Por
Hebe Luz Ávila*
Para encarar
nuestro relato histórico es menester determinar un comienzo de la historia
argentina haciendo un corte en el devenir de los acontecimientos. Como todo ser
que se origina, nuestro país “viene siendo” desde antes; ha ido configurándose
en innumerables antecedentes. En efecto, su territorio ya existía desde tiempo
inmemorial, lo mismo que su población aborigen. Pero así como es necesaria la
unión de los padres para que se geste el nuevo ser, el encuentro de dos mundos
fue punto de partida definitorio de lo que hoy es nuestra nación, por lo que a
partir del 1492 se precipitan los acontecimientos que lo irán consolidando. Las
primeras entradas de los conquistadores españoles –como la de Diego de Rojas en
1543- van prefigurando el inminente nacimiento, hasta la creación de la primera
ciudad que perdure. De allí saldrán luego los fundadores y los recursos para la
formación de otros pueblos y se establecerán las instituciones fundamentales
para constituir lo que luego devendrá en una nueva nación. Y será la Ciudad de
Barco la primera de lo que es hoy la República Argentina, fundada el 29 de
junio de 1550 por el Capitán Juan Núñez de Prado y asentada definitivamente el
25 de julio de 1553, cuando Francisco de Aguirre la traslade con el nombre de
Santiago del Estero.
Hacia
una trama con todos los hilos
Entendemos que se hace necesario rescribir una historia más ecuánime,
más cercana a los hechos, con todos los actores. Un texto –tejido- donde se
muestren en su justo lugar los hilos que forman la trama, principalmente por
eso de que “la historia es maestra de la vida”. Nuestro objetivo en la
limitación de estas páginas será comenzar la urdimbre (1) o basamento de
la historia argentina, es decir el principio que entendemos evidente, y señalar
especialmente los “hilos” que hoy le faltan a la trama, concentrándonos en el
protagonismo femenino y en el del sustrato popular, que contribuyeran en la
conformación de nuestra actual identidad.
La urdimbre: mujeres de mundos encontrados
Obviamente, las primeras mujeres que habitaron el territorio de lo que
hoy es nuestro país fueron las aborígenes. Casi no nos han llegado noticias de
ellas, pues en las crónicas de entonces figuraban solo accidentalmente y
despersonalizadas, y en especial las que pertenecían a niveles sociales
privilegiados, o las emparentadas con los conquistadores. Del estudio de las
cosmogonías y cosmovisiones contenidas en los códices, crónicas coloniales, y
de las contribuciones arqueológicas, concluimos la tesis mayormente sustentada
de las relaciones no jerárquicas entre sexos de las culturas prehispánicas.
Así, no sólo hay una valoración equivalente del trabajo de ambos sexos en las
sociedades campesinas originarias, sino que también se ha determinado un poder
social compartido. De esta situación original se sale abruptamente y
se ingresa al patriarcado español, con sus fuertes mecanismos de imposición
colonial de orden legal, político y especialmente religioso. Ello provocó una
total sumisión que derivó en la explotación económica, mayor en las mujeres
indias que en los hombres, pues debían cubrir todas las tareas de los servicios
domésticos, a la par que la humillación del abuso sexual, todo lo cual las
colocaba en una situación de extrema vulnerabilidad. A las mujeres indias que
ya habitaban lo que sería nuestro territorio, se les suman las traídas por los
españoles en las primeras entradas y luego en la conquista y fundaciones. Se ha
estipulado –con algunas diferencias en los registros- que los españoles de la
primera entrada, con Diego de Rojas, eran aproximada ciento noventa, en tres
columnas. Numerosos trabajos históricos indican hasta los nombres de los
primeros conquistadores. Lo que no se ha podido establecer es cuántos
aborígenes los acompañaban. En un documentado trabajo de Ricardo J. Nardi (2),
leemos que venían “muy bien aderezados y apercibidos de armas y caballos
y (…) había gran servicio de negros, negras, indios, indias, y
muchos indios amigos”. Lo cierto es que, en 1573, en carta al rey de
España, Jerónimo Luis de Cabrera informa de la existencia de más de seiscientas
poblaciones que debían albergar a unos treinta mil indígenas, los que se
extinguieron en breve lapso debido al esclavizante trabajo en las encomiendas.
