Vicente Fidel López. |
Manuel Belgrano (por T. Gericault). |
Por Carlos Bègue*
"La historia no se ocupa del pasado: le pregunta al pasado cosas que interesan al hombre vivo”, solía aleccionar a sus discípulos el maestro José Luis Romero. Y concluía: “el historiador no inventa, el novelista sí”.
Acaso sean ésas algunas de las respuestas que, procesadas desde el aquí y ahora por los escritores de ficción, procure hoy el lector a través de la frecuentación de novelas históricas o de biografías noveladas atinentes a nuestro pasado, sea éste el de la lejana Conquista o el que apuramos apenas ayer. A las puertas del nuevo milenio la historia sigue mandando. Para una sociedad novicia en profesar la democracia (con sus millones de súbditos ahistóricos vocacionales) tanto afán por estos temas ayuda a salvar las grietas de una educación enciclopédica donde la historia es rebajada a mera cronología o a portación de escarapela el 25 de Mayo.
“Durante décadas los argentinos hemos tenido una historia interesada, maniquea, edificante, condicionada por la necesidad de mantener un culto familiar que con frecuencia se identificaba con el de la patria. Este poder de la invención sobre el relato, de la ideología actual sobre el acontecimiento de ayer, esta forma de asumir la historia como arma de combate es el mal argentino” (Víctor Massuh)1.
Advertidas del imaginario colectivo, ojialertas a un mercado cada vez más estrecho y competitivo, las editoriales abarrotan las librerías con obras del género. No todas valen ni todas se venden, pero hoy la literatura ha pasado a ser un asunto de editores. Boquiabierto, he visto a una dama abultada en carnes llevarse de la librería Norte una horneada de este maná; digamos… su peso en papel. Supuse que esa misma euforia de clienta voraz debía acompañarla al elegir frutas y verduras en la feria. Un pensador alemán, Friedrich Simmel, dijo, hablando de las modas, que éstas tienen siempre algo de inteligencia y algo de estupidez.
Según la costumbre, en esto también copiamos lo que viene de afuera: el género empezó a florecer en América hacia fines de la década del sesenta (me refiero a la Nueva Novela Histórica) y los brotes que ahora se dan entre nosotros son retoños tardíos. El campo es fértil, a pesar de la cortedad de nuestro pasado, pero cabe la sospecha de si revistados los próceres, no deberá muy pronto recurrirse al auxilio del nomenclador de calles de Buenos Aires o, mejor aun, a cualquier buen diccionario biográfico para no matar a la gallina de los huevos de oro. Por ahora, las góndolas de las librerías ofrecen de todo, como en botica. El tiempo, gran cernidor, separará la paja del trigo. Ya se sabe: mucha arena debe echar en la zaranda quien busca oro para alegrar su corazón con una pepita. Y aunque el panorama no dé para joyerías, al menos por un rato y pocos pesos los lectores trascenderán al homo videns.
Sobre la calle Corrientes las mesas de saldos del cordón libreril ubicado entre el Obelisco y Callao son el fiel reflejo del descarte que periódicamente realizan los grandes sellos editores. Mediante la venta por kilo a los bolseros liberan de clavos sus depósitos. Tal el secreto de esas gangas a tres libros por cinco o diez pesos. Ha sido éste el triste destino de casi todos los títulos lanzados por Planeta en la muy promocionada Biblioteca del Sur, incluidas algunas obras premiadas con el premio homónimo, tan amañado el año pasado. No son, por cierto, las únicas ofertas. Estas liquidaciones forzadas también las prescriben Sudamericana y Emecé. ¿A dónde, si no, fueron a parar los novelones de Silvina Bullrich, que en vida fuera puntal de esta última casa editora? ¿Le aguardará el mismo destino a la obra de Osvaldo Soriano, edificada con tanta paciencia artesanal? Lo contrario ocurre con Mujica Lainez. A punto de cumplirse quince años de su muerte Alfaguara anuncia la publicación de sus Cuentos completos y las traducciones a otros idiomas se multiplican: Bomarzo (al griego e italiano), El viaje de los siete demonios (al vascuence e italiano) y también al italiano El escarabajo. A la hora de la verdad cabría preguntarse si los lectores de ciertas editoriales prestigiosas, que asesoran sobre la publicación de originales, no se ven obligados a velar por el marketing antes que por la calidad. Hoy el factor consumo se antepone a la genuina creación literaria.
