Manuel Antonio de Castro. |
Por Carlos Ibarguren Aguirre*
Manuel Antonio
Castro y González, nació en Salta el 9-VI-1776 (no en 1772 como estampa el
Doctor Levene, cuando se refiere al personaje en su estudio sobre La Academia
de Jurisprudencia). Según yo vi en el Libro Nº 6 de Bautismos de la Iglesia de
La Merced de Salta, al folio 177 consta que el 12-VI-1776 fue cristianado, por
el Maestro Francisco Toledo, Manuel Antonio, “criatura de tres días”, hijo
legítimo de Pheliciano Castro y de doña Margarita González; fueron padrinos del
párvulo el Maestre de Campo Miguel Gallo y doña Angela Gallo.
Después
de recibir nociones primarias y secundarias de escolaridad en su ciudad natal,
el joven Manuel Antonio ingresó a los 17 años, el 21-II-1793, al primer curso
de Teología de la Universidad de Córdoba, para continuar el siguiente hasta
fines de 1794. Entre sus compañeros de clase que se destacaron más tarde como
sacerdotes, citaré a su comprovinciano José Domingo Hoyos y Aguirre, a Miguel
del Corro — deudo lejano de Castro —, célebre orador diputado por Córdoba en el
Congreso de Tucumán, y a Ildefonso Muñecas, el cura tucumano que fue uno de los
propulsores del movimiento cuzqueño en 1814, y luego famoso guerrillero de
indios en las luchas por la independencia, hasta que lo asesinaron en 1816.
Sin
embargo, nuestro alumno quería seguir la carrera de Derecho, que no se cursaba
en Córdoba. Allí, a los 21 años, ya había alcanzado rango de catedrático. En
efecto; el 4-IV-1797, el Gobernador Intendente de Salta, García Pizarro, le
comunicaba al Virrey Olaguer Feliú “haber trasladado la orden de V.E. de 23 de
Febrero del Maestro de Artes don Manuel Antonio Castro, para que continúe regenteando
la cátedra de Filosofía”. Así y todo éste abandonó la “Casa de Trejo” y pasó a
la Universidad de Chuquisaca, donde el año 1805 — uno después de Mariano Moreno
y Antonio Sáenz, y dos antes que Tomás de Anchorena — Castro se recibió de
abogado. (Con él también los salteños Mariano Joaquín de Boedo, futuro Diputado
al Congreso de Tucumán, y José María de Otero Torres).
El doctor Castro se inicia en la función pública
El
historiador Vicente F. López pintó a don Manuel Antonio de esta manera en cuatro
párrafos, sin demasiada simpatía; “Tenía una frente angosta y elevada, pómulos
saliente, carrillos enjutos, cejas arqueadas y altas, ojos convergentes como
los coyas, pero grandes y con forma de almendras; color bilioso, oscuro, busto
tieso y cabeza ensimismada. Hombre serio y de probidad intachable, gozaba de
mucha reputación y respeto ... Su estilo era árido y campanudo, de poca
inventiva en el desarrollo y poca extensión en el movimiento de ideas ...
Estaba habituado a hablar con imaginación y gusto literario, su frase era casi
siempre afectada, engreída y pretenciosa, aunque correcta, honrada y regular”.
Así
pues, con su título doctoral debajo del brazo, no permaneció Castro inactivo en
el Alto Perú. El Virrey le nombró subdelegado ante las autoridades de la Paz,
de la región de Yungas; y el Gobernador Intendente de la Paz y Presidente de la
Audiencia de Charcas, García de León Pizarro, lo convirtió en su secretario de
confianza.
Por
entonces, García Pizarro y el Arzobispo de la Plata Benito María Moxó y
Francolí, eran sospechado de “carlotistas”, y de ser meros instrumentos del
Virrey “francés” Liniers. El 25-V-1809 una pueblada, dirigida por los Oidores y
el bajo clero, al grito de “quieren entregarnos a los portugueses!”, “viva don
Fernando VII!”, irrumpió por las calles de Chuquisaca. Las turbas se apoderaron
del palacio; el Presidente García Pizarro fue hecho prisionero; la Audiencia
quedó a cargo del gobierno, y el Coronel Arenales tomó el mando de las milicias
lugareñas, a fin de salvaguardar el orden y sostener la rebelión.
A
raíz de este ruidoso motín, Manuel Antonio Castro, el leal secretario de García
Pizarro, se alejó del Alto Perú y vino a refugiarse a Buenos Aires, donde el
Virrey Cisneros lo recibió con los brazos abiertos; resultando, a la postre, en
la capital del Virreinato, uno de los colaboradores más íntimos del
excelentísimo don Baltasar. De la pluma suya salió el borrador de una nota
reservada con instrucciones que el Virrey envió, el 27-II-1810, al Gobernador
interino de Charcas, Vicente Nieto, referente al “tumulto de los cholos”.
Asimismo, mi tío, redactó el oficio por el cual Cisneros le pedía al Cabildo
testimonios del expediente actuado sobre su cesación en el mando; y también le
escribió la protesta que hizo el Virrey cuando le exigieron la renuncia el
25-V-1810. Asimisno, tras la detención y extrañamiento sorpresivo de don
Baltasar, Castro concurrió a la casa de la Virreina en desgracia, Inés de
Gaztambide, a testimoniarle su amistad.
Nuestro hombre experimenta los procedimientos del “nuevo sistema”
Todo eso le
valió a Castro la inquina de Mariano Moreno — que fuera igual que él consejero
de Cisneros la víspera de su caída. Por tanto Moreno, de su puño y letra,
redactó el decreto de la Junta, de fecha 24-VI-1810, que ordenaba la prisión
preventiva del “Abogado fugitivo de la ciudad de Charcas, por haberse
constituído internuncio de órdenes y noticias a fomentar la división entre los
Pueblos interiores y la Capital”. Y al siguiente día “siendo como las onze y
media de la noche”, el conjuez audencial José Darregueira, con el Sargento
Mayor Manuel Rafael Ruiz, el Escribano José Ramón de Basavilbaso y un pelotón
de milicianos del cuerpo de Patricios, allanaron la casa de Manuela Ovarrios,
donde se alojaba mi pariente salteño, y se incautaron de todos sus papeles.
