José María Rosa (Córdoba, 1951). |
(Prólogo al Libro
"OBRAS SELECTAS" de José María Rosa. Compiladora Ana Jaramillo. Próxima aparición. Editorial EDUNLA)
La resultante de los antagonismos y convulsiones que
naturalmente acontecen en el devenir histórico de los pueblos, no suele
manifestarse únicamente a través de cambios institucionales o modificaciones en
las orientaciones políticas y geopolíticas de una comunidad o Estado
determinado. Acostumbra, además, inmiscuirse en otros campos como la cultura y
las ciencias; en especial en aquellas cuyo objetivo es el abordaje de la
sociedad en alguno de sus aspectos. Tal es el caso de la derivación de las
disputas entre unitarios y federales durante las primeras décadas del siglo XIX
(aunque en rigor de verdad, algunos unitarios no fueron del todo unitarios; y
ciertos federales, lo fueron tampoco).
Así las cosas, bien vale señalar que las contiendas de
Caseros (1852) primero y luego de Pavón (1861) marcaron a fuego el transcurrir
de una Argentina que visiblemente, y a partir del pensar y el obrar de una
facción triunfante impregnada de una doctrina importada acríticamente —el
iluminismo— y de un liberalismo que se
presentaba como “el motor conceptual del progreso”, imprimió al Estado surgente
una cosmovisión que presuponía un modo específico de concebir e interpretar la
historia y la ciencia histórica.
El triunfo de la entente heterogénea que enfrentó
sucesivamente a Juan Manuel de Rosas y luego a Justo José de Urquiza, condujo
inmediatamente hacia la consolidación de Bartolomé Mitre al frente de un Estado
centralista, cuya matriz económica se fundó en el protagonismo de una
oligarquía de base terrateniente, exclusiva beneficiaria de las pingües
mercedes obtenidas de la renta de la tierra y cuya garantía principal estaba
anudada a los términos de un intercambio determinado, casi exclusivamente, por
el Imperio inglés. La impronta fundacional impulsó un Estado que aspiraba a
constituirse en el motor de la modernidad, lamentablemente condicionado por una
falsa antítesis —Civilización vs. Barbarie— donde lo bárbaro representaba “lo
propio” y lo civilizado, “lo ajeno”.
Conscientes de la
importancia que el relato histórico posee en la construcción de rasgos
identitarios comunes y dueños absolutos del poder político, los vencedores de
las guerras civiles, conducidos por un estadista de dotes singulares, fueron
concibiendo e integrando con científicos, intelectuales, y ensayistas una
superestructura simbólica funcional al proyecto modernizador triunfante. En
forma paralela, a través de las instituciones educativas y académicas del país
fue puesto en circulación un relato histórico acompañado por un “olimpo” de
próceres a la medida de un modelo de Estado que se proponía —entre otros
desafíos— repoblar el país a partir de la idea fuerza “gobernar es poblar”,
rudimento que a la vez convocaría a nuestras costas millares de extranjeros
empapados del “espíritu de la modernidad y del progreso”.
Si bien el régimen fundado hábilmente por el mitrismo
pudo gozar de algunas décadas de estabilidad, ya a fines del mismo siglo XIX
comenzaron a manifestarse las primeras expresiones críticas al orden
instituido. Algunas surgieron de los mismos inmigrantes que, junto a sus
valijas cargadas de esperanzas, trajeron nociones e ideas que venían a
cuestionar el régimen capitalista emergido a partir de la revolución burguesa.
En consecuencia, antes de concluir la centuria, comenzaron a brotar instancias
de organización obrera bajo doctrinas anarquistas, socialistas, clasistas y,
desde estas corrientes, fuertes impugnaciones al orden establecido.
Pero a la vez, desde lo más recóndito de la diáspora
federal de los sectores criollos, de los contingentes desplazados por el orden
oligárquico, comenzó a germinar un movimiento que —aunque contradictorio e
inconexo— apelaría a estrategias insurreccionales y que, ya bajo la conducción
de Hipólito Yrigoyen, obtendría en 1912 una reforma electoral de consecuencias
impredecibles, para el régimen imperante.