Los ingleses utilizan el término history pero también story, lo cual nos daría, si quisiéramos enunciar una definición de la Historia : “History is the story of the dead told by the living”. O sea: la Historia es el relato de los muertos narrado por los vivos. Viajero incansable a través del mundo y de las ideas, el jesuita francés Michel De Certau 2 (1925-1983) sostuvo: “Nuestros queridos muertos entran en el texto aunque no puedan ni dañarnos ni hablarnos. Los fantasmas se meten en la escritura sólo cuando callan para siempre…”. Previamente, bajo el título Escritura e historia, recuerda a su compatriota Michelet que, con “indulgencia y temor filial” multiplica las visitas a los muertos beneficiarios de un “diálogo extraño”, con la certeza de que “no se puede reavivar lo abandonado por la vida”. En el sepulcro en que habita el historiador sólo se encuentra “el vacío” 3. Así pues, esta “intimidad con el otro mundo no representa ningún peligro y me vuelve más benévolo con los que no me pueden perjudicar” 4. El trato con el mundo muerto, definitivamente distinto del nuestro, se convierte cada día en algo más joven y atractivo. Tal la conclusión de Michel De Certau.
En alguna medida, todo novelista es biógrafo de sus personajes e historiador de sus circunstancias. Los dictámenes sobre lo que debería ser la novela histórica proliferan a nivel académico. Por respeto al lector conviene no multiplicarlos en detrimento de otras consideraciones sobre el tema. Sin embargo, añadamos el testimonio de Boris Pasternak que, si bien referido a una trilogía escénica sobre el largo proceso de liberación de los siervos en Rusia, es aleccionador: “En un principio consulté todo género de documentos sobre el siglo XIX. Ahora ya no investigo más. Después de todo, lo importante no es la exactitud histórica de la obra, sino la recreación afortunada de una época. Lo que cuenta no es el objeto descripto, sino la luz que cae sobre él, como la de una lámpara en una habitación distante”.
En el sentido más amplio, toda novela es histórica, puesto que, en mayor o menor grado, capta el ambiente social de sus personajes, hasta de los más introspectivos. Ésta y otras observaciones de Seymour Menton 5 oficiarán de guía teórica para los interesados en ahondar el tema. A juicio del investigador estadounidense y catedrático de literatura española y portuguesa en la Universidad de California, la novela hispanoamericana en general, más que la europea y la norteamericana, se ha caracterizado desde sus orígenes por su obsesión por los problemas socio-históricos más que por los psicológicos. Más allá del juicio de Lukács opuesto a la clasificación de las novelas en subgéneros (el teórico húngaro advierte semejanzas entre las novelas realistas y las históricas tanto de Dickens como de Tolstoi), Menton prefiere adjudicar esta segunda categoría a las novelas cuya acción se ubica total o por lo menos predominantemente en el pasado, es decir, un pasado no experimentado por el autor.
Por encima de toda categorización, la definición más sintética es la de Anderson Imbert: “Llamamos novelas históricas a las que cuentan una acción ocurrida en una época anterior a la del novelista”. Al respecto, cabría preguntar si novelas como Fin de fiesta, de Beatriz Guido, o La novela de Perón, de Tomás Eloy Martínez, por abarcar al menos parcialmente un período vivido en forma directa por el autor, deben ser consideradas o no históricas.
