisis del federalismo argentino”, en Revista de Historian° 2, Buenos Aires, 1957.
Levaggi, Abelardo, Manual de historia del derecho argentino, Buenos Aires, Depalma, 2001.
Levaggi, Abelardo, Confederación y federación en la génesis del Estado argentino, Buenos Aires, Departamento de Publicaciones de la Facultad de Derecho-Universidad de Buenos Aires,   2007.
Levene, Ricardo, Historia del Derecho Argentino, Buenos Aires, Editorial Guillermo Kraft, 1954, VIII.
Tau Anzoátegui, Víctor, Formación del estado federal argentino (1820-1852). La intervención del gobierno de Buenos Aires en los asuntos nacionales, Buenos Aires, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales-Instituto de Historia del Derecho Ricardo Levene, 1965.
Ternavasio, Marcela, El pensamiento de los federales, Buenos Aires, El Ateneo, 2009.
Zorraquín Becú, Ricardo, Historia del derecho argentino, Buenos Aires, Perrot, 1988.

Asesinato de Facundo Quiroga.

lunes, 15 de agosto de 2011

ANIVERSARIO DE LA INDEPENDENCIA DEL PERÚ


[A continuación se reproduce una nota aparecida en el sitio oficial del Ejército Argentino (www.ejercito.mil.ar) con la crónica de la celebración oficial de un nuevo aniversario de la Independencia del Perú, realizada en la Plaza San Martín, el 28 de julio de 2011:]


El día 28 de julio, en las plazas San Martín y Gran Bourg, de la Capital Federal, se conmemoró el 190º aniversario de la Independencia de la República del Perú.

  


La ceremonia fue presidida por el Director de Ingenieros e Infraestructura, Grl Br Ricardo Oscar Filippi, quien estuvo acompañado por la Ministra encargada de negocios de Perú en la Argentina, Liliam Ballón de Amézaga, el Presidente del Instituto Sanmartiniano, Grl Diego Soria, y el 2do Jefe del Regimiento de Granaderos a Caballo, Tcnl Gustavo Adrián Sívori.          

Además, estuvieron presentes autoridades civiles y militares de la República Argentina y la República del Perú, efectivos del Regimiento de Granaderos a Caballo “Grl San Martín” y la Fanfarría Militar “Alto Perú”, quien ejecutó los acordes de los himnos nacionales de ambos países.

En la oportunidad, se colocaron ofrendas florales frente al monumento al Mariscal Ramón Castilla por parte de la Cámara Binacional de Comercio Argentino-Peruana, el Consulado Peruano, el Regimiento de Granaderos a Caballo, el Instituto Nacional Sanmartiniano, el Ejército Argentino y la Embajada de Perú.           

Para finalizar la ceremonia, hicieron uso de la palabra la señora Liliam Ballón de Amézaga, el Dr.Guillermo Palombo, académico sanmartiniano, y el Agregado de Defensa y Aéreo de la Embajada del Perú, Coronel Fap Edgardo Calderón, 


 En la primera fotografía, del palco oficial, en el extremo derecho, el doctor G. Palombo, junto al teniente coronel Gustavo Sívori, segundo jefe del Regimiento de Granaderos de Granaderos a Caballo. En la tercera fotografía, el general de brigada Diego Soria, presidente del Instituto Nacional Sanmartiniano, acompañado por los académicos de número coronel J. Buroni y doctor G. Palombo, con el cuerpo diplomático y agregados militares extranjeros, rindiendo homenaje ante la estatua del Libertador San Martín. 



[Palabras pronunciadas por el académico Dr. Guillermo Palombo, en representación del Instituto Nacional Sanmartiniano, en el acto llevado a cabo en la Plaza San Martín, el 28 de julio de 2011, con  motivo de celebrarse un nuevo aniversario de la proclamación de la Independencia del Perú:]



            Señor Presidente del Instituto Nacional Sanmartiniano.
            Señor Encargado de Negocios de la República del Perú.
            Altas autoridades.
            Señoras y Señores.
            Agrupación Granaderos a Caballo.


Esta plaza, tiene hoy un valor especial, para argentinos y peruanos, por dos motivos.
Porque  a pocos metros de aquí, enfrente, se alza el Palacio Paz, sede del Círculo Militar, donde el 5 de abril de 1933, al cumplirse el centésimo décimo quinto aniversario de la batalla de Maipú, el doctor José Pacífico Otero declaró inaugurado el Instituto Sanmartiniano,  dándole sus bases doctrinales. 
Ese apostolado sanmartiniano lo llevó al doctor Otero al Perú, y allí, en unión de distinguidos ciudadanos, fundó otro instituto hermano el 25 de febrero de 1935, cuya presidencia ejerció el historiador  Luis Alayza Paz Soldán.
            Y tiene esta plaza un valor especial, porque  también a pocos metros de aquí, en otro rumbo, estuvo el primer cuartel de los Granaderos a Caballo, donde San Martín instruyó el minúsculo pelotón inicial de sus granaderos.
Desde aquí, en apenas un decenio, que va de 1812 a 1822, San Martín ascendió a la categoría de Libertador de tres Repúblicas.
            Y si Buenos Aires fue el principio, Lima, la ciudad de los virreyes del Perú,  fue donde San Martín cerró el ciclo de su breve pero activa vida pública y militar en América.  
Nadie puede ostentar, en estas regiones, un itinerario tan definido y de resultados más trascendentales
La declaración de la independencia del Perú no fue un acto gracioso o personal de nuestro Libertador: él consultó primero la voluntad del pueblo peruano, y cuando éste se expresó a favor de su independencia de los reyes de España, de la única forma que pudo hacerse entonces, San Martín simplemente la proclamó, aquel  28 de julio de 1821.
 El hijo de la selva misionera, tonificado espiritualmente por el ideal de libertad de los pueblos, supo inmortalizar el nombre de nuestra patria, convirtiéndola en redentora de los hombres oprimidos.
Y ese ideal de liberación, de dignificación del hombre, constituye un mandato irrenunciable para los argentinos, que cristalizamos en la personalidad de San Martín el símbolo indiscutible de nuestra emancipación.
Todos saben que nuestro libertador, terminó su existencia en la tierra amiga de Francia, en exilio voluntario que se impuso como deber de conciencia, antes de manchar su sable de la emancipación americana en una contienda fratricida. Guardó silencio ante la ingratitud de sus propios conciudadanos,  cegados por la pasión política, que no mira sobre la línea del horizonte donde se encuentran los supremos intereses de la patria, sino debajo de ella, donde medran las mezquinas conveniencias personales y de partido. Prefirió el destierro y el silencio, con el renunciamiento que la historia ha recogido con admirativo respecto.
 Y por último un recuerdo. En  la mañana del 28 de julio de 1821, refiere el número 7 de la Gaceta del Gobierno de Lima Independiente, en la plaza mayor de Lima se llevó a cabo la proclamación pública de la independencia del Perú. Según la crónica, se encontraba formado el Batallón número 8 de infantería de Buenos Aires, formado por libertos, con sus bandera:
Eran los antiguos  negros esclavos del Río de la Plata que, bajo el paño azul celeste y blanco de la bandera que se custodia en nuestro Museo Histórico Nacional, con el sol de nuestras victorias militares, rendían su homenaje a los nuevos hombres libres del Perú.
Nada más.
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