El siglo XX encuentra a nuestro país inmerso en una
serie de contradicciones dentro del mismo orden instituido y, además, nutrido
de los antagonismos generados por los cuestionamientos mencionados, a los que
se le irá adosando una creciente prédica anticolonialista que intentará desnudar
los lazos ocultos que sujetaban a la Argentina a un régimen de dependencia consentida
con la metrópoli inglesa. Además, una profunda reacción antipositivista pondrá
en cuestión los basamentos conceptuales e ideológicos sobre los que se
sustentaba el régimen instituido y se irá generando una nueva escuela histórica a partir de profundas impugnaciones al
relato difundido masivamente.
José María “Pepe” Rosa formó parte de una generación
de la cual emergieron persistentes y perspicaces objeciones a dicho régimen: la
historia fue el rudimento batallador elegido por este criollo nacido el 20 de
agosto de 1906. Nieto del Dr. José María Rosa, ministro de Hacienda del general
Julio A. Roca en su segunda presidencia, Pepe se recibió muy joven de abogado,
profesión que lo llevó a desempeñarse como juez de instrucción de la provincia
de Santa Fe. Ya en 1933 editó su primer libro, “Más allá del Código”, obra a partir de la cual describe sus
vivencias como magistrado y donde, además, formula soslayadas criticas al orden
normativo y judicial de la época.
Tres años después publica “Interpretación religiosa de la Historia ”, texto recogido luego en su tesis
doctoral y que recibe numerosas críticas por parte de los intelectuales
alineados en el positivismo. Con respecto a este texto señalamos que, según el
autor, las posiciones encuadradas en el materialismo histórico creyeron
encontrar en la economía el espíritu de la sociedad, así como muchos etnógrafos
creían haberlo encontrado en las razas. Para Pepe, este espíritu había que
rastrearlo en la historia de las religiones; allí se encontraba el lenguaje
ignorado en el que se escribió la historia: “La Nación es siempre un culto religioso. Un culto
supone la dirección del misticismo social hacia un objeto, una idea o un
hombre”[1].
La caída de Hipólito Yrigoyen, la crisis del 30, la
prédica anticolonialista de legendarios autores, la reacción antipositivista y,
fundamentalmente, el Pacto Roca-Runciman que pone al desnudo el régimen
asimétrico en el que se encontraba nuestro país respecto a la Gran Bretaña , son
hitos que van marcando un derrotero intelectual y que lo encuentran militando
en el Partido Demócrata Progresista (estructura política comprometida con el
orden instituido) hacia las filas del campo nacional. Junto a otros prestigiosos
pensadores, 1938, funda el Instituto de
Estudios Federalistas, el cual comienza a constituirse en un centro de
producción historiográfica como crítica a las corrientes oficializadas
institucionalmente. Ya para 1943, su orientación nacional quedará plasmada en
el libro “Defensa y pérdida de nuestra
independencia económica”.
Las posiciones asumidas por Rosa le causan permanentes
conflictos con la intelligentzia
santafesina y lo llevan a radicarse en Buenos Aires. Durante la década
correspondiente al primer peronismo publica legendarios textos: “Artigas, prócer de la nacionalidad”, “Nos los representantes del pueblo”, “La Misión García ante Lord Strangford”, “El cóndor ciego”, entre otros.
La “Revolución libertadora” que desplazó
ilegítimamente al peronismo del gobierno, lo priva de sus cátedras y lo
encarcela por dar refugio a John W. Cooke. Una vez liberado, apoya el
levantamiento del general Valle en junio de 1956. Fracasado el intento y
perseguido por la tiranía, huye a Uruguay para luego radicarse en España, donde
ejerce el periodismo y da conferencias. Respecto al exilio, sostuvo Pepe: “Me
he dado cuenta ahora lo que es el exilio. Es una sensación de ausencia
definitiva, de muerte, de no ser nada, de estar olvidado”[2]. De su correspondencia de la época surge
nítidamente el espíritu de un hombre que “[…] no podía estar ausente de las
circunstancias de su país. Dedica hojas enteras, a veces hasta los márgenes, a
especular sobre la situación política argentina. También se intuyen los miedos
de este memorioso: ‘Me choca que se me haya olvidado así. Nunca mencionan mis
libros’"[3],
le confiesa a su entrañable amigo y discípulo Fermín Chávez.