Ya zanjó la cuestión el mexicano José Emilio Pacheco: “la novela ha sido desde sus orígenes la privatización de la historia [...] historia de la vida privada, historia de la gente que no tiene historia [...] En este sentido todas las novelas son novelas históricas”. (Prólogo a Cuatro novelas mexicanas del siglo XIX)
Con categorismo riguroso, Menton diferencia entre novela histórica tradicional, que se remonta al siglo XIX (La novia del hereje, de Vicente Fidel López, es de 1843) y la nueva novela histórica, cuyas obras fundamentales pertenecen al período 1949-1979. La primera corriente se identifica básicamente con el romanticismo, aunque evolucionó en el siglo XX dentro de la estética del modernismo (La gloria de Don Ramiro, de Enrique Larreta), del realismo (La trilogía sobre la guerra del Paraguay, de Manuel Gálvez) y aun del existencialismo (Zama, de Antonio Di Benedetto). A ella pertenece también un autor injustamente olvidado –Roberto J. Payró– que en El Mar Dulce y El capitán Vergara rastreó la Conquista : el descubrimiento del Río de la Plata , en un caso, y las luchas por el poder entre Álvar Núñez e Irala, por otro. El pasado colonial está también presente en Doña Mencia la Adelantada , de Josefina Cruz; Borrasca en las clepsidras, de Laura del Castillo y Río de las congojas, de Libertad Demitrópulos, merecedoras de mayor difusión.
En cuanto a las características de la nueva novela histórica (acotemos, al pasar, que la fecha fundacional –1949– se corresponde con la aparición de El reino de este mundo, de Alejo Carpentier), Menton la diferencia de la novela histórica anterior por el conjunto de seis rasgos, con la salvedad de que no es necesario encontrarlos todos juntos en una misma obra. Son ellos: 1) La representación de determinado período histórico se subordina a la vista de algunas ideas filosóficas. 2) La distorsión consciente de la historia mediante omisiones, exageraciones y anacronismos. 3) La ficcionalización de personajes históricos a diferencia de la fórmula de Walter Scott –aprobada por Lukács– de protagonistas ficticios. 4) La metaficción o los comentarios del narrador sobre el proceso de creación. 5) La intertextualidad. “Todo texto es la absorción y la transformación de otro” sostuvo Julia Kristeva. 6) De acuerdo con la idea de Borges de que la realidad y la verdad histórica son inconcebibles, muchas de estas novelas proyectan dos o más interpretaciones de los hechos, los personajes y la visión del mundo. A menudo también se da lo carnavalesco o la parodia “una de las formas más antiguas y más difundidas de representar directamente las palabras ajenas”, según el concepto teórico elaborado por Bajtín.
Se han propuesto explicaciones más o menos generales a la reaparición de este género en la Argentina , desde ver en él un sucedáneo del alicaído pensamiento crítico (que en la sociedad decimonónica sirviera como instrumento indagatorio de una identidad nacional autónoma frente a España, según postulara Sarmiento) hasta la ruptura del pacto tradicional narrador-autor y la consecuente aceptación del diálogo de la novela con otros discursos, en particular el de la historia.
Según Menton, el factor decisivo para estimular la creación y la publicación de tantas novelas históricas en los lustros previos a 1992 (el autor exhibe una lista –incompleta– de 367 obras del género publicadas en América entre 1949 y esa fecha) ha sido la proximidad del quinto centenario del descubrimiento de América. Sin embargo, la importancia de este acontecimiento no se limitó a Colón y sus epígonos. También engendró una mayor conciencia de los lazos históricos compartidos por los países al sur del Río Grande y un decidido cuestionamiento de la historia oficial. Una interpretación más pesimista alegaría que las condiciones cada vez más duras de nuestros países –inmersos en la globalización y víctimas de las salvajes políticas neoliberales que fomentan la desocupación, la pobreza y el vaciamiento de los Estados– ha contribuido a la moda de un género que, trivializado, fomenta el escapismo.