En el primer periodo de la conquista, la mujer española fue muy escasa. Los
hombres se amancebaban con nativas de diverso origen étnico y social, aunque a
veces se elegían princesas autóctonas, o hijas de caciques, como una manera de
establecer relaciones de paz y cooperación con sus pueblos. En poco tiempo
tenemos noticias de la presencia de mestizos, incluso ya en las primeras
entradas desde el Perú en el territorio que luego sería argentino. Como ejemplo
de lo que ocurría en todo el nuevo mundo, destaquemos que
Asunción, establecida en 1537, fue llamada “El Paraíso de
Mahoma”, pues como lo atestigua el capellán González
Paniagua en una carta al rey en 1545 “acá tienen
algunos a setenta [mujeres]; si no es algún pobre, no hay
quien baje de cinco o de seis; la mayor parte de quince y de veinte, de treinta
y cuarenta”. Las crónicas
estipulan 500 mestizos en la Asunción de 1545 –a solo
ocho años de sus comienzos- y en 1570, López de Velasco hace
referencia a dos mil mestizos y otras tantas mestizas. Parte de estos
“mancebos de la tierra” integrarían luego las expediciones
para la fundación de nuevas ciudades en nuestro territorio, como
Santa Fe en 1573, cuando setenta y cinco de ellos, cinco
españoles y numerosos guaraníes acompañaron a Garay en la
empresa. No conocemos referencias de que con Diego de Rojas
entraran mestizos, pero Lucía Gálvez presenta el interesante
dato de que “en la nómina de los hombres
que acuden desde Santiago en 1567
convocados por Diego Pacheco para poblar la ciudad de
Talavera del Esteco figuran once “mancebos de la tierra” (3). Diez años
después, en la rendición de gastos del viaje del mismo Diego
Pacheco para castigar a quienes participaron de la prisión de
Francisco de Aguirre, se registran los nombres de también once
“mancebos de la tierra” (4). Asimismo, del listado de los ciento once fundadores
de la ciudad de
Córdoba, el 6 de julio de 1573, veintitrés eran nacidos en América y
eran blancos mestizos y un indio, de los
cuales Moyano
Aliaga (5) destaca dos santiagueños. Mancebos de la tierra,
mestizos de la tierra, o hijos de la tierra es la fórmula elíptica de callar a
la madre india y a esta realidad del concubinato o amancebamiento -cuando no de
adulterios- que termina justificándose: “Se hace más servicio a Dios en
hacer mestizos que en el pecado que con ello se hace”. La expresión,
que se atribuye a Francisco de Aguirre, no está exenta de dramaticidad, al
intentar disimular el origen pecaminoso de los mismos. Doblemente marginada -
como mujer y como india- sólo en contadas ocasiones la mujer indígena adquiere
protagonismo. Ocurre así con algunos matrimonios entre español e india,
generalmente cuando representaba una ventaja considerable para el blanco. Y es
que los primeros colonizadores muy pronto tuvieron la aprobación de las
autoridades para casarse con nativas. Es el caso, en nuestro territorio, de
doña Teresa de Ascencio, hija del cacique de Angaco, que se uniera en
matrimonio con el capitán don Juan de Mallea cuando se fundó la ciudad de San
Juan. “Fue la primera mujer del valle de Tulum que unió
su sangre a
la raza blanca”, nos dice Elsa Jascalevich (6). Una historia
similar nos llega de los Michilingües, que habitaban el Valle del Chorrillo y
el sur de lo que hoy es la ciudad de San Luis. Desde su llegada, los
conquistadores establecieron una alianza con un importante cacique llamado
Koslay. Su bella hija Arocena, que luego fuera bautizada Juana, se casó con el
oficial español Gómez Isleño, el que recibió la merced de las tierras de Río V,
hasta el límite con Córdoba. A su vez, Juana fue condecorada con el honroso
título de Señora de Primera Clase por una real cédula del rey de España. En la
provincia de San Luis hay una importante localidad con el nombre de Juana
Koslay, y una hermosa escultura de esta mujer, que se considera antecesora de
notables familias puntanas y personajes reconocidos de la historia de esta
provincia, como el Coronel Juan Pascual Pringles. No quedaron en las primeras
entradas mujeres españolas en los pueblos fundados. Sí las aborígenes peruanas,
araucanas y del Alto Perú que venían como compañeras o servidoras de esos
hombres. Ellas cumplieron una valiosa función cultural, al armonizar con las de
estas tierras su arte del hilado y el tejido y otras técnicas que traían de sus
civilizaciones. Fueron estas mujeres – indudablemente numerosas a pesar del
manto de silencio que hubo sobre ellas- las que contribuyeron a la vida social
y doméstica, al inicio de la actividad económica y a que la vida se perpetuara
en estas ciudades que estaban fundando la patria. Aunque casi no podemos
identificar a las mujeres originarias, si conocemos los nombres de las tres
primeras españolas que pisaron estas tierras, con la entrada de Diego de Rojas
en 1543: Catalina de Enciso, María López y Leonor Guzmán. A partir de los
intentos en estas últimas décadas de cubrir las oquedades de la historia,
varios libros las erigen en protagonistas (7), sobre todo a la primera,
compañera de Felipe Gutiérrez, por su vida novelesca. No quedaron a vivir en
nuestro territorio, pero de los padecimientos sufridos en la expedición
derivamos que deberían ser por lo menos decididas, abnegadas y valientes, pues
los testimonios dan cuenta de que realizaron verdaderas hazañas. En Catalina de
Enciso reconocemos una función muy propia de las mujeres en todos los tiempos:
la de curar, atender heridos y enfermos. Sabemos que fue la que atendió a Diego
de Rojas en su terrible padecimiento luego de que fuera herido con una flecha
envenenada por los aborígenes y, al parecer, habría seguido a uno de ellos
hasta descubrir las hierbas que empleaban como antídoto. A María López parece
haberla distinguido su ferviente religiosidad. Desde el comienzo de la
expedición se ocupa de preparar el altar para que el padre Francisco Galán, de
la Orden de los Comendadores de San Juan, oficie sus misas. Cuando se acaban
las hostias que cargaron al partir, ella fabricará nuevas con harina de maíz,
nos cuenta Fina Moreno Saravia (1990). Luego de la muerte de Rojas, Francisco
de Mendoza queda al mando de la expedición, y en Soconcho, a la orilla del
actual río Dulce, funda Medellín. Se trata del primer asentamiento español del
Noroeste, erigido con las formalidades de rigor, pero que no perduró. Allí el
padre Galán, con especial ayuda de María López, levanta la primera capilla, con
su altar y rústicos bancos de algarrobo. En ella se realizará “el
primer casamiento ante un altar por Ley de Dios”(8), el de María López con Bernardino de Balboa.