Castro
intentó huir, vistió apresuradamente “los calzones y fraque”, y se arrojó desde
los altos de su cuarto al corral de abajo. Tuvo mala suerte en el salto, pues
lo encontraron Darregueira y sus acompañantes con “el pie derecho recalcado del
golpe que recibió, y todo su cuerpo sumamente estropeado”. Llamóse a un
“facultativo” (se me ocurre que a Justo García Valdéz, muy amigo del contuso),
el cual le aplicó “algún medicamento”, y, enseguida, el maltrecho legista fue
conducido en brazos de cuatro soldados al “quartel del regimiento Nº 3” (de
“Arribeños”, que mandaba el morenista French), donde quedó incomunicado y
prestó declaración indagatoria ante Darregueira. También en 1811 “el nuevo
sistema” — o sea el Primer Triunvirato a instancias de Rivadavia y de Chiclana
— lo confinó a Manuel Antonio Castro lejos de Buenos Aires, pero Pueyrredón lo
“redimió” de tan dura penitencia.
Concrétase la
vocación forense de don Manuel Antonio
Tras haber sido
promovido nuestro doctor, en 1812, como “Elector” para designar a la “Junta de
la Libertad de Imprenta”, acompañado, entre otros, por mis antepasados Juan
José de Anchorena y Antonio José de Escalada, el periódico El Censor — de Pazos
Kanki — publicó una serie de siete artículos titulados “Reflexiones sobre el
Reglamento de Institución y Administración de Justicia”, que — presume Ricardo
Levene — fueron escritos por Manuel Antonio Castro, los cuales quedaron
interrumpidos a causa de la extinción de esa hoja política. Lo cierto es que,
poco después (24-V-1813), el gobierno lo nombró a Castro vocal de la Cámara de
Apelaciones.
Más
adelante, el 25-II-1814, decididas las autoridades a poner remedio al estado
decadente en que se hallaba el poder judicial y la ciencia del derecho, aprobaron
un proyecto para establecer una “Academia de Jurisprudencia” que le fue
presentado por la Cámara de Apelaciones, y cuyo inspirador resultaba Castro;
Quien como era lógico, quedó nombrado director perpetuo de dicha corporación.
Por su parte la Asamblea “del año 13” — en 1814 — sancionó el Reglamento de
Adminstración de Justicia, con muchas reformas proyectadas por Castro. Agrego
que por esas fechas aquella Cámara de Apelaciones estaba formada por Manuel
Antonio Castro, Francisco del Sar, José Miguel Díaz Vélez, Gabino Blanco y José
Miguel Carvallo. Y en 1815 la integraban — con el vocal Castro — Matías Oliden,
José Darregueira, Alejo Castex y el Agente Fiscal Matías Patrón. Todos
obligados a llevar “vestido corto de color negro y usarán bastón, que es la
insignia de la jurisdicción que exercen”.
El
21-XII-1815, por iniciativa del Padre Castañeda, el Director del Estado Alvarez
Thomás inauguró una “Sociedad Filantrópica”, destinada al fomento de la
agricultura, la industria y el comercio. Socios natos de la institución fueron
el Dean Funes, el Camarista Manuel Antonio Castro, el Rector del Sagrario
Julián Segundo de Agüero y el Secretario Antonio Alvarez.
El Congreso de
Tucumán y el monarquismo de Castro
Cuando el
22-VIII-1815 fueron convocados por el Cabildo en sesión solemne los “Electores”
— 12 por la capital y 11 por la campaña — para proceder a la elección de los
diputados porteños al Congreso General que se reuniría en Tucumán, Manuel
Antonio Castro solo cosechó dos votos; el de José Arévalo y el de Juan José
Puy. Sabido es que la representación de Buenos Aires al magno Congreso quedó
integrada por estos 7 ciudadanos; Pedro Medrano, Juan José Paso, Antonio Sáenz,
fray Cayetano Rodríguez, José Darregueira, Tomás Manuel de Anchorena y Esteban
Agustín Gazcón.
A
esa altura de su vida, el doctor Castro — 40 años de edad, casado y con hijos,
otrora colaborador virreinal de García Pizarro y de Cisneros — era monárquico y
pueyrredonista, enemigo de caudillismos autocráticos y de tumultos populares; y
su mayor aspiración consistía en que el inevitable tránsito del antiguo régimen
a la nueva realidad social, que nos traía la independencia política, se
efectuara en orden, sin apartarse, la flamante Nación, de la mejores
tradiciones, jerarquías y valores del tiempo de nuestros mayores.
Por
eso fue monárquico — como San Martín, Belgrano, Rivadavia, Pueyrredón y tantos
y tantos más. Por eso le escribió, el 3-VIII-1816, al diputado Darregueira — su
encarcelador antaño, ahora amigo suyo —, quien con sus colegas acababa de
proclamar la independencia en Tucumán: “Se dice que el Congreso piensa
seriamente en la Monarquía Constitucional, con la mira de fijar la dinastía en
la familia del Inca ... Vd. sabe mi opinión en este gran negocio ... Monarquía,
compañero monarquías nuestras bajo de una Constitución liberal, y cesarán de un
golpe las divergencias de opiniones, la incertidumbre de nuestra suerte y los
males de la anarquía ... después de haber probado todas las formas republicanas
infructuosamente. Todos los patriotas de juicio están decididos por esta
opinión. Ella hará tomar a la masa general de los indios el interés que hasta
aquí no han tomado por la revolución”. Y refiriéndose a sus dudas sobre la
firmeza de Darregueira y de Paso en pronunciarse por la independencia, agregaba
Castro; “Le pido a Vd. perdón y a mi compañero Passo por el concepto de tímidos
en que los tenía. ¡Cáspita! ahora los tengo por héroes, cuando los he visto
atarse los calzones y decir somos independientes!”.
Marginal
disquisición monárquica
Me
aparto un momento de Castro para tratar aquella propuesta de monarquía incaica
— que hoy nos parece estrafalaria — sometida por Belgrano a consideración del
Congreso de Tucumán; que de haberse convertido en realidad, como lo dijo el
diputado Tomás Manuel de Anchorena (12-VII-1816) en carta a su hermano Juan
José; “todo el Perú se conmueve y la grandeza de Lima tomará partido en nuestra
causa, libre ya de los temores que le infundía el atolondramiento democrático”.
Dicho planteo de Belgrano mereció, tres décadas más tarde, un comentario
despectivo del mismo Anchorena, al afirmar que de imponerse en 1816 aquella
coronación aborigen — por llamarla así —hubiéramos tenido “un monarca de la
casta de los chocolates, cuya persona probablemente tendríamos que sacarla
borracha y cubierta de andrajos de alguna chichería, para colocarla en el
elevado trono de un monarca”.