Vuelto al país en 1958, prosigue con su enorme
producción: “El pronunciamiento de
Urquiza” (1960), “El revisionismo
responde” (1964), “Rivadavia y el
imperialismo financiero” (1964), “La
guerra del Paraguay y las montoneras argentinas” (1965), “Rosas nuestro contemporáneo” (1979), “El fetiche de nuestra Constitución”
(1984), “Análisis histórico de la
dependencia argentina”.
En forma paralela, sus aportes a la resistencia
peronista lo hacen respetado y querido por las bases peronistas y sus obras son
difundidas de manera extraordinaria dentro del movimiento. El 17 de noviembre
de 1972 acompaña a Juan Domingo Perón en su regreso definitivo, integrando el
chárter que lo trajo de vuelta al país. Durante la presidencia peronista es
designado embajador en Paraguay en reconocimiento por su contribución a la
relación entre ambos Estados. Fallecido Perón —y a raíz de profundas diferencias
con el canciller Vignes— es destinado a prestar servicios en Grecia.
En 1976 regresa a la Argentina y el bravío
Pepe comienza a dirigir la revista “Línea”
(“la voz de los que no tienen voz”). La publicación se constituye en una
verdadera tribuna de resistencia del pensamiento nacional contra la dictadura,
y Rosa debe enfrentar el secuestro de las publicaciones, allanamientos y
procesos en su contra. Los chacales no se atrevieron a desaparecerlo. Así como
Pepe se había jugado la vida con Valle en el legendario levantamiento, sigue
poniéndose en la línea de fuego mientras algunos dirigentes políticos actúan
con una prudencia a veces rayana con la complicidad. Cuenta Alberto González
Arzac, su abogado: “…íbamos a las audiencias como quien va a la guerra, [lo
recibía] un juez del Proceso que presentaba en todas sus paredes fotos de él
codeándose con almirantes, generales y brigadieres. …Y, ¿cuál era la reacción
de Don Pepe? …no perdía el humor y decía ‘El gobierno del Partido Militar’ …A
mí me corría frío por la espalda y él ni se inmutaba… todavía desaparecían
personas… y ¡Don Pepe, con ese par de pelotas que tenía, manifestándose allí de
esa manera!”[4].
Su vida se apaga el 2 de julio de 1991. Al decir de
Enrique Manson, su discípulo y biógrafo hasta el fin de sus días: “el Maestro
continuó entregándose en cuerpo y alma a la causa de la felicidad del pueblo y
la independencia de la Patria. Así , ya
viejo, no vaciló en los aciagos días del llamado Proceso en dirigir una revista
de oposición, cuya lectura esperaban regularmente muchos que luchaban contra el
desaliento que imponía el discurso único y la certeza de las mazmorras ocultas”[5].
Desde el punto de vista filosófico, el historicismo de
Rosa lo llevó a compartir la idea de que un acontecimiento del pasado puede
ser, desde el punto de vista histórico, más actual y más trascendente que uno
del presente. Para dar cuenta del historicismo en el que abrevó Pepe, puede
coincidirse con el filósofo Saúl Taborda
en que para Rosa “…la vida de un pueblo es una realidad tejida de historia y de
cultura. La cultura acusa las direcciones espirituales al destino particular.
La elabora todo individuo tocado de la conciencia de la vida y del mundo y es,
por eso mismo, personal e intransferible. Personal e intransferible por más que
sus productos necesiten verterse en la comunidad para aspirar la vigencia en el
soporte que les asegura la perpetuidad con que el creador de valores supera
existencialmente con ellos la finitud de sus días. La historia se refiere a la
voluntad de ser inherente a toda comunidad política. Se expresa en hechos —en
los hechos históricos, conviene recalcarlo—, pues es en ellos donde se
exterioriza la dirección que ella asume y la continuidad que es su esencia”[6].