Recién cuando el poder estuvo consolidado llegaron las españolas en calidad de esposas,
hijas y hermanas. La gran mayoría hoy nos son desconocidas, mujeres anónimas,
que tras sus hombres – aunque muchas veces solas- se lanzaron a lo desconocido,
al peligro de las lejanas Indias. Allí dejaron huellas, algunas dando carácter
heroico a la gesta, y todas asentando las bases de un nuevo mundo, que más que
el descubierto sería el creado por ellas, principalmente desde el ámbito de la
familia y los hijos. La mujer española que vino a estas tierras tuvo desde un
primer momento un papel importante, si se atiende a los objetivos de la
colonización de América que, como postulaba Isabel I de Castilla, serían de
evangelización y establecimiento de un modelo de familia
cristiana, a fin de conformar una sociedad similar a la de la
península. La reina hizo suyo el pensamiento de Nebrija (“Su
alteza, la lengua es el instrumento del Imperio”) y pensó que este nuevo
mundo siempre sería español si hablaba y rezaba en español. La evangelización
fue el motor inicial de la empresa, y por ello afirmó que nuestra Santa Fe
sería acrecentada y su real señorío ensanchado. Para evangelizar era necesario
colonizar, y para ello se promovió la llegada de un número suficiente de
mujeres como para instaurar en los nuevos territorios el modo de vida español y
lograr que perdurase. En las primeras ciudades fundadas en lo que luego sería la
República Argentina, los pocos nombres que toman relieve son los de señoras
principales, como Doña María de Torres y Meneses, esposa de Francisco de
Aguirre, quien luego de quince años en el nuevo mundo la mandó a traer de su
Talavera natal, o doña Catalina de Plasencia, esposa del capitán Juan Gregorio
Bazán, camarada de Aguirre en sus campañas. Luego de veinte años sin ver a su
marido, esta última atravesó el océano acompañada de su hija, María, el marido
de ésta y sus tres nietos. En el camino hacia Santiago del Estero, cerca del pueblo
de Purmamarca, murieron en un feroz ataque de los indios el capitán Bazán y su
yerno. Las primeras mujeres españolas que se instalaron en la época inaugural
de la patria traen “los implementos de la cultura y la
técnica europea”, “las telas para vestirse, los
libros con qué enseñar, y la semilla o el animal
destinados a dar vida a nuevas especies hasta
entonces desconocidas en el nuevo mundo”(9).
Los hilos de la trama se
entrecruzan
De entre estas mujeres españolas rescatamos algunos casos paradigmáticos
con nombre propio, como el de la esposa de Jerónimo Luis de Cabrera, Luisa
Martel de los Ríos, “la primera gobernadora que conoció
Santiago y le ayudó con eficacia en su labor oficial y pobladora” (10). Abrevando en la Genealogía (11) encontramos
datos muy interesantes de
esta noble señora, como que fue hija de Gonzalo Martel de la
Puente, Señor de Almonaster, Regidor de Panamá, y de
doña Francisca Lasso de Mendoza Gutiérrez de Los Ríos. A los catorce años sus padres, trasladados al Cuzco,
la casaron con el Capitán
conquistador Sebastián Garcilaso de la Vega y Vargas, de
alrededor de 50 años. Éste había convivido con la Ñusta Isabel
Chimpú Ocllo -nieta del último soberano del Tahuantinsuyo
Huayna Capac- con la que engendró al que luego sería el
famoso escritor Inca Garcilaso, del cual la joven Luisa se
convertiría en madrastra. Con el veterano
primer esposo Luisa tiene una hija, Blanca de la Vega y
Martel, que fallece “en tierna edad”. También fallece el
capitán Sebastián, por lo que su joven viuda, a los veinte años, se casa en segundas nupcias con
Jerónimo Luis de Cabrera, en la
ciudad de Lima, donde residen el primer tiempo y luego en la
villa de Ica, fundada por Cabrera en el Perú. Allí irán naciendo sus hijos. En 1571, el Virrey Francisco de Toledo nombra a
Jerónimo Luis de Cabrera Gobernador de la provincia del
Tucumán, Juríes y Diaguitas, en
lugar de Francisco de Aguirre, que había sido encarcelado
en Lima por la Inquisición. De este
matrimonio principal nos interesa destacar que, en pocas generaciones, su descendencia fue
entrecruzándose con la de
importantes protagonistas de la conquista y colonización, y en breve tiempo encontramos que las más ilustres
personalidades se entroncan en
ellos. Así, su hijo Gonzalo Martel de Cabrera se casó con
doña María de Garay, hija de Juan de Garay, fundador de
Santa Fe y Buenos Aires. De este matrimonio nacería Jerónimo
Luis de Cabrera y Garay, el que en 1641 fue nombrado
Gobernador del Río de la Plata,
en 1646 se trasladó también como Gobernador de Chucuito, en el Perú y
finalmente retornó a Tucumán, en 1659, como Gobernador y Capitán General de esa
provincia, encargado de liquidar la guerra calchaquí. Este nieto de doña Luisa