Exagera,
don Tomás, al formularle semejante apreciación a su primo Rosas en 1846. Un
escudriñeo genealógico nos lleva a conjeturar quienes, en un orden dinástico o
sucesorio, pudieran haber sido — entre otros — candidatos en 1816 al trono de
Manco Capac. He aquí algunos de los descendientes del linaje de los hijos del
Sol que, si hubieran conocido su origen, acaso no les faltaría razones para invocar,
en esas circunstancias, “derechos eventuales” al cetro del quimérico imperio
sudamericano.
Por
de pronto — ante el estupor mayúsculo de los diputados directoriales — el
“príncipe de los anarquistas” y caudillo de los orientales, José Gervasio
Artigas; hijo de Juan Antonio Artigas y de Ignacia Javiera Carrasco; hija ella
del Capitán Salvador Carrasco y de Leonor de Melo Coutiño; hija ésta de Simón
de Melo Coutiño y de Juana de Ribera; hijo aquel de Francisco de Melo Coutiño y
de Juana Gómez de Saravia; hijo dicho Francisco, de Juan de Melo Coutiño y de
Juana de Holguín y Ulloa; hija ésta del conquistador Martín de Almendras y de
Constanza de Orellana; nieta, Constanza, del conquistador del Perú Pedro
Alvarez Holguín, quien se casó con Beatriz Tupac Yupanqui, hija del Inca Tupac
Yupanqui (1471-1493).
Otra
candidatura escandalosa podría haber sido la del General montonero chileno José
Miguel Carrera; hijo de Ignacio de la Carrera y Ureta y de Francisca Javiera de
las Cuevas; aquel hijo de Miguel de la Carrera y Elguea y de Josefa de Ureta
Prado; hija ésta del Capitán José de Ureta y de Francisca Prado; hija ella de
Pedro Prado de la Canal y de María de Lorca; hijo aquel de Pedro Martínez de
Prado de la Canal y de Petronila de Garnica; ésta hija del Capitán García de
Medina y de María de Garnica; hijo ese García del conquistador del Tucumán
Gaspar de Medina y de Catalina de Castro; hija Catalina del descubridor de
Chile, con Almagro, García Díaz de Castro y de su mujer Bárbola Coya Inca,
nieta de Manco II Inca (1534-1544).
Otro
vástago distinguido de Tupac Yupanqui era el clérigo liberal José Valentín
Gómez; hijo de Jacobo Felipe Gómez y de Juana Petrona Cueli Escobar; hija ella
de Manuel de Escobar Bazán y de María Carrasco Melo Coutiño; hija del Capitán Salvador
Carrasco y de Leonor Melo Coutiño, cuya ascendencia, a partir de esta señora,
es la misma que la de Artigas, hasta llegar al Inca Tupac Yupanqui.
Descendiente de la “casta de los chocolates” era también el Coronel José Matías Zapiola; hijo de Manuel Zapiola Oyamburu y de María Encarnación de Lezica y Alquiza; hija ella de Juan de Lezica y Torrezuri y de Elena de Alquiza Peñaranda; hija esta del Maestre de Campo Felipe de Alquiza y de Juana María de Peñaranda Rengifo; ella hija del Maese de Campo Juan de Peñaranda Valverde y de Elena Rengifo y Avendaño, hija de Juan de Rengifo de Avendaño, encomendero en el Cuzco, y de María Josefa de Ampuero y Yupanqui; que tenía por padres al conquistador del Perú Francisco de Ampuero y a Inés Yupanqui Huaillas Inca, princesa hija de Huaynas Capac Inca (1493-1527).
Descendiente de la “casta de los chocolates” era también el Coronel José Matías Zapiola; hijo de Manuel Zapiola Oyamburu y de María Encarnación de Lezica y Alquiza; hija ella de Juan de Lezica y Torrezuri y de Elena de Alquiza Peñaranda; hija esta del Maestre de Campo Felipe de Alquiza y de Juana María de Peñaranda Rengifo; ella hija del Maese de Campo Juan de Peñaranda Valverde y de Elena Rengifo y Avendaño, hija de Juan de Rengifo de Avendaño, encomendero en el Cuzco, y de María Josefa de Ampuero y Yupanqui; que tenía por padres al conquistador del Perú Francisco de Ampuero y a Inés Yupanqui Huaillas Inca, princesa hija de Huaynas Capac Inca (1493-1527).
El
último Inca reconocido como tal en la clandestinidad, fue Tupac Amaru I,
ejecutado en 1571 por el Virrey Toledo. Una hija suya, Juana Pilcohuaco, tuvo
por marido a Diego Felipe Condorcanqui, cacique de Surinama. Tataranieto de
ellos fue el famoso José Gabriel Condorcanqui, el Tupac Amaru de la rebelión de
1780. Dominado ese alzamiento, al cacique revolucionario que se titulaba “Don
Juan I por la gracia de Dios, Inca Rey del Perú, Santa Fé, Quito, Chile, Buenos
Aires y continentes de los mares del Sur”, se le arrancó la vida con cuatro
caballos que tiraron a la cincha de sus extremidades hasta despedazarlas.
También resultaron ajusticiados entonces la mujer del pretendido Inca; Micaela
Bastidas, sus hijos Hipólito y Fernando, su cuñado Antonio Bastidas y el tío
Francisco Tupac. En 1816 solo vivía de dicha familia; Juan Bautista
Condorcanqui — hermano del desdichado Tupac Amaru —, el cual — dice Mitre —
“hacía treinta y cuatro años yacía cautivo en las mazmorras españolas”, y no
tenía herederos.
En septiembre de
1816, días después de jurar nuestra independencia que había proclamado el
Congreso de Tucumán, el doctor Castro, en su carácter de presidente de la
Cámara de Justicia, pronunció un discurso considerando a la lucha por la
emancipación política como contienda fratricida — no internacional como ahora
enseña nuestra historia oficial —, y aludió al bravo Coronel realista Saturnino
Castro — ultimado en 1814 a raíz de esas desinteligencias internas — con estas
emocionadas palabras; “El Camarista que habla así, perdió un hermano muy amado,
víctima de su patriotismo, y ha llorado la desolación de toda su familia”.
Por
entonces Castro había fundado El
Observador Americano (apareció el 19-VIII-1816 y tiró 12 ejemplares hasta
el 4 de noviembre siguiente), periódico destinado a defender el proyecto
monárquico constitucional de Belgrano en el Congreso de Tucumán, sobre la base
de la dinastía incaica. Le replicaban a Castro en La Crónica Argentina, su
director Pazos Kanki (Vicente Pazos Silva) y Pedro José Agrelo, quienes, sin
pelos en la lengua, fustigaban la coronación del Inca, ponderando el sistema
republicano de Norteamérica, y violentamente le caían a Pueyrredón.