En forma coincidente, Ana Jaramillo sostendrá que “la verdadera historia es
historia contemporánea”[7].
A partir de esta perspectiva, Rosa se inmiscuyó de
lleno en los temas nacionales, hecho que, entre otros grandes temas, lo llevó a
indagar profundamente en el período rosista. Los historiadores clásicos de
tradición liberal —según su criterio— habían indagado este proceso con
anteojeras eurocéntricas. Para Pepe, la historia en manos de escritores
europeizantes había sido guionada sobre los acontecimientos operados en el
Viejo Mundo y, aplicación analógica mediante, ubicaba a tal o cual personaje en
el campo reaccionario o en el progresista, sin darse cuenta de que más allá de
las influencias exteriores, la historia de cada comunidad posee su propio flujo
y reflujo.
Pepe Rosa asigna a Rosas una sensibilidad territorial
que, a su criterio, compuso un tipo de estadista siempre alerta y celoso de las
fronteras de su Patria. Todo el gobierno de Rosas resultó, de esta forma, una
adecuación constante de la política a la
estrategia. No inventó enemigos: sus enemigos fueron los naturales. Para Pepe,
Rosas representó un tipo de jefatura política adaptada a la naturaleza, al
terreno del país, a las fuerzas reales que operaban sobre la Patria. En ese sentido,
hablando de las cualidades estratégicas de Rosas, Pepe coincide con Raúl
Scalabrini Ortiz en que: “Rosas usa los mismos métodos británicos: soborna,
corrompe, atrae, ultima y extingue en una política incansablemente dirigida a
la unidad, a la fuerza, al bienestar de la Nación. Rosas tiene
enfrente al político británico más cínico y más diestro. Tiene enfrente a Lord
Palmerston. Pero todo lo que imagina, planea y arguye Palmerston es anulado y contrarrestado por
Rosas. Por eso, este hombre que reunió lo que había disgregado la diplomacia
británica; que procuró reaglutinar los fragmentos dispersos del viejo
Virreinato, que desunidos eran presa fácil para la diplomacia británica; este
hombre, a quien jamás la diplomacia
británica pudo vencer ni doblegar, en la historia oficial, que enaltece
solamente a los agentes británicos disfrazados de gobernadores y presidentes
argentinos, pasa como un tirano sanguinario y egoísta. La reconstrucción de la
historia documental de las luchas francas y de las luchas encubiertas e
invisibles que Rosas debió sostener con la diplomacia británica para defender
al país, será uno de los puntos de apoyo más firmes para toda acción futura”[8].
Otra de sus grandes obsesiones fue la figura de
Francisco Solano López. Para analizar su postura bien vale recurrir al prólogo de la primera edición de “La guerra del Paraguay y las montoneras
argentinas”. Plantea allí Pepe que la guerra del Paraguay fue un
epílogo: “… el final de un drama cuyo primer acto está en Caseros en el año
1852, el segundo en Cepeda en el 59 con sus ribetes de comedia por el pacto de
San José de Flores el 11 de noviembre de ese año, el tercero en Pavón en 1861 y
las ‘expediciones punitivas’ al interior, el cuarto en la invasión brasileña y
mitrista del Estado Oriental con la epopeya de la heroica Paysandú, y el quinto
y desenlace en la larga agonía de Paraguay entre 1865 y 1870 y la guerra de
montoneras en la Argentina
de 1866 a
1868. El ocaso de la nacionalidad podría
llamarse, con reminiscencias wagnerianas, a esa tragedia de veinte años, que
descuajó la América
española y le quitó la posibilidad de integrarse en una nación; por lo menos
durante un largo siglo que aún no hemos transcurrido. Fue la última tentativa
de una gran causa empezada por Artigas en las horas iniciales de la Revolución , continuada
por San Martín y Bolívar al cristalizarse la independencia, restaurada por la
habilidad y férrea energía de Rosas en los años del sistema americano, y que tendría en
Francisco Solano López su adalid postrero. Causa de la Federación de los Pueblos Libres contra
la oligarquía directorial, de una masa nacionalista que busca su unidad, y su
razón de ser frente a minorías extranjerizantes que ganaban con mantener a
América débil y dividida; de la propia determinación oponiéndose a la
injerencia foránea; de la patria contra la antipatria, en fin, que la
historiografía colonial que padecemos deforma para que los pueblos hispanos no
despierten del impuesto letargo. Causa tan vieja como América. Narrarla es
escribir la historia de nuestra tierra, es separar a los grandes americanos de
las pequeñas figuras de las antologías escolares”[9].