Martel de los Ríos y Jerónimo Luis de Cabrera contrajo matrimonio con Isabel de
Saavedra Becerra, hija de Hernando Arias de Saavedra – Hernandarias-, cuatro
veces Gobernador del Río de la Plata. A su vez, otro hijo de la pareja
original, Pedro Luis de Cabrera Martel, fue Alguacil Mayor del Santo Oficio
entre 1586-1587 y en distintas oportunidades, entre 1592 y 1619, Alcalde en el
Cabildo cordobés, Alférez Real, Teniente de Gobernador, Regidor, Mayordomo del
Hospital y Procurador General de la ciudad. En Córdoba se casó con Catalina de
Villarroel, hija de Diego de Villarroel, fundador de Tucumán. De entre sus diez
hijos, nos interesa nombrar a Luisa Martel de los Ríos, que casó con el General
Sancho de Paz y Figueroa. Ellos dieron origen a los Paz y Figueroa, distinguida
familia de la que desciende la beata Antonia de la Paz y Figueroa– “Mama
Antula”, como la nombraban cariñosamente los aborígenes-, una de las
personalidades más luminosas de América. El matrimonio será la base para
componer el tejido social por medio del parentesco y –consecuentemente-
reforzar la posición social de la familia y de los individuos que la
constituían. Para los españoles que se establecían en las nuevas tierras, estas
redes familiares comenzaron a planificarse en el siglo XVI y se desarrollaron
en los siglos siguientes. De esta manera, la extensa e importante descendencia
de este matrimonio - de la que solo mencionamos una mínima parte- va a
desembocar, en 1816, en Jerónimo Salguero de Cabrera, Diputado por Córdoba al Congreso
que declaró la Independencia Argentina en 1816 y casi un siglo después en el
presidente argentino José Figueroa
Alcorta.
Un núcleo familiar paradigmático
Si hay un protagonista de esta gesta cuyo accionar de conquistador y
colonizador abarca casi medio siglo de trajinar con reconocida intrepidez la
mayor cantidad de territorio de América del Sur, desde Panamá hasta el sur de
Córdoba, y desde La Serena en Chile, hasta la por fundar Santa Fe, éste es el
Capitán Hernán Mexía de Miraval. Este sevillano, que a la edad de dieciocho
años llega a las tierras de Tucma, a comienzos de 1550, acompañando a Núñez del
Prado quien venía desde el Perú con la orden de “poblar un
pueblo”, participará activamente de la fundación de al menos diez ciudades en
la región. También cruzará los Andes para traer desde la Serena, en Chile, un
sacerdote y las primeras semillas de trigo, cebada, algodón y árboles frutales
para la recién fundada Santiago del Estero, y pacificará -combatiendo a los más
beligerantes o aliándose con los más pacíficos- a los pueblos indígenas de todo
el territorio por él recorrido. Este denodado conquistador y prudente
colonizador será el que presentemos como fi gura paradigmática de la
constitución de la familia y la procreación de la primera generación de
criollos en nuestro país. Ya señalamos que las etapas iniciales de descubrimiento
y conquista, por ser años de nomadismo y de inestabilidad, no quedaron mujeres
españolas establecidas en la ciudad inaugural. Por otra parte, si bien no
desconocemos los numerosos casos de violencia y arrebato de nativas, los
pueblos originarios solían ofrecer sus mujeres a los conquistadores en prueba de
amistad, lo que contribuyó en algunos lugares a establecer alianzas y una
convivencia pacífica. Este parece ser el caso de la india bautizada María cuyo
padre, un cacique jurí señor del Mancho, en Santiago del Estero, habría
entregado a Hernán Mexía de Miraval allá por 1553. El testamento que medio
siglo después hará María del Mancho o María Mexía, como también se la conoce,
manifiesta una amorosa relación larga y fructífera de más de quince años (12). De la unión
nacerían cuatro hijos: tres mujeres y un varón. Diversos estudios han
demostrado de qué manera, en esta etapa marcada por la permisividad, la
trasgresión a la normativa moral y legal caracterizó las relaciones de género
en la sociedad colonial. La estructura familiar, heredera de la tradición hispánica,
se definía por su carácter patriarcal determinante, lo que suponía una extensa
red de parentescos dentro de la cual se inscribía una fuerte modalidad de
nacimientos fuera del matrimonio. Consecuentemente, a partir de la naturaleza jerárquica
de los vínculos, se daban como algo natural las relaciones de servidumbre. Recordemos
que la instalación de los europeos en sus avances imperialistas siguió dos
modelos: por un lado, el anglosajón, de sustitución étnica y marginación de los
aborígenes, y por el otro el español, de apropiación de los recursos y el trabajo,
el que implicó una fuerte mestización. A partir del nacimiento de los hijos
mestizos, los conquistadores actuaron de diversas maneras, desde legitimándolos
ante la Corona, hasta desconociéndolos con absoluta negligencia. Intermedia fue