Un
curioso documento escrito en esa época por un informante hispánico
antirevolucionario anónimo, así define a los tres periodistas nombrados; “Don
Manuel Antonio Castro; Talento y puede sacarse partido de él. — Pazos, Don
Vicente; natural de La Paz, clérigo apóstata que estubo en Londres y volvió a
Buenos Aires vestido de pisaverde, insultando a la Religión y mofándose de las
costumbres puras (se alude a que en Inglaterra se hizo protestante y de allí
trajo una mujer). Todo hombre honrado le mira con horror; es licencioso, dado a
todos los vicios, patriota desenfrenado, calumniador; suena como Editor de la
Crónica Argentina, no siendo más que un testaferro, porque es bastante
estúpido”. De yapa, el “Doctor Agrelo; Abogado, intrigante, sanguinario (como
Juez de la conspiración de Alzaga) enemigo acérrimo de todo Europeo, a quienes
afligió, robó y asesinó. Es detestado en el País y se le conoce por Robespier;
tiene talento regular y moderada instrucción en derecho pátrio. Aborrece a
España mortalmente, porque teme el suplicio; fue editor del Periódico atroz
titulado la Crónica Argentina”.
Misión a las
provincias de Córdoba y Salta
A
fines de 1816, Pueyrredón envió a Castro y al Deán Funes a Córdoba, con encargo
especial de mediar en una revuelta cuyos protagonistas eran el Gobernador
Ambrosio Funes — hermano del Deán — y el Coronel Juan Pablo Bulnes. Llegados
los mediadores a destino, el orden ya estaba restablecido, por lo que ambos
prosiguieron viaje hasta Tucumán. De ahí nuestro jurisconsulto pasó a Salta,
para entrevistarse con Güemes — viejo amigo suyo. En los diálogos
confidenciales que mantuvieron don Manuel Antonio y el Caudillo del Norte, éste
recogió de labios de aquel sus impresiones acerca del estado del país. Quedó
informado sobre los propósitos de los gobernantes bonaerenses de rechazar a los
portugueses de la Banda Oriental; y acaso convencido de que el Congreso, con el
Director surgido de su seno, era entonces la única posibilidad de salvación
común.
Güemes,
por su parte, habríale asegurado a su paisano la absoluta lealtad de Salta para
con el resto de los pueblos argentinos, y que en tanto la provincia
permaneciera bajo su jefatura, “no se separará de la unión y ovediencia a las
autoridades supremas, por más que algunos de los enemigos de la felicidad
general se atrevan a intentarlo”.
Esa
resulta, en síntesis, la versión que surge de los documentos transcriptos por
los historiadores Bernardo Frías y Levene a propósito de aquella entrevista. (Historia del General Güemes y La Academia de Jurisprudencia,
respectivamente). Sin embargo, Ricardo Caillet-Bois en su monografía sobre el
Congreso de Tucumán (Historia de la
Nación Argentina Tomo VI), anota que “Castro se trasladó a Salta, tratando
de obtener la incorporación de Güemes a la Logia. Esto era vital — agrega —pues
el Congreso podía estar a merced de un golpe de mano afortunado del Caudillo”.
Tal
interpretación corre por cuenta del señor Caillet-Bois, gustoso de hacerla
partícipe a la Masonería en los acontecimientos importantes de la historia
patria. Si con posterioridad Güemes ingresó a la Logia Lautaro — y ello no
supone necesariamente ligamiento con el sectarismo masón —, Manuel Antonio
Castro nunca perteneció a esa sociedad política secreta. En efecto; el
26-VIII-1816, Castro le escribió desde Buenos Aires al diputado José
Darregueira que estaba en Tucumán, estas recomendaciones; “procure Vd. ganar a
los jefes militares para que la fuerza física sostenga la fuerza de la opinión
... si por otra parte San Martín no tiene inconveniente, sería el más adecuado
a las circunstancias, a pesar de que, por lo respectivo a mi individuo, no me
sería muy favorable porque sus amigos no son los míos”. A todas luces, tales
“amigos” de San Martín son los cofrades de la Logia Lautaro que, como lo
confiesa el propio corresponsal, no le eran muy favorables, no concordaban con
él.
Preside Castro a
la provincia de Córdoba. Hace después periodismo en Buenos Aires, reanuda su
actividad judicial, y lo eligen Diputado al Congreso Nacional
En 1817 el
gobierno de Pueyrredón designa a Castro Gobernador Intendente de Córdoba en
reemplazo de Ambrosio Funes. En la provincia mediterránea Castro restableció el
orden; y en materia cultural reformó el plan docente de la Universidad y
organizó la Biblioteca Pública en la ciudad de su mando. Estuvo al frente de
Córdoba — y resultó ser el último de sus Gobernadores Intendentes — hasta que
el día siguiente de la sublevación del Ejército del Norte en la posta
santafesina de Arequito (8-I-1820); ocasión en que el General Juan Bautista Bustos,
el Coronel Alejandro Heredia y el Comandante José María Paz, interpretando el
sentir de las tropas, se negaron a participar en la guerra civil a favor de los
proyectos centralistas y monárquicos del gobierno directorial.
A
raíz pues de dicho suceso, regresó Castro a Buenos Aires, donde publicó cuatro
cartas en defensa de su amigo el General Belgrano, que formaron el opúsculo
titulado; “Desgracias de la Patria. Peligros de la Patria. Necesidad de
salvarla”.
Posteriormente
Manuel Antonio se asoció con Bernardo Vélez y con Buenaventura Arzac.
Arrendaron la Imprenta de los Niños Expósitos a fin de editar — bajo la
dirección de Castro — La Gazeta;
desde el 29 de abril hasta el 12 de setiembre de 1821; fecha en que el otrora
vehículo doctrinario de Mariano Moreno dejó de aparecer, por decidir el
gobierno que el Registro Oficial cubría de sobra la información gubernativa. He
aquí el texto de la renuncia de Castro dirigida al Ministro Rivadavia:
“En
12 de septiembre de 1820 me encargó el gobierno superior de la provincia la
redacción de la Gaceta ministerial, y tuve que aceptarla sin embargo de mis
muchas ocupaciones, porque se me exigió este servicio especial en
circunstancias muy peligrosas, porque nada quedase por mi parte de cuanto
pudiese contribuir al restablecimiento del orden y de la tranquilidad pública.