Recuerdo, al pasar, que en el viejo café La Paz , otrora frecuentado por jóvenes escritores excluidos en su mayoría del circuito comercial, corrió en los albores de la democracia la voz de alerta: “hay que escribir novela histórica; es la nueva onda”. Los relojes, como siempre ocurre en estas latitudes, estaban atrasados. Para entonces, obras fundamentales como las de Alejo Carpentier (El reino de este mundo, 1949; El siglo de las luces, 1962 y Concierto barroco, 1974), de Reinaldo Arenas (El mundo alucinante, 1962), Augusto Roa Bastos (Yo el supremo, 1974) y Carlos Fuentes (Terra nostra, 1975) ya circulaban con éxito.
Belgrano y Rosas a la hora de novelar
Cuasi cuñados, el triunfador de Salta y Maipú y el Restaurador son protagonistas de sendas novelas históricas escritas por los dos autores más vendidos del momento: María Esther de Miguel y Andrés Rivera, respectivamente.
Singular destino el de esta prolífica femme des lettres que parece no arredrarse ante el panteón patrio para devolvernos vivos a los muertos ilustres. Ganadora a lo largo de cuarenta años de cuantos premios es posible cosechar en estos pagos –Nacional y Planeta incluidos– pero ignorada por la cátedra universitaria, sólo le faltaría ser aceptada ahora por los jurados internacionales, un éxito que jamás ha sido desdeñoso con las damas. De hecho, Olga Orozco se alzó el año pasado en México con el Rulfo, antes María Zambrano obtuvo el Cervantes, y el Nobel –tan esquivo para con Borges– halagó en este siglo a Selma Lagerlöf, Gracia Deledda, Sigrid Undset, Pearl S. Buck, Gabriela Mistral, Nelly Sachs, Nadine Gordimer y Wislawa Szymborska. La siguiente confesión grafica su sentido del humor: “Soy una petisa que llegó tarde a todo: a la religión, a la literatura, al matrimonio, a esta pequeña famita que te puede dar la literatura. Soy como el perro que va buscando su acomodo; tarda, pero finalmente lo encuentra” (La Nación , 28-II-97). Simpática, ¿no?
Las batallas secretas de Belgrano (Seix Barral, 1995), una de sus obras más vendidas, se abre con una cita de Marguerite Yourcenar: “Aun a Plutarco se le escapará siempre Alejandro” (Memorias de Adriano). En cambio, el creador de la bandera no se ausenta jamás de las páginas escritas por nuestra autora: desde la primera, cuando “en su cuerpo visible esa brecha abierta por la enfermedad [...] la voz de Manuel va contando altibajos de inciertos días que ya son, sobre su espalda, pasado irremediable y tal vez glorioso”, hasta la última, cuando se escabulle del universo de los vivos, el general es llevado y traído por los caminos de la patria mientras a su alrededor asoman los prohombres de la época, convocados como figurantes. Previsible, este Belgrano se baja del caballo, va y viene, padece en su cama y muere. Jamás deja de observar las pautas –rígidas, pero nunca caprichosas– que entre bambalinas le marca la autora.
Al fiel secretario Blas de Mondéjar, pergeñado por ella, se lo presenta así: “señorito porteño, elegante y mundano, más dado a teatros y saraos que, por amor a Manuel se había plegado a la partida”. Dirá Mondéjar, al ordenar Belgrano el fusilamiento de un espía durante la expedición al Paraguay: “La pucha, el carilindo de Manuel se nos está poniendo cojonudo” y sin transición se queja: “Dios mío, cómo he podido abandonar la adorable humedad de Buenos Aires”.
¿Cómo hacer hablar a los hombres de otra época? Tono y lenguaje. He aquí una de las cuestiones capitales de la novela histórica. Cualquier obra de este género se descalifica tanto por la palabra o detalle transplantados para dar la impresión de “época pasada” como por el anacronismo. Marguerite Yourcenar escribió al respecto páginas memorables donde fluyen sus desvelos para dar verosimilitud a las criaturas de las Memorias de Adriano y del Opus Nigrum: “No se ha puesto bastante de relieve que, aun cuando poseamos del pasado una masa enorme de documentos escritos y de documentos visuales, nada hay en cambio de las voces antes de los primeros y gangosos fonógrafos del siglo XIX”.