la actitud de Mexía Miraval, que los reconoció formalmente, convirtiéndolos de
hijos ilegítimos en naturales, con responsabilidades directas en su crianza
(13). De los detalles de la convivencia con la india María muy poco se sabe,
aunque del testamento que ésta hiciera se conocen numerosos datos que echan luz
sobre aquéllos. Guiándose por sus declaraciones y los documentos de la época,
algunas autoras han escrito la historia de María con bastante verosimilitud
(14). De esta manera,
su fi gura termina apasionándonos, aunque dada la brevedad de este trabajo, no
será el caso detenernos más en ella. Sabemos por su declaración que
María no hablaba castellano, que era católica y pertenecía a
varias cofradías, que el padre de sus hijos le dio un
pasar holgado, pues tiene objetos valiosos, animales,
indios a su servicio y trajes a la usanza española, que sus hijos y
nietos la respetan y que seguramente amaba a Mexía Miraval
porque encarga misas para su alma y acepta sumisa la
situación de que éste se haya casado con una española. Pero si bien
los primeros “hijos de la tierra” fueron fruto de las uniones entre españoles y
aborígenes, muchos de ellos reconocidos como hijos legítimos, en el momento de
educarlos fueron entregados a las esposas españolas que llegaron poco después. En
efecto, en esta historia aparecerá años después la española (aunque tal vez
nacida en América) Isabel de Salazar, la tercera no en discordia, sino para
este caso en perfecta concordia. Isabel de Salazar había llegado a la capital
del Tucumán desde Chile, con la comitiva del conquistador Gaspar de Medina, quien
-además de un refuerzo de veintidós soldados para Francisco de Aguirre- traía a
su familia (15) y a “nueve doncellas huérfanas
con el propósito de casarlas con conquistadores”. Al poco tiempo
de su llegada, se casó con Hernán Mexía de Miraval y se trasladaron al Perú a
donde llevaron a las dos hijas mayores del conquistador, a fin de casarlas con
personajes encumbrados. La joven Isabel es la encargada de españolizar las
costumbres y modales de estas mestizas que tendrán entre sus descendencias las
familias más encumbradas de Córdoba, entre ellos los Tejeda y los Cámara. De
esta otra red familiar, ahora de base mestiza, descenderá el General Román
Antonio Deheza (1781-1850), que como su antecesor de la conquista, blandiera su
espada durante cincuenta años en pos de la emancipación primero y de la organización
nacional después, y contribuyera también a la liberación de Chile y de Perú. A
su vez, Isabel tendrá con Mexía Miraval cinco hijos, tres varones y dos
mujeres. Una de ellas, Bernardina, casada con Francisco de Argañaraz y Murguía,
será cofundadora de la ciudad de Jujuy y colaborará activamente en su sustento.
De este matrimonio descenderá, varias generaciones después, Martín Miguel de
Güemes, héroe de la independencia y gobernador de Salta. Y serán mujeres
españolas como Isabel de Salazar las que, con su silencioso accionar en el seno
del hogar, amalgamen esta nueva sociedad hasta lograr que se arraigue en estas
tierras. Ellas establecieron modelos para los detalles de la vida cotidiana,
como la vestimenta, la gastronomía, el cuidado de los niños. Trasmisoras de la
cultura material y doméstica, serán las que implanten aquí el amplio bagaje
traído de la península, que comprendía desde las técnicas para la producción de
materias primas y manufacturas para abastecer la casa, pasando por las
tradiciones, las costumbres y el idioma, hasta las normas morales y los valores
sociales y religiosos. Como dato significativo de la valiosa función de la
mujer española en estos primeros tiempos, relatemos que el Obispo Fernando de
Trejo y Sanabria (segundo Obispo de la Diócesis, después de Victoria), al
autorizar en 1604 la fundación de un convento dominicano en Córdoba, impuso la
condición de “restaurar” el convento de Santiago del Estero, es decir fundarlo de
nuevo en esta ciudad (16). Recién en 1614 se concretó la refundación, con la
llegada del padre Hernando Mexía, hijo de Isabel de Salazar, quien le inculcó
la fe y tuvo oportunidad de ayudarlo a levantar “el
primer convento establecido en territorio argentino”, como lo
atestigua Hernandarias, cuando informa al Rey en carta del 4 de agosto de 1615
que Mejía “deja fundado un convento en Santiago del Estero
(...) con el favor de su madre y deudos” (17). Se ha establecido que la familia es el sistema
primario más poderoso al que pertenece una persona. Y así, el fundamento de
esta nueva sociedad que viene a cubrir el espacio inicial de lo que será la
República Argentina lo constituirá la familia, desde donde la mujer española y
la criolla transmitirán los valores que durante siglos sustenten la vida de la
nación.