Pero hoy que felizmente se ha conseguido, y que el Registro Oficial hace menos
necesaria la edición de la Gaceta, debo hacer presente que me distrae en parte
de las serias y delicadas atenciones de la magistratura, con cuyo ejercicio no
es muy conciliable, y me quita el corto tiempo de reposo que me dejan las
funciones de mi empleo. Suplico a V.S. se sirva ponerlo en consideración del
Exmo. Señor Gobernador y Capitán General, a efecto de que se digne, como
firmemente espero, relevarme de este encargo. Dios guarde a V.S. muchos años”.
Rivadavia
aceptó la renuncia por decreto ese mismo día, señalando que Castro había
desempañado la dirección de La Gaceta,
“de un modo correspondiente a sus luces y delicadeza, y tan a satisfacción del
gobierno y del público”; y como “el Registro Oficial, nuevamente establecido,
llena los objetivos de aquel periódico, este queda suprimido desde el día de la
fecha”.
Finalmente
en La Gaceta, bajo el título El Editor al Público, Castro se despidió de sus
lectores con estas líneas; “Dejo de escribir con la satisfacción de que nunca
tomé la pluma sin tener muy presente el respeto que se debe al público, y el
que debe un hombre a otro; nunca la tomé con otro interés que el del bien y
felicidad común; que siempre la tomé con firmeza para combatir los errores y
los crímenes; y que al escribir he procurado purgar mi ánimo de pequeñas
pasiones, sacrificando toda personalidad a la nobleza del objeto. Si alguna vez
se han interpretado siniestramente mis escritos, mi intención ha sido pura como
son puros mis deseos ...”
Dedicado
al ejercicio exclusivo de Camarista, Castro fue promovido a Presidente Perpetuo
de dicho Tribunal. Con posterioridad lo eligieron representante por Buenos
Aires al Congreso Nacional (1824-1827), de cuya Asamblea resultó el primer
Presidente.
La pérdida del
Alto Perú. Patriótica actuación parlamentaria de Castro
El Congreso
Nacional se declaró constituyente; no sin antes haber dictado una “Ley
Fundamental” con propósito de afianzar “la independencia, integridad,
seguridad, defensa y prosperidad de las Provincias Unidas del Río de la Plata”,
a punto de lanzarse a la guerra contra el Brasil en procura de reconquistar la
Banda Oriental del Uruguay, ocupada por el Imperio de los Braganza.
Para
dicha “Ley Fundamental” integralista, sin embargo, fue letra muerta el destino
de las provincias del Alto Perú — abandonadas a su propia suerte y luego
sustraídas de la Patria común por un Mariscal de Bolívar —, mientras se votó otra
ley que vino a convertir en Presidente de la República a Bernardino Rivadavia;
y se federalizaron también la ciudad y parte de la campaña de Buenos Aires, lo
que implicó la cesantía de sus autoridades locales y la división del territorio
bonaerense en dos fracciones, quedando la más pobre y despoblada en situación
de tener que organizarse de nuevo como distrito provincial.
Un
año antes de estas innovaciones — que resultaron novatadas funestas para el
país — se supo en Buenos Aires que la guerra contra España había terminado en
la llanura de Ayacucho. Entonces el gobierno de Las Heras le ofició al
Gobernador de Salta, General Arenales, para que contemplara la posibilidad de
marchar al frente de una fuerza militar al Alto Perú, con amplios poderes, a
fin de requerirle a Olañeta una capitulación generosa o, en su defecto atacarlo
y liberar esas cuatro provincias “altas”, las cuales, libremente, deberían
resolver su futuro, integrando la vieja unidad rioplatense.
Téngase
en cuenta que dichas provincias argentinas, ocupadas por Olañeta, participaron
con sus hermanas del sur en la Primera Junta de 1810, donde el Presidente
Saavedra era potosino. Tuvieron como representante en la segunda Junta, o Junta
Grande, al diputado por Tarija José Julián Pérez; y la Asamblea del año XIII se
integró con delegados de Mizque, Charcas y Potosí, sin que les fuera posible
incorporarse a los colegas de Cochabamba y Santa Cruz de la Sierra. En el
Congreso de Tucumán, que declaró la independencia de las Provincias Unidas en
1816, tomaron parte, junto con los diputados de las provincias “abajeñas”, los
representantes de La Plata, Cochabamba, Charcas, Chichas y Mizque. En la
convención constituyente de 1819, que procuró estructurar el Estado bajo un
régimen centralista, uno de sus más destacados voceros fue el chuquisaqueño
José María Serrano. Y si tales antecedentes no bastaran para justificar una
entrañable solidaridad revolucionaria, los hijos del Alto Perú, en todas sus
clases sociales, habían combatido, y en ese momento proseguían la lucha
emancipadora, enarbolando la común divisa azul y blanca ideada por Belgrano.
Así pues — luego de aquella nota con instrucciones de Las Heras a Arenales — Manuel Antonio Castro, en su carácter de diputado, presentó al Congreso Nacional, en la sesión del 11-II-1825, el siguiente proyecto de decreto; “Artículo único: El Gobierno encargado del Poder Ejecutivo General proponga urgentemente, y con toda preferencia, los arbitrios y medios que puedan adoptarse para estrechar al General Español (Olañeta) que oprime todavía a las cuatro provincias del Alto Perú, y cooperar eficazmente a su más pronta libertad”.
Así pues — luego de aquella nota con instrucciones de Las Heras a Arenales — Manuel Antonio Castro, en su carácter de diputado, presentó al Congreso Nacional, en la sesión del 11-II-1825, el siguiente proyecto de decreto; “Artículo único: El Gobierno encargado del Poder Ejecutivo General proponga urgentemente, y con toda preferencia, los arbitrios y medios que puedan adoptarse para estrechar al General Español (Olañeta) que oprime todavía a las cuatro provincias del Alto Perú, y cooperar eficazmente a su más pronta libertad”.
