Julio Irazusta en su juventud. |
Por
Julio Irazusta*
El
aporte del revisionismo contemporáneo –por lo menos el que iniciamos nosotros
en La Nueva República en 1927- empezó
como una empresa política. Advertimos los males del cuerpo político argentino,
y los señalamos cuando, del presidente de la República abajo, la mayoría de la
opinión autorizada creía que nuestro régimen constitucional era perfecto y el
país, en plena prosperidad, podía esperar el futuro más promisor. La brillante
apariencia nos sonaba a hueco. El país estaba hipotecado. Y aunque nuestras
exportaciones habían crecido de año en año hasta entonces, anunciamos la crisis
tremenda de la que aún no se vislumbra la solución. Al suceder el doctor
Irigoyen al doctor Alvear, las cosas empeoraron. En un principio ofrecimos un
cuerpo de soluciones para la mayor parte de los problemas que en los gobiernos
anteriores no habían siquiera entrevisto. Agravados aquellos males en la
desdichada segunda administración del caudillo radical, nos sumamos a una
oposición con la cual teníamos mayores disidencias que con el partido
oficialista. La parte decisiva que tuvimos en producir el cambio de 1930 nos
permitía alentar la esperanza de procurar una reforma saludable e indispensable.
Pero experimentamos una gran decepción.
Fue
entonces cuando, por la necesidad de explicarnos el engaño sufrido, volvimos
nuestras miradas al pasado. Lo que sabíamos de nuestra historia, lo aprendimos
de los clásicos nacionales Alberdi, Sarmiento, Mitre, Vicente Fidel López,
quienes, debido a su deficiente filosofía política y a las polémicas que los
desgarraron, confundían más de lo que adoctrinaban. Entretanto, habíamos leído
atentamente los clásicos mundiales de la materia: Aristóteles, Santo Tomás de
Aquino, Maquiavelo, Burke, Rivarol, los redactores de El Federalista norteamericano. Con la clave que estos autores nos
dieron, repasamos nuestra historia, a la vez que leíamos por primera vez la Historia de la Confederación Argentina
de Adolfo Saldías. Esta obra, con su admirable exposición y sus riquísimos
apéndices documentales, nos aclaró el panorama. Casi de inmediato iniciamos la
reivindicación de Juan Manuel de Rosas, como el político de vocación más segura
y con mayor sentido del Estado en todo el curso de nuestra historia. Que la
opinión estaba desde antes madura para aceptar nuestras razones, lo prueba el
hecho de que, paralelamente a nuestras actividades intelectual y política,
muchos espíritus de las generaciones inmediatamente anteriores y de la nuestra
habían constituido sin contactos con nosotros una Junta Pro-Repatriación de los
restos de Rosas. Las dos corrientes se unieron en la fundación del Instituto de
Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas.
Apenas
habíamos llegado a las conclusiones expuestas en un Ensayo sobre el Año XX –incluido en mis Ensayos históricos- aparecido en 1934, cuando el régimen imperante
a raíz de la revolución de 1930 quedaba radiografiado en el tratado
Roca-Runciman, que legalizaba la situación de hecho creada en el país desde
Caseros hasta los días en que con mi hermano Rodolfo escribíamos La Argentina y el imperialismo británico,
en 1935.
Entre
unos y otros, los colaboradores de la revista del Instituto Juan Manuel de
Rosas, los que publicamos libros políticos al cesar La Nueva República, los fundadores de FORJA, e incluso algunos
radicales del Comité Nacional, iniciamos una revisión de la historia, la
economía y las instituciones nacionales, como no se lo había intentado desde la
tenaz propaganda de los emigrados vencedores de Rosas. Los frutos de esa
actividad intelectual fueron: el Catilina
–su más alto exponente- de Ernesto Palacio, la Historia de los ferrocarriles argentinos y Política británica en el Río de la Plata de Scalabrini Ortiz, La Unidad Nacional de Font Ezcurra, El Nacionalismo de Rosas de Roberto de
Laferrére, Acerca de una política
nacional de Ramón Doll y creo no ser en exceso jactancioso al decir que
también nuestros libros, junto con los innumerables trabajos de Tomás Casares,
Julio Meinville, Leonardo Castellani, César Pico, los Ibarguren, Ricardo
Curutchet, Armando Cascella, Pedro Juan Vignale, Jaime Gálvez y tantísimos
amigos, algunos desaparecidos y otros felizmente aún activos –que no tengo
espacio para recordar-, produjimos un corpus
documental que ha transformado el pensamiento de la nación. Ya desde 1940 los
partidos políticos y aun los gobiernos debieron ir reproduciendo en sus
programas el conjunto de apreciaciones sobre el pasado y la actualidad
nacionales que habíamos expuesto en un sistema históricopolítico, el más
completo que se ha organizado en el país. Aunque fuera para desvirtuar las
mejores ideas y los mejores propósitos.