Los trabajos y los días
“Los Dioses y los hombres odian igualmente al que
vive sin hacer nada, semejante a los zánganos, que carecen de aguijón y que,
sin trabajar por su cuenta, devoran el trabajo de las abejas.” Hesíodo
Algo más de tres décadas han pasado desde su fundación, y aparte del
descomunal esfuerzo de fundar nuevas ciudades, poblarlas y dotarlas de los
recursos y estructuras básicas para su defensa y funcionamiento, la capital del
Tucumán ha ido tomando la envergadura de “un inmenso taller que
utilizaba sus recursos materiales para alcanzar un armónico
desarrollo agrario-artesanal autosuficiente” (18). De sus
bosques se extraían más de 14.000 arrobas de miel y cera para luminarias, y
maderas fuertes con los que se construían carretas, muebles y viviendas. Debido
a la bondad del clima, su territorio servía para “la
invernada de equinos, mulares y ganado de toda clase”, que se traían
a sus campos antes de venderse en las ferias de Salta y el Alto Perú. El
algodón, considerado “la plata desta tierra” se empleaba en
“la
confección de la ropa destinada para la población virreinal.
Sus beneficios superaban los 100.000 pesos plata que incluían las
industrias del añil y del tejido.” Sin embargo, cuando llegaron los españoles, la
tierra no estaba improductiva. La visión de los campos sembrados de maíz y los
algodonales fue la razón por la que Francisco de Aguirre denominara a la ciudad
fundada “Santiago del Estero, Tierra de Promisión”. Debido a que los suelos
estaban fértiles y protegidos por los bosques, se pudo desarrollar una economía
agraria, pero también ganadera y de producción de manufacturas. No era solamente
de subsistencia, puesto que, mediante el sistema de encomienda, los españoles
conseguían excedentes de producción de los aborígenes, lo que llevó a comerciar
con Potosí y a la vez obtener productos importados. Esto permitió que la vida en
ese poblado precario, tan `a lo indio´, fuera españolizándose, pues sus chozas
de barro y madera de los bosques nativos, se iban “vistiendo
por dentro con alfombras, tapices, espejos, cuadros e imágenes religiosas,
arcones, instrumentos musicales, muebles, platería.” (19). A este bienestar
material se agregan consecuentemente las inquietudes culturales, que van desde
la instalación de las primeras bibliotecas a partir de 1578, a la presencia en
estas tierras de tres poetas de reconocido prestigio. En efecto, Mateo Rojas de
Oquendo llega acompañando al gobernador Ramírez de Velasco, participa de la
fundación de La Rioja, en 1591, y es encomendero de indios en Santiago del
Estero, donde escribe un poema hoy perdido titulado “El Famatina”, con una “descripción,
conquista y allanamiento” de la región. El otro es Martín del Barco Centenera,
que participó como protagonista en la fundación de Jujuy (1561) y vivió un
tiempo en Santiago del Estero (1581), cuyo extenso poema Argentina y
Conquista del Río de la Plata y Tucumán y otros sucesos del
Perú es el primer antecedente del nombre de nuestro país, que él llama “el
argentino reino”. El tercero será Ruy Díaz de Guzmán, considerado el primer
escritor, narrador y cronista criollo nacido en el Río de la Plata (20), que entre 1606 y 1607 fue Tesorero de la Real Hacienda en
Santiago del Estero, luego de participar en la fundación de
la ciudad de Salta, en 1582. Coincidentemente, su poema que
comprende una crónica de la conquista del Paraguay y del
Río de la Plata, se titula también La Argentina. Y si de
manifestaciones culturales se trata, no podemos dejar de
mencionar a doña Ana de Córdoba, que desde 1575 organizaba “tertulias
sociales animadas por su talento y su cultura” (21), y que por tener una de las mejores casas de la
ciudad, alojó en ella al Obispo Victoria en los primeros
tiempos de su Vicaría. A partir de
1580, con la fundación de Buenos Aires, los asentamientos
hispanos irán conformando un arco entre el Alto Perú y el
Río de la Plata. En el primero, Potosí con la explotación de
sus minas de plata dominaba la economía de la región; en el
último, se comerciaba y se recaudaba de la aduana (y del
contrabando, agregamos). Serán las ciudades que permanecen
en el medio las que produzcan y desarrollen industrias, lo
que hará decir a Mariquita Sánchez de Thompson: “En
las provincias había industrias; en Buenos Aires, ninguna” (22). Destaquemos que
los obrajes textiles establecidos por el Obispo Victoria
lograron en muy poco tiempo que su producción fuera una de las
principales actividades económicas, tan cuantiosa
que el primer cargamento que partió para su exportación al
Brasil ocupaba treinta carretas. Llamados también obrajes de
paños, pasaron a ser después de la conquista la forma
productiva del territorio ocupado, como una variante del sistema de
encomiendas, a manera de recompensa que se le otorgaba al
conquistador, quien se comprometía a convertir al cristianismo a
los aborígenes a su cargo. Eran verdaderas fábricas, que alrededor de
1585 abastecían a la colonia de ropa, calcetas,
frazadas, sobrecamas, sombreros, cinchas, aparejos y hasta trigo y
maíz.