Al
fundar Castro esta moción, dijo entre otras consideraciones; “Después de la
victoria de Ayacucho ... parecería natural esperar que el General Olañeta
pensase a transigir de algún modo, pero por sus proclamas y diferentes cartas
que de Salta han llegado, se ve que todavía bravea y que trata de sostenerse
... lo conseguirá y tendrá mucho de su parte si nosotros no ponemos mucho de la
nuestra ... las cuatro provincias del Alto Perú que ocupa Olañeta han
pertenecido y pertenecen hasta hoy a nuestro territorio. Ellas tienen un
derecho a esperar todos los esfuerzos posibles de nosotros para su libertad, y
nosotros tenemos un deber de dárselo, por haberlas llamado, provocado y
comprometido a la causa de la revolución. Si antes de la disociación funestas
de nuestras provincias y la falta de un gobierno general nos había impedido
continuar la guerra que empezamos en 1810, hoy felizmente las provincias están
reunidas, hay una autoridad central, y en estas circunstancias nosotros no
tendríamos excusas manteniéndonos en estado de indiferencia. Por lo tanto, yo
considero de absoluta necesidad que la fuerza que esta hoy en Salta ... se
ponga en movimiento para poner a Olañeta en el último conflicto de abreviar la
libertad de las provincias de la Sierra del Perú”.
Por
su parte el Canónigo Juan Ignacio Gorriti, diputado por Salta, apoyó los
conceptos e iniciativa de Castro. El representante de San Juan, Bonifacio Vera,
a su vez, presentó otro proyecto que renovaba la declaración de guerra “a la
nación española”, y daba facultad al Poder Ejecutivo para organizar “una
división de tropas con destino al Alto Perú, contra el General Olañeta”. Los
diputados por Salta, Córdoba y Corrientes (Francisco Remigio Castellanos,
Dalmacio Vélez Sársfield y José Francisco Acosta), manifestáronse de acuerdo en
que las mociones de Castro y de Vera se trataran “sobre tablas”. Mas Julián
Segundo de Agüero, porteño, y Santiago Vázquez, oriental que representaba a La
Rioja, enfriaron aquel ambiente cargado de generoso patriotismo; y sus colegas
se dejaron convencer por ellos de que el pronunciamiento del Congreso sobre la
expedición libertadora al Alto Perú debía de quedar aplazado hasta que dictaminara
al respecto la comisión de asuntos militares.
En
realidad el país era una Babel, pese a la aparatosa ficción de un Congreso
Nacional, cuyos integrantes, poco después, eligirían como Presidente de una
utópica República a Bernardino Rivadavia. Por cierto que para intervenir
militarmente en el Alto Perú faltaba dinero; elemento que en escasa proporción
solo poseía el gobierno de Buenos Aires, absorbido, a la sazón, en imponer el
régimen centralista y en prepararse para la guerra contra el Brasil, a fin de
arrojarlo de la Banda Oriental. Por eso la comisión compuesta por los diputados
Lucio Mansilla, Juan José Paso, Alejandro Heredia y Ventura Vázquez, siete días
después, eludió toda responsabilidad en apoyar aquella iniciativa de Castro,
enderezada a que fuerzas argentinas cruzaran la frontera salteña en procura de
liberar a sus hermanos del Altiplano. En consecuencia, aconsejó pasar “el
expediente de esta moción al gobierno de la provincia, encargado del poder
ejecutivo, para que tomándola en consideración provea a sus objetos en cuanto
estime conveniente y esté al alcance de su poder”.
El
abogado Paso, con prudencia “pilatesca”, argumentó que nuestras posibilidades
eran meramente defensivas; que ningún ataque a Salta debíamos temer por parte
de Olañeta; y que era “muy verosímil que el ejército de Lima, mandándolo el
libertador Bolívar u otro General, crea que no ha concluído su obra mientras
deje una fuerza que debe destruir”. Por lo tanto, no bien Bolívar tomara la
iniciativa, “será preciso que obremos en acuerdo con la fuerza del Perú”. Esto
significaba, lisa y llanamente, colocarse al margen del conflicto; dejar las
provincias altoperuanas a merced de los acontecimientos, abandonadas a la buena
voluntad de las tropas de Colombia y del Perú, que asumirían los riesgos de la
guerra.
“Yo
no proponía solamente la defensa de nuestro territorio libre — le replicó
Castro al leguleyo porteño —, sino la restitución de nuestro territorio ocupado
... Yo no he podido jamás desconocer la obligación en que están las provincias
del Río de la Plata de socorrer a las provincias oprimidas del Río de la Plata
... Se ha dicho que no es presumible que el General vencedor, que ha libertado
el Perú, se contente con eso y deje a Olañeta sin hostilizarlo ... ¿y nosotros nos
hemos de aquietar a la vista de estas tropas que ocupan parte de nuestro
territorio?”
“Me
hago cargo — proseguía mi ilustre tío — que por de pronto no se puede ocurrir a
los gastos que exige la formación de un ejército grande ... Pero ¿será difícil
al Congreso General, bajo las garantías de las rentas que ha de tener el
Estado, hallar cien mil pesos para un caso de esta naturaleza, y que tal vez no
volverá a venir? Si fuese preciso echemos mano del empréstito de Londres
reconociéndolo, y reconociendo sus intereses. ¿Importa tan poco la libertad de
cuatro provincias muy numerosas, que extenderían nuestro limitado comercio?”
Paso
insistió en que para “obrar hostilmente internándose hasta Potosí” se
necesitaba cuanto menos 5.000 hombres y 500.000 pesos para armarlos y
equiparlos; y el bienpensante doctor unitario, a propósito de esa expedición
guerrera, agregó estos conceptos blanduchos; “Yo no se si sería política, y si
nos autorizarían los títulos de la unión pasada para hacerla, pues, a mi
juicio, la libertad del Perú ha sido obra del ejército de Colombia, y cuando le
falta un resto para concluirla no debía quitársele esta gloria”.
Aclaró
Castro entonces que él nunca pretendió arrebatarles la gloria a Bolívar y a
Sucre; “He dicho que se coopere con ellos; y esto no es quitarles el derecho;
es sí, ayudarlos a pelear, es hacer lo que tantas veces han solicitado. Porque
el ejército libertador empezó la guerra en el Perú, ¿nosotros no hemos de tener
el derecho y el deber de cooperar a la libertad de esas cuatro provincias?”.
Pero enseguida el orador sacó a relucir ese complejo pacifista que — exceptuada
la gestión internacional de Rosas — caracteriza a la diplomacia argentina; “No
digo que vamos con el título de conquista; no por cierto, porque ya hemos sentado
el principio del que quisiera no nos desviásemos jamás, y es el de no obligar a
los pueblos a una asociación que debe ser el resultado de su libre voluntad”.
Terciaron luego en el debate los diputados Heredia, Gorriti, el deán Funes y
Arroyo, quedando el proyecto “defensivo” y expectante de Paso aprobado por el
Congreso. Era una manera de “salir del paso”.