Con respecto de la obra de nuestro querido maestro,
bien vale citar una referencia de un autor que si bien no compartió gran parte
de las posiciones de Rosa, ponderó muy favorablemente su labor. Para Félix Luna:
“…no puede invalidarse el saldo general de la obra de Rosa, nutrida de una
honda pasión nacional y estructurada con seductora coherencia. Es el último
‘revisionista puro’… Rosa ha cumplido con su rol de vocero de la antítesis
indispensable: aquella que debía enfrentar la tesis liberal ya indefendible. Su
obra significa una apertura hacia una nueva conciencia histórica del país,
mantenida a través de una firme consecuencia ideológica”[10].
Conocí personalmente al Pepe en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos
Aires, en una conferencia vinculada al plebiscito convocado con motivo del
conflicto sobre el canal de Beagle durante la gestión de Raúl Alfonsín.
Posteriormente concurrí a algunas de sus conferencias. Desde hace casi una década
conozco a sus hijos y nietos —en especial a Eduardo—, quienes me consta, no
solamente realizan aún patrióticos esfuerzos para reivindicar la obra de su
antecesor, sino que ellos mismos constituyen un ejemplo de compromiso con las
cuestiones del país.
El presente volumen incluye cuatro obras: “Defensa y pérdida de nuestra independencia
económica” (1954), “Rivadavia y el
imperialismo financiero” (1964), “Rosas,
nuestro contemporáneo” (1970) y “Análisis
histórico de la dependencia argentina” (1974).
Pero antes de concluir cabe enfatizar que la obra de
José María Rosa no se limita a los textos publicados ni tampoco a los citados
en este prólogo. Se extiende a más de una treintena de libros entre los que se
incluyen sus ya épicos tomos de Historia Argentina y una infinidad de artículos
y conferencias que aún hoy, a pesar del ostensible ocultamiento de su
producción, siguen enriqueciendo a nuevas generaciones de argentinos.
* Profesor Titular del Seminario de Pensamiento Nacional y
Latinoamericano de la
Universidad Nacional de Lanús.
[1] Rosa, José María: “Interpretación religiosa de la Historia ”. Buenos
Aires, Editorial El Ateneo, 1936.
[2] Bordón, Juan Manuel: “Recuerdos de José María Rosa, a cien años
de su nacimiento”. Diario Clarín, 21/08/06. Referencias a cartas de J. M.
Rosa a Fermín Chávez.
[3] Bordón, Juan Manuel: “Recuerdos de José María Rosa”; ibídem.
[4]Manson, Enrique: http://institutonacionalmanueldorrego.com/index.php/biografias/item/183-biografias-jose-maria-pepe-rosa-por-enrique-manson
[6] Taborda, Saúl: “La argentinidad preexistente”. Editorial Docencia. Segunda
Edición. 1994.
[8] Citado por Enrique Bares en “Scalabrini Ortiz. El hombre que estuvo solo” de “Política Británica en el Río de la Plata ”, pág. 11.
[9] Rosa, José
María: “La guerra del Paraguay y las montoneras argentinas”.
Buenos Aires, Hyspamérica, 1985.
[10] Luna, Félix: “El último revisionista”. Diario Clarín: sección literaria. Jueves
30 de octubre de 1969; pág. 6.
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