La trama del mestizaje
Recordemos que, a la
llegada de los españoles, el arte textil estaba muy desarrollado, pues algunas
piezas de cerámica encontradas en estos territorios determinaron su existencia
ya en el siglo X. Se trata de unos pequeños discos llamados torteros o muyunas,
usados como contrapeso del huso de hilar, aparecidos junto a unos instrumentos
de hueso que servían para ajustar la trama del tejido. Los arqueólogos admiten
un auge de la industria textil durante esa época, no solo en el área del río
Dulce, sino también en las poblaciones cercanas al Salado. El tejido había sido
la principal y hasta sagrada actividad de las mujeres entre los incas, y el
tejido seguirá siendo por siglos la actividad central de millares de aborígenes
en este territorio inicial de la Argentina. De nuestros ancestros indios
quedará en Santiago del Estero, “cuna de la tradición”, y en todo el Noroeste
argentino, el rústico telar que hoy usan nuestras teleras, apoyado en dos horcones
clavados en la tierra. En él tejerán con hilos del algodón, alpaca o vicuña,
originarios de estas regiones, o de lana de las ovejas que alguna vez trajeron
los españoles, tan naturalizadas ya y asimiladas a nuestra cultura. Y del telar
saldrán los ponchos, esa prenda que comenzaron usando los indios (23), continuaron
los criollos, y que representó y representa a los gauchos y hoy es símbolo de
argentinidad en todos los ámbitos. Con los trabajos de hombres y mujeres y el
pasar de los días fecundos, se dio en esta urdimbre de lo que sería el tejido de
la patria, una dialéctica de la reciprocidad, pues factores relevantes de las
culturas aborígenes se integraron con los hispánicos, y se conformó una nueva
forma de vida: la criolla de base mestiza y
afianzada a la tierra. Así, en un
primer momento la mujer indígena, al unirse a estos
conquistadores que habían llegado solos les proporcionó aliados, intérpretes y cuidado personal. Luego
serán ellas las servidoras, amas
y niñeras de las primeras generaciones de criollos (24),
que con el trato diario y en la temprana edad, pasaron a ser las mediadoras entre ambas culturas. A su vez, la mujer indígena será algunas veces
agente de cambio entre los
suyos -como en la implantación de la religión católica que
asumieron fervientemente-, y otras –especialmente las campesinas-
de resistencia a lo hispánico. Este es el caso principal de la supervivencia de
la lengua quechua – `la quichua´- hoy hablada únicamente en Santiago del
Estero. Y de estas cosmovisiones que se entrecruzan en la trama de la identidad
van a derivar nuestras fi estas populares –la Pachamama, San Esteban, San Gil y
tantas otras- el complejo culto de los muertos, los mitos y creencias que
perduran como el de la Salamanca, todo lo cual nos remite a un sincretismo entre
lo cristiano y lo pagano. Siguiendo con nuestro enfoque de la vida cotidiana,
en la que la mujer juega un rol primordial, atendamos a la alimentación, con
sus dos núcleos encontrados: el maíz originario y el trigo llegado de Europa. Sabemos
que el maíz, junto con la algarroba, son los dos grandes alimentos de los
pueblos originarios del noroeste argentino. Los españoles, desconocedores de
las ventajas del maíz para la alimentación humana, desde un primer momento intentaron
sembrar trigo, al que estaban acostumbrados Por otra parte, el trigo y los
cultivos europeos tuvieron muy baja repercusión dentro de la alimentación de
los nativos, especialmente por el gran poder simbólico en su cosmogonía religiosa,
donde el maíz era objeto de rituales y ceremonias. Paralelamente, el trigo
representaba para los españoles el ingrediente básico del pan, fundamental en
la mesa de los españoles y relacionado con la fe católica. Sin embargo, con el
paso de los tiempos la harina de trigo ha perdido hoy toda connotación de
hispanidad y resulta elemento primordial de la alimentación en casi todo el
territorio argentino, al punto de que con ella se preparan los platos típicamente
regionales, como las empanadas, las tortas fritas, chipacos, moroncitos, para
no hablar de los reconocidos alfajores regionales.
La tierra como soporte
En todo proceso de construcción social de identidad, el territorio constituye
una categoría central, en cuanto soporte material y a la vez entorno ambiental.
Este marco y a la vez piso de sostén, es asociado a la madre tierra -la
Pachamama- en las culturas originarias, al concebirse como un segundo seno que
nutre, madre común de sus moradores. A la vez, el paisaje configura, de alguna
forma, aspectos básicos de la cultura -recordemos su sentido etimológico de
cultivar- local. Desde un comienzo, los conquistadores debieron adaptarse a las
características del territorio y aprender a valerse de la novedad que contenía.
Por estas razones, muy pronto aprendieron a confeccionarse “zapatos de la
tierra”, a valerse de las “ovejas de la tierra”, como llamaban a la llama, a
comercializar en la “moneda de la tierra”, que eran los textiles de algodón, la
“plata desta tierra” y a acostumbrase a convivir con los hijos mestizos que
habían engendrado: los “mestizos de la tierra”, o más significativamente los “hijos
de la tierra”. Y, literalmente, hicieron sus viviendas de tierra, al adoptar el
adobe de los aborígenes, es decir el ladrillo de barro. La tierra y todo lo que
ella implica irá configurando una nueva identidad común, y aunque los primeros
españoles sentían la falta de los elementos que conformaban el modo hispánico de
vida, muy pronto las generaciones siguientes de mestizos y criollos
consideraron que naturalmente formaban parte de ella. Así, los nuevos
santiagueños, mendocinos, sanjuaninos, tucumanos, cordobeses, santafesinos,
bonaerenses, salteños, correntinos, riojanos, jujeños, puntanos -por hacer
referencia solo a las ciudades fundadas en los primeros cincuenta años-
sintieron su arraigo definitivo, empezaron a amar su terruño y a tratar de
engrandecerlo. En la historia que nos acostumbraron a leer no entra el accionar
del pueblo sino de sus conductores; tampoco el de los soldados, sino el de los
generales; apenas se nombran acontecimientos de los pueblos originarios, y se
ocultan los de negros y mestizos. Sin embargo, si hubiera faltado alguno de
estos elementos determinantes, hoy la realidad del país no sería la misma.