Dos
meses más tarde (8-IV-1825), el Gobernador de Salta Arenales recibió del Poder
Ejecutivo central instrucciones en el sentido de manifestarles a los municipios
de La Paz, Oruro y Santa Cruz de la Sierra, “que estaban en libertad para
adoptar la forma de gobierno que creyeran más conveniente a su felicidad”. Y 22
días más tarde, ante una consulta de Arenales al Congreso referente a ese
punto, dicho cuerpo — por intermedio de otra comisión formada por Manuel
Antonio Castro, Juan Ignacio Gorriti, José Manuel Zegada, Manuel Antonio
Acevedo y Elías Bedoya — se expidió así; “Se ha presentado ante todo a la
comisión la idea de que las provincias del Alto Perú, desde el tiempo de la
dominación española, pertenecían a un mismo gobierno con las nuestras; que
hecha la revolución en ésta y demás provincias del Río de la Plata, aquellas
las siguieron inmediatamente y comprometieron e identificaron con nosotros su suerte
y su destino. Estos fuertes motivos conmovieron al Congreso en los momentos
siguientes a la gran victoria de Ayacucho ... El primer y principal objeto de
la expedición (de Arenales) es la absoluta libertad de las provincias hermanas
del Alto Perú ... En cuanto a su destino, ellas deben elegirlo. El Congreso ha
reconocido y consagrado el principio de que el origen legal de toda sociedad
política es la libre elección de sus asociados”.
Esta
resolución pudo, quizás, haber obedecido al temor de que las provincias “altas”
fuesen anexionadas al Perú por Sucre, que las ocupaba con el ejército
colombiano. La socorrida retórica de marras, sin embargo — además de atentar
contra la unidad nacional —, perdía autoridad moral aplicada por un Congreso
que, poco después, por sorpresa y a la fuerza, les impuso a las provincias
argentinas un régimen centralista unitario, con Bernardino Rivadavia como
Presidente de la República; ello sin tener en cuenta para nada, “el principio
de que el origen de toda sociedad política es la libre elección de los
asociados”.
“De
una sola plumada — estampa el historiador boliviano Numa Romero del Carpio — el
Congreso General Constituyente desbarató la visión genial del Congreso de
Tucumán, y destruyó una estructura política de gran velamen y magnífico
porvenir”. Y don Vicente Quesada razona a propósito de lo mismo, en su Historia
Diplomática Latinoamericana; “Estas teorías disolventes de la nacionalidad no
prevalecieron en la guerra de secesión de los Estados Unidos del Norte; y si en
vez de esa libertad desquiciadora se hubiera conservado la unidad histórica y
tradicional, no habría perdido la República las 4 provincias del Alto Perú, la
provincia de Montevideo, la del Paraguay y la misma Tarija … Esas doctrinas
emitidas y sancionadas por el Congreso — concluye Quesada — eran una amenaza
para la unión nacional; y así resultó el desquicio y la caída del Congreso y la
Presidencia, por no atender la opinión popular dominante. El localismo engreído
y victorioso, en una palabra, venció al unitarismo doctrinario, imprevisor y
petulante”.
Castro se opone
al proyecto de capitalización de Buenos Aires
El 22-II-1826 se
trató en el Congreso la ley llamada “de capitalidad”, enviada por el gobierno
de Rivadavia, la cuál declaraba a la ciudad de Buenos Aires capital del Estado
nacional, nacionalizando todos sus establecimientos y dándoles por límites el
territorio comprendido entre el puerto de Las Conchas (el Tigre) y el de la
Ensenada de Barragán, y desde la costa del Río de la Plata hasta el Puente de
Márquez.
Defendió
ese proyecto de ley en el recinto parlamentario el Ministro Julián Segundo de
Agüero, y el legislador Castro — diputado por Buenos Aires, precisamente se
opuso a aquella decapitación porteña con el argumento irrebatible de que
“quedaba por este proyecto violado el pacto y la condición con que Buenos Aires
entró a ser representada por el Congreso”. Si la Constitución unitaria, que
además se propiciaba, fuera repudiada por los pueblos — argüía Castro — “¿no
queda ya deshecha la provincia de Buenos Aires antes de dada la Constitución?”.
Al desaparecer la Junta de Representantes y demás organismos provinciales
bonaerenses, según lo proyectaba la ley del Poder Ejecutivo, quedaría Buenos
Aires sin instituciones para poder aceptar aquella Carta constituyente. “Hay
una razón robusta de ilegalidad que es la siguiente” — puntualizaba nuestro
escrupuloso legista entre dos raciocinios; “No sabemos hasta que la forma de
gobierno sea designada, si la República quedará en clase de gobierno representativo
republicano de unidad, o federal. Yo por mi parte, desde ahora digo que jamás
creeré al país feliz con la forma federal. Mi opinión es que debe regirse por
un gobierno de unidad; mas esto todavía no se ha sancionado; y si no se
establece un gobierno federal ¿como es que se quita a la provincia de Buenos
Aires el derecho de entrar a componer la federación como Estado soberano?”
Tal
actitud parlamentaria de Manuel Antonio Castro en ese debate, en el que
defendieron y votaron entre otros, y a favor del proyecto rivadaviano los
diputados Valentín Gómez, Francisco Remigio Castellanos, Eduardo Pérez Bulnes,
Santiago Vázquez, Manuel Bonifacio Gallardo, Lucio Mansilla, Dalmacio Vélez
Sársfield, Jerónimo Helguera, Elías Bedoya y José Francisco Acosta; y — como el
salteño Castro — señalaron su discrepancia los colegas Gregorio Funes, Diego
Estanislao Zavaleta, Manuel Vicente Mena, Juan José Paso, Mariano Lozano, Juan
Ignacio Gorriti, Mariano Sarratea, Francisco Delgado, Juan Ramón Balcarce,
Manuel Moreno y Mateo Vidal. A par de los cuales, sumóse la protesta del
Gobernador Las Heras, en defensa de las leyes de la provincia. Pero de nada
valieron esos disensos, ni las públicas peticiones desaprobatorias de tantos
conspicuos ciudadanos (ver las monografías acerca de los Anchorena y de Manuel
H. de Aguirre), pues, el 4 de marzo, quedó sancionada la ley de “capitalidad”
que el P.E. promulgó dos días más tarde, quedando, en consecuencia, cesante el
Gobernador Las Heras y disuelta la Junta de Representantes porteña.