A Belgrano, licenciado en filosofía por el Real Convictorio Carolino, el latín de su educación escolástica le sube a los labios, aunque una imperfecta corrección del libro lo lleve a trabucar, por ejemplo, la oración por los muertos. Así, el eclesiástico Réquiem aetérnum dona ei Dómine… muda en un macarrónico Requient aeterna dona eis dómine… (página 245). Por lo demás, la ortografía de todas las citas litúrgicas está errada.
El general se muestra campechano ante sus soldados, sin que nadie le pierda el respeto. Alguna tolerancia suya resulta inverosímil por más improvisado militar que fuera: “Fumen, muchachos, que si a la luz de los cigarros viene el enemigo, encontrará pitadores que le darán para tabaco”. Cuando a las puertas de Santiago del Estero alguien le sugiere que no está ya en condiciones de cabalgar, por las tercianas, su respuesta introduce la única nota de humor a lo largo de las 380 páginas de la novela: “Mi amigo. En este país un general no es general si no llega a caballo”. El encuentro con San Martín en esas tierras norteñas, la de sus antepasados maternos, es uno de los picos de la obra. Prodigio de síntesis para introducir en el discurso los planes del Libertador y la humilde admiración de Belgrano ante su genio político militar. Además, el riguroso trabajo de documentación le permite a la autora ir al meollo de muchos de los intrincados sucesos que jalonan nuestra historia, por ejemplo, el juramento de fidelidad a Fernando VII y la cuestión carlotista, en hábil combinación de historia y ficción.
De las batallas íntimas del general, poco o nada sabíamos hasta ahora. Con discreción, quizá excesiva, De Miguel levanta los velos, siempre espesos cuando los próceres están detrás. Sorprende la seguidilla de diminutivos (solita, nuevitos, lluviecita, toditas, chinita, ventajitas, chiquitos, generalitos), varios de los cuales los pronuncia el general. ¿Hablaría así realmente? Parece improbable.
El Quijote no existió, pero es mucho más verdadero que si hubiera existido. Lo que vive de los temas, muere antes que ellos; lo que vive en el lenguaje, vive con él.
Por otra parte, lo mínimo exigible a toda novela histórica es la exactitud de los nombres propios. Aquí hay apellidos escritos con doble grafía (v.g. Huici, el coronel godo que asoma en la página 184 al final del capítulo deviene en Huaci (página 189). El coronel aquel de las Invasiones Inglesas, ¿es Crawfurd (p. 114) o Crawford (p. 152)? El cadete Guillén pasa de llamarse Guillermo a Gregorio, en la misma página (235).
Manso como agua de pozo –una condición que remite a Hugo Wast– al estilo de María Esther de Miguel acaso lo favorecerían unas piedrecitas que agitaran el fondo.
En apenas un centenar y pico de páginas, con tipografía para miopes y mucho blanco, Andrés Rivera revive en El farmer (Alfaguara, Bs.As. 1996) a un Rosas que en el exilio de Burgess Farm, en Southampton, confiscados sus bienes (Mitre y Tejedor, entre otros enemigos políticos, se habían opuesto a ello en la Legislatura de Buenos Aires), trabaja su chacra para pagar el arrendamiento y atender sus gastos personales. Está solo, se siente vencido, viejo y olvidado. Pero él no olvida: a lo largo del 27 de diciembre de 1871, acurrucado junto a un brasero y con la sola compañía de una perra en celo repasa con minucioso rencor los esplendores y misterios que marcaron sus días.
“No fumo. No tomo vino ni licor alguno. Ni rapé. No asisto a comidas. No visito a nadie. No recibo visitas… No tengo mujer. No ando de putas…
Nieva en el reino de la Gran Bretaña. Nieva en Escocia, y en Gales, y en Sussex. Nieva en Irlanda del Norte.
Nieva sobre los muros de París, injuriados por los incendios que levantaron los tullidos y las putas vociferantes de la Comuna.