1) Urdimbre. f. Conjunto de hilos que se
colocan en el telar paralelamente unos a otros para formar una tela. (DRAE)
2) “El quichua de Catamarca y La Rioja”,
por: Ricardo L. J. Nardi, consultado en: http://www.adilq.com.ar/Nardi-CLR-05.html
, el 17-10-09.
3) GÁLVEZ, Lucía (1990). Mujeres de la conquista.
Buenos Aires: Planeta, 23.
4) Idem.
5) MOYANO ALIAGA, Alejandro (1990). Los
fundadores de Córdoba: su origen y radicación en el medio. Córdoba:
Instituto de Estudios Históricos Roberto Levillier.
6) JASCALEVICH, Elsa (noviembre 1971) “Las
mujeres argentinas” en Todo es historia nº 55.
7) Consecuentes con nuestro intento de rescatar lo
que queda `al margen´ de esa centralidad que desatiende lo que no está en el
ámbito de su miope mirada, destacamos dos libros de escritores santiagueños: Historia
de mujeres (1990), de Fina Moreno Saravia y Casas enterradas (1997,
Faja de honor de la SADE, de Carlos Manuel Fernández Loza.
8) MORENO SARAVIA, Fina (1990). Historia de
mujeres. Edic. de la autora, 15.
9) ALÉN LASCANO, Luis C. (2006), 59.
10) ALÉN LASCANO, Luis C. (2006), 61.
11) IBARGUREN AGUIRRE, Carlos F. Los
Antepasados, A lo largo y más allá de la
Historia Argentina. Trabajo inédito, consultado en http://genealogiafamiliar.com/ getperson.php?personID=I10395&tree=BVCZ)
el 14-10-09.
12) Del análisis de variados documentos inferimos
este lapso, puesto que Isabel de Salazar, la que será luego legítima esposa del
Capitán, llega a Santiago del Estero en 1566. Además, inmediatamente a la boda,
el matrimonio se lleva las hijas mestizas para casarlas en el Perú.
13) Recordemos que en el título anterior ya vimos
una situación similar con el Capitán Garcilaso de la Vega – primer esposo de
Luisa Martel de los Ríos, que previamente conviviera con una ñusta inca- y su
famoso hijo homónimo, autor de los Comentarios reales.
14) Además de las ya mencionada Mujeres de la
conquista de Lucía Gálvez e Historia de mujeres de Fina Moreno
Saravia, encontramos El perfume del amor (1994), de la salteña Zulema
Usandivaras, donde recrea la historia en el cuento “La india jurí”.
15) Resultará significativo recalcar el hecho de
que la esposa de Medina, Catalina de Castro, era hija del Capitán Garcí Díaz de
Castro, Tesorero de la Real Hacienda de Chile, y de Barbóla Coya “sobrina del
Rey Inga del Pirú”. Otra mestiza, aunque con sangre real.
16) “Historia de la Casa Santa Inés de
Montepulciano, Santiago del Estero”, por Fr. Rubén González OP, en: http://www.op.org.ar/convento_santiago_01.php,
consultado el 15-10-09.
17) Idem.
18) ALÉN LASCANO, Luis C. (2006), 13.
19) GÁLVEZ, Lucía. “Santiago, madre de ciudades”,
en La Nación, 25-07-03.
20) Relacionado con lo tratado en títulos
anteriores, resultará significativo señalar que Díaz de Guzmán nació en
Asunción, hijo del capitán Alonso Riquelme de Guzmán y de Úrsula, una de las
hijas mestizas de Irala.
21) ALÉN LASCANO, Luis C. (2006), 60.
22) O´DONNELL, Pacho. La historia que no nos
contaron EL REY BLANCO, consultado el 18-10-09 en http://www.odonnell-historia.com.ar/anecdotario/EL%20REY%20BLANCO%20parte%20VIII.htm
23) Al
parecer, la primera vez que se registra la palabra poncho en nuestro país sería
en San Luis, alrededor de 1600, cuando en un documento se consigna la presencia
de tres tipos de vestidos entre los indios: “la camiseta, la manta y el poncho”.
24) Recordemos la niñera india de San Martín, Juana
Cristaldo - más allá de las especulaciones de que sería su madre-, de quien
doña Gregoria recordaba que lo consentía demasiado.
* Publicado en Producción
Académica 2011, Santiago del Estero, Academia de Ciencias y Artes de
Santiago del Estero, 2012.
Excelente trabajo de mi estimada comprovinciana.
ResponderEliminarEdgardo Atilio Moreno
¡Muy bueno! Excelente obra de mi querida profe Hebe.
ResponderEliminarHola deseo conseguir la obra la casada imperfecta de Fina Moreno Saravia. Cualquier novedad comunicarse a este correo josejuarez33@hotmail apreciaré mucho la ayuda
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