El
revisionismo puede estar orgulloso de su obra en el orden del pensamiento, si
bien no ocurre lo mismo en el de la acción. Sus ideas no se tradujeron en el
mejoramiento de las cosas nacionales. La crisis que anunció cuando el país
parecía a cubierto de todo riesgo, se ha agravado. Pero las soluciones
propuestas por su ala política (el nacionalismo en sus exponentes más juiciosos
y menos sistemáticos) están al alcance de quienes se propongan aplicarla. No
son recetas infalibles. No las hay. Como lo dijo uno de los grandes argentinos
de pensamiento más hondo, Indalecio Gómez, cuando le preguntaron si su reforma
electoral era una panacea, negándolo con estas admirables palabras: “Toda decisión política es una opción entre
dificultades”. Sencillamente. Porque como la actividad práctica consiste en
crear el futuro, y éste no es susceptible de conocimiento científicamente
cierto, no hay fórmulas seguras para acertar. El hombre de acción que no tiene
intuición del porvenir inmediato, ni imaginación de lo hacedero en el momento
que se decide, ni voluntad de hacer el bien, no acertará jamás por más ciencia
o técnica que crea tener.
Si
el país insiste en atenerse a la prédica de los seudoprofetas nacionales,
vencedores de Rosas y promotores de la organización nacional, a salvarse con
las proposiciones del pensamiento nacional, seguirá en el atolladero que
aquéllos crearon.
Por
lo que se refiere a la figura de Rosas, en torno a la cual se centró el revisionismo
contemporáneo en sus comienzos, éste deberá proseguir el debate. Pues las malas
causas no se resignan a morir. No puedo sintetizar conclusiones expuestas, al
margen de varios volúmenes de documentos, en otros tantos de reflexiones sobre
los mismos. Únicamente aduciré, para terminar, los argumentos más probantes en
su favor: se mantuvo firme durante 17 años en el potro que desmontó a todos los
héroes de la emancipación; tuvo desde muy joven (1823) sentido de lo que
convenía a los intereses nacionales en materia diplomática; secundó la acción
de Estanislao López en su propósito de dar el apoyo que pedía la delegación del
Cabildo de Montevideo para expulsar a los usurpadores portugueses de la Banda Oriental;
contribuyó a la expedición de los 33 Orientales; resistió la intromisión
francesa en el Plata; aceptó el mayor desafío hecho al país por la intervención
anglo-francesa conjunta –desafío no resistido con éxito en ningún país del
mundo- y con motivo de tales acontecimientos reconoció a Oribe como presidente
legal del Uruguay y lo auxilió con una fuerza y una generosidad sin ejemplo, en
casos similares. Fue el único estadista argentino que tuvo diez mil hombres
armados, durante diez años, en la frontera oriental, para amparar al Uruguay y
a nuestro país de las amenazas portuguesas y extracontinentales. Y si en medio de
los interminables años de guerra no tuvo tiempo, según lo decía en sus
mensajes, hizo el mayor desarrollo ganadero conocido, aumentando la exportación
de lanas de tres mil libras de peso a tres millones en quince años, y manejó
las finanzas con tal vigor que si las agresiones resistidas por él lo obligaron
a un emisionismo forzoso, en cuanto logró la paz, enjugó en lo que pudo las
emisiones que la legislatura le permitió durante los conflictos y regularizó la
moneda como ningún gobierno contemporáneo.
*
La Opinión, Buenos Aires, 29 de junio
de 1977, en Irazusta, Julio, De la
epopeya emancipadora a la pequeña Argentina, Buenos Aires, Dictio, 1979,
pp. 211-214.
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