Nieva en Europa, de los Urales a los Alpes, de Estocolmo a Sicilia.
Nieva en mi corazón.”
Invocadas por su exasperado monólogo rondan las contracaras de la historia: Sarmiento (a quien admira), Lavalle, Urquiza, Camila O´Gorman, unitarios y federales. Pesan también los sórdidos secretos de los ganaderos, de los generales, de los burgueses porteños.
“¿Cómo es Buenos Aires, mi general?
Lluviosa como un recuerdo.”
La prosa de Rivera es seca, filosa, resentida. En sus páginas no hay cabida para sentimentalismos.
“Hoy, don Nicolás de Anchorena, su dignísima esposa, hijos y parientes, fingen no acordarse del brigadier general Don Juan Manuel de Rosas, ni de sus estrecheces, ni que a él –a Don Juan Manuel, capataz de manos limpias, gobernador propietario de los bienes de la provincia de Buenos Aires y guardián de sus noches–, le deben la posesión de 306 leguas cuadradas de tierras aptas para lo que guste mandar.”
Rivera comparte algunas cosas con De Miguel: ambos ganaron el Premio Nacional de Literatura, ninguno se saca ventaja en eso de publicar seguido, la historia y su propio talento les dan de vivir sin lujos ni sobresaltos y su éxito los asciende a mascotas de sus respectivos editores. Pero a Rivera, además, tras muchos años de oscuridad (nunca de ocio) sí se lo estudia ahora en la universidad, donde es objeto de culto.
“Aquí estoy yo, letra de coplas y de nostalgias y de impotencia en boca del pobrerío, al que mis hermanos y mis generales, hombres de cuna, y sonrientes alcahuetes, saquearon sin pudor mi remordimiento.”
Inexorable, la derrota lleva al olvido. Y eso le duele a Rosas en todo el cuerpo. A él, que en su despacho veló de día y de noche por los negocios de los otros. La violencia llega hasta la página escrita, la rasguña, la interlinea de rencores. Se repite aquí ese trenzado de dos tientos que podría definir la obra entera de Rivera: por una parte, la recuperación de personajes derrotados por la historia y, por otra, el relato autobiográfico que elabora la memoria personal. A partir de la experiencia del personaje, sujeto de la narración, surge la verosimilitud del lenguaje con que se ha forjado la ficción. Y, en acecho, como brasa encendida, está esa sexualidad violenta, opresiva, machista, repetida a lo largo de su soliloquio.
Aun cuando se apoye en hechos del siglo pasado, Rivera realiza una lectura actualizada de la historia. El tema que sirve de eje a sus reflexiones es el “discurso del poder”, los conflictos de vencedores y vencidos. Y en este marco aparecen claramente asignados los lugares del intelectual y del burgués, del amo y del esclavo, del hombre y de la mujer.
Desde corrientes estéticas distintas, con estilos opuestos, De Miguel y Rivera confluyen allí donde la imaginación y el análisis crítico del pasado restauran la novela histórica.
¿Saldrá el lector modificado luego de frecuentarla? ¿Accederá a un mejor conocimiento del pasado argentino? Tal vez sea ésta la esperanza de quienes la escriben.
Juan Manuel de Rosas. |
1. Víctor Massuh, La Argentina como sentimiento. Círculo de Lectores, Bs. As., 1983, pág. 23.
2. Michel De Certau, La escritura de la historia. Universidad Iberoamericana, México, 1993, pág. 16.
3. Jules Michelet, “El heroísmo del espíritu” (Proyecto inédito de prefacio a l´Histoire de France), en: L´Arc núm. 52, 1973.
4. Jules Michelet. Préface a l´Histoire de France, ed. Morazé, A. Colin, 1962.
5. Seymour Menton. La nueva novela histórica de la América latina. 1979-1992.Fondo de Cultura Económica, México, 1993, pág. 31-32.
* Revista Criterio nº 2236, Buenos Aires, Abril 1999.
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