Falta
agregar, que la Constitución unitaria que sancionó el Congreso el 24 de
diciembre siguiente, fue elaborada por nuestro jurisconsulto salteño, junto con
sus colegas de comisión, los diputados José Valentín Gómez, Francisco Remigio
Castellanos, Eduardo Pérez Bulnes y Santiago Vázquez. Y resultaron Castro y
Gómez, sin duda, los principales artífices de esa Carta presidencialista,
puesto que ambos, — inspirados en la Constitución monarquizante de 1819 —
sostuvieron ardorosamente los debates y lograron hacer aprobar su proyecto.
Los legisladores
abogan en las provincias a favor de la Constitución unitaria
Entre tanto las
discordias civiles agitaban el interior del país. El Congreso resuelto a
neutralizar la hostilidad de los pueblos arribeños hacia el constitucional
engendro que había sancionado, despachó a varios representantes suyos a las
provincias contrarias al sistema unitario, para dar explicaciones y lograr la
adhesión de los Caudillos a la política oficial. Así resultaron enviados Manuel
Antonio Castro a Mendoza; Juan Ignacio Gorriti a Córdoba; Diego Estanislao
Zavaleta a Entre Ríos; Francisco Remigio Castellanos a La Rioja; Manuel de
Tezano Pinto a Santiago del Estero (Ibarra lo recibió en calzoncillos); Mariano
Andrade a Santa Fé; y Dalmacio Vélez Sársfield a San Juan. Este acompañó a su
amigo Castro hasta Mendoza, desde donde dirigiose por nota a Quiroga que estaba
en San Juan. Facundo desairó a Vélez, devolviéndole el pliego, sin abrir, por
mano del gaucho Cecilio Berdeja, y con una apostilla jactanciosa plagada de
faltas de ortografía, a tono con el cerril mensajero.
Llegado
a Mendoza el 16-I-1827, el diputado Castro tuvo entrevistas con el Gobernador
Juan Corvalán, jaqueado, a la sazón, por los montoneros de Quiroga que operaban
en territorio sanjuanino. Expuso, el miembro del Congreso unitario ante la
Junta de Representantes mendocina, la situación por la que atravesaba la
República, en guerra con el Imperio brasilero, y acerca de la “necesidad de una
cooperación activa por parte de las provincias a la defensa del Estado”. En
otra sesión, analizó Castro las razones que tuvo el Congreso en aprobar la
“forma representativa de unidad”, y acabó persuadido — como después informaría
a sus comitentes de Buenos Aires — que no obstante haber quienes “hagan sorda
oposición al Código constitucional”, el “voto general del Pueblo de Mendoza”
era que su apoyo al orden nacional “no se desmentirá cuando se trate del honor
y destino de la República”.
Castro
— al revés de algunos de sus colegas en otras provincias — fue recibido
cordialmente por los mendocinos. Empero sus esfuerzos dialécticos resultaron
inútiles. Poco más tarde, tras la infortunada primera tentativa de paz con el
Brasil, caía el Presidente Rivadavia, y con él el Congreso, la famosa
Constitución y el partido unitario.
Postreros años y
muerte de don Manuel Antonio
Vuelto a sus
cargos de Presidente del Tribunal de Justicia y de Director de la Academia de
Jurisprudencia, el abogado Castro apartose definitivamente de la política. En
esa etapa, la última de su vida, se dedicó a concluir el Prontuario de práctica
forense, el mejor de sus trabajos que resultó póstumo, y su viuda encargaríase
de editarlo.
Queda
dicho con ello que nuestro personaje arribó a los 56 años de su edad con la
salud quebrantada; acaso le había recrudecido cierta “enfermedad de la orina” o
unos “cólicos biliosos” que lo aquejaron en 1816, según reveló entonces en
cartas íntimas. Así pues agravados aquellos males sin remedio, don Manuel
Antonio, el 16-VIII-1832, por ante el Escribano Luis López, titular del
Registro Nº 1, otorgó su testamento.
En
esa escritura de última voluntad, el testador declaró ser “Presidente de la
Exma. Cámara de Justicia en esta Provincia, vecino de la misma, natural de la
ciudad de Salta, hijo legítimo de don Feliciano de Castro, ya finado, y de doña
Margarita González, que hoy vive”. Hallándose enfermo en cama, ordenó que su
cuerpo fuera sepultado en el cementerio público, y que sus funerales se
realizaran en la Iglesia de San Francisco, “con la mayor moderación posible”.
Dijo haber sido casado primeramente con “Doña Petrona Biyota” — Villota —, “de
cuyo matrimonio legítimo tengo dos hijos menores nombrados don Manuel Antonio y
don Tomás Felipe de Castro”. Luego contrajo segundas nupcias con “Doña
Gertrudis Biyota”, hermana de su finada esposa, la que no le dió descendencia.
Aclaró no poseer más bienes que sus muebles y “alhajas peculiares precisas de
mi empleo, como son un par de evillas de oro, un bastón de oro y otras así de
esta especie, de que están instruidos mis albaceas”. Llamábase su suegro “don
Tomás Biyota” y sus cuñados “Estanislada Biyota, viuda de José García, y
Alejandro Biyota, que se halla en Lima”. Finalmente nombró por albaceas,
mancomunadamente, a su mujer doña Gertrudis y al señor Manuel José García — su
compañero de causa en el Congreso de 1824 —, éste como curador de sus hijos; o,
en ausencia suya, al doctor Marcelo Gamboa, prestigioso Juez y civilista.
Testigos del acto fueron; Juan de Garay, Domingo de Escovedo y Francisco Luis
de Chas; de todo lo cual dió fé el Escribano Luis López.
Antes
de una semana, el enfermo dejaba de existir, ya que el siguiente 22 de Agosto
se reunieron los miembros de la Academia de Jurisprudencia con motivo del
fallecimiento de su fundador, a fin de tratar sobre “el modo y forma en que
debían acompañar los restos”. Se rindió el condigno homenaje fúnebre, y los
académicos (Agustín Ruano, José Barros Pazos, Gregorio Gómez, Dalmacio Vélez
Sársfield, Gabriel Ocampo, Manuel Belgrano — sobrino del General — y Juan Antonio
Saráchaga, entre otros colegas) acordaron que la Institución “en cuerpo debe
dirigirse a la seis a la casa mortuoria (calle Potosí Nº 11) y traer el cuerpo
a la Iglesia de San Francisco, donde quedaría depositado hasta mañana, en que
también deberá concurrir a oír misa que por su alma se dirá”.
*Los
Antepasados, a lo largo y más allá de la Historia Argentina, Buenos Aires, 